Salimos al pórtico a fumarnos unos furtivos cigarrillos. Recuerdo
entonces como, pese a ser bien entrado el mes de noviembre, el sol calentaba a
media mañana nuestras peladas y jóvenes nucas ansiosas y necesitadas de aire
fresco y anhelos. Una densa nevada poblaba el bosque que nos contemplaba,
transformándolo de verde río y sosegado cañaveral que fue a cortante y afilada
navaja helada que ya sería.
El viejo frío no nos sorprendió en absoluto, puesto que esa
misma noche, yo mismo recuerdo dormir
vestido de paisano y sin descalzar, con un gorro rojo y gris de lana que me
tapaba hasta los ojos y que me regaló la tía Julia en agosto, “para cuando viniera el frío”.
"Espero que hoy
enciendan la caldera”,
ese era el comentario menos recurrente y más frecuente que introducía cualquier
conversación a pies del inmenso jardín del colegio, mientras adivinábamos
juntos la mañana, unos sentados y encogidos en la imponente escalinata de
piedra y otros sobre la hiriente balaustrada que la guardaba.
Como se pueden imaginar, las conversaciones de doce
jovencísimos colegiales internos, no iban más allá del tercer escalón, pero
nuestras miradas y sueños sobrepasaban aquel frío y claro cielo azul que
aparecía y desaparecía entre los árboles pelados de añoranza.

Entonces ocurrió, que entre los lejanos álamos de nuestros
sueños, Fidel adivinó la figura de un
joven ciervo a lo lejos. Solo nos dijo a los demás: “Ehh!!”, y todos lo
adivinamos en la misma lejanía. “Es joven, una cría”, dijo Fontán.
Permanecimos callados e inmóviles, como si una ráfaga de
viento hubiera congelado nuestras jóvenes y locas inquietudes por un instante.
El cervatillo nos contemplaba igualmente en su quietud a lo lejos. Era tan
hermoso que pude sentir dolor en su belleza y
ya de lejos eso me conmovió sobremanera, como si ese resplandor hubiera
existido en mí en algún otro tiempo perdido o soñado.
El animal se acercó unos metros con cautela ante nuestro
silencioso asombro, y se podía sentir claramente como nos contemplaba con la
misma incredulidad que nosotros lo hacíamos. Permanecimos como esculturas
elevadas e inmóviles en absoluto silencio durante unos segundos.
En esos interminables momentos, quién sabe qué sentimiento
dominaba a mis compañeros, pero yo estaba seguro que sentían exactamente lo
mismo que yo y lo mismo que aquel precioso animal. Era una especie de vacío,
algo relacionado con el deseo y lo desconocido; como un trago de belleza; era
saber que existía un mundo al que podía dominar con mis manos y mis ojos, era
una profunda y calma tristeza, o inquieta melancolía; quizás soledad, soledad
compartida.
Después de varios segundos eternos, no sé si dos o tres, en
el silencio de nuestras jóvenes miradas, y con el aire y el frío de testigos, yo
respiré hondamente…y el joven ciervo repentinamente desapareció como el
relámpago del cielo, dejando en mí ese vacío inédito del que os hablo, como
aquel que ya empieza a echar de menos.
Finalmente divisé como se perdía libre entre los árboles y el
cielo limpio, que dominaban nuestro siempre horizonte sinfín.
Las conversaciones de los chicos continuaron como si tal
cosa, sin ir más allá del tercer escalón.
Al tiempo de unos cigarros dijo Diego, “vaya con el ciervo”.
Luego la sirena sonó.