martes, 19 de noviembre de 2013

SOLEDADES Y OTROS

                               
Salimos al pórtico a fumarnos unos furtivos cigarrillos. Recuerdo entonces como, pese a ser bien entrado el mes de noviembre, el sol calentaba a media mañana nuestras peladas y jóvenes nucas ansiosas y necesitadas de aire fresco y anhelos. Una densa nevada poblaba el bosque que nos contemplaba, transformándolo de verde río y sosegado cañaveral que fue a cortante y afilada navaja helada que ya sería.

El viejo frío no nos sorprendió en absoluto, puesto que esa misma noche, yo mismo recuerdo  dormir vestido de paisano y sin descalzar, con un gorro rojo y gris de lana que me tapaba hasta los ojos y que me regaló la tía Julia en agosto, “para cuando viniera el frío”. 

"Espero que hoy enciendan la caldera”, ese era el comentario menos recurrente y más frecuente que introducía cualquier conversación a pies del inmenso jardín del colegio, mientras adivinábamos juntos la mañana, unos sentados y encogidos en la imponente escalinata de piedra y otros sobre la hiriente balaustrada que la guardaba.  

Como se pueden imaginar, las conversaciones de doce jovencísimos colegiales internos, no iban más allá del tercer escalón, pero nuestras miradas y sueños sobrepasaban aquel frío y claro cielo azul que aparecía y desaparecía entre los árboles pelados de añoranza.

Quizás nos embargaba los álamos, quizás el deseo de ver a la familia pronto, quizás la llegada del frío, quizás el tabaco; o las ganas de ser, perder o ganar, vivir y sufrir, ¿quién puede saber qué? Pero doce jovencísimos colegiales internos nunca callan al unísono, ni tan siquiera uno a uno a solas consigo mismo frente a la soledad del espejo.

Entonces ocurrió, que entre los lejanos álamos de nuestros sueños,  Fidel adivinó la figura de un joven ciervo a lo lejos. Solo nos dijo a los demás: “Ehh!!”, y todos lo adivinamos en la misma lejanía. “Es joven, una cría”, dijo Fontán.

Permanecimos callados e inmóviles, como si una ráfaga de viento hubiera congelado nuestras jóvenes y locas inquietudes por un instante. El cervatillo nos contemplaba igualmente en su quietud a lo lejos. Era tan hermoso que pude sentir dolor en su belleza y  ya de lejos eso me conmovió sobremanera, como si ese resplandor hubiera existido en mí en algún otro tiempo perdido o soñado. 

El animal se acercó unos metros con cautela ante nuestro silencioso asombro, y se podía sentir claramente como nos contemplaba con la misma incredulidad que nosotros lo hacíamos. Permanecimos como esculturas elevadas e inmóviles en absoluto silencio durante unos segundos.

En esos interminables momentos, quién sabe qué sentimiento dominaba a mis compañeros, pero yo estaba seguro que sentían exactamente lo mismo que yo y lo mismo que aquel precioso animal. Era una especie de vacío, algo relacionado con el deseo y lo desconocido; como un trago de belleza; era saber que existía un mundo al que podía dominar con mis manos y mis ojos, era una profunda y calma tristeza, o inquieta melancolía; quizás soledad, soledad compartida.

Después de varios segundos eternos, no sé si dos o tres, en el silencio de nuestras jóvenes miradas, y con el aire y el frío de testigos, yo respiré hondamente…y el joven ciervo repentinamente desapareció como el relámpago del cielo, dejando en mí ese vacío inédito del que os hablo, como aquel que ya empieza a echar de menos.

Finalmente divisé como se perdía libre entre los árboles y el cielo limpio, que dominaban nuestro siempre horizonte sinfín.

Las conversaciones de los chicos continuaron como si tal cosa, sin ir más allá del tercer escalón.

Al tiempo de unos cigarros dijo Diego, “vaya con el ciervo”.

Luego la sirena sonó.



     
 



     

jueves, 7 de noviembre de 2013

EL CARTERO

Podía haber sido jueves, pero era viernes. Julito, uniformado entre legañas, se disponía a coger la vieja moto para proceder al reparto de cada día. Todo era exactamente igual que ayer y que antes de ayer. La vieja moto no arrancaría a la primera, recibiría unos buenos días insulsos de su compañero Gerardo (cartero como él), el nuevo frío otoñal rasgaría su barba curtida y recién afeitada, y quizás en algún camino perdido encontraría un bando de gorriones desafiantes que quisieran jugar bailando junto a su moto. Pero como cada día es inesperado y siempre nos regala matices distintos dentro de un mismo guión, extrañamente en el último momento, justo antes de salir pitando, el jefe de repartos Medina, hombre recto hasta en sus andares, se acercó apresurado a entregarle una última carta extraviada que debía entregar “ya mismo y sin falta”, según sus propias palabras.

La carta era urgente y certificada, remitente Delegación de Hacienda, dirigida a Doña María Benítez. No leyó el destino.

A Julito, por la monotonía de su trabajo, lo inesperado le excitaba, pero más nervioso aún le ponía que Medina le diera órdenes en plan general, y esa última carta de última hora, la colocó Julito justo donde no quería Medina que lo hiciera, la última dentro de su petada cartera de hebilla y cuero.

La mañana fue como tantas otras, pero era viernes, y los viernes, por ese gusanillo travieso e inexplicable que tienen los viernes, la moto corría más, la cartera solía pesar menos, el barro de ciertos caminos llegaba a ser hasta divertido, y el melancólico otoño se vestía de primeros  días de marzo. La mañana pasó corriendo como sus destinos (todos conocidos), y la totalidad de cartas se vomitaron de su cartera naturalmente. Eran pasadas las trece horas, y solo le quedaba aquella última carta urgente y certificada para Doña María Benítez. Por fin leyó el destino, C/Libertad, 7, una calle más que conocida, justo en el corazón del pueblo. Decidió Julito, no sé bien si por eso que era viernes, que dejaría ya la moto en el trabajo, y que iría andando a hacer dicha entrega certificada.

Cuando Julito descansó en el amable portal de la C/Libertad, 7, se sorprendió de no haberse fijado nunca en aquella céntrica casa. Era una vieja casa, que conservaba por su simple apariencia, la personalidad de un tiempo perdido. El doble portón de madera que daba a la calle, estaba abierto de par en par y sujeto por dos enormes piedras perfectamente redondeadas, y a Julito el simple hecho de no encontrar llamador eléctrico le relajó. Pasado el amplio zaguán, la casa y la vida giraba por completo entorno al patio central, que estaba como encajado en medio de aquel insólito espacio. Asomó medio cuerpo y entonces pegó una voz entre confiada y avergonzada  que curiosamente nunca antes había pegado: ¡cartero!

Una anciana, que estaba camuflada entre las horneadas macetas de barro que poblaban el centro de aquel patio, con voz serena contestó “buenas tardes, pase, pase…”. Julito poco a poco y a medida que entraba en aquel patio que un día fue blanco, fue relajándose libremente en su interior, como deshojándose cual los sauces lo hacían por los caminos; y tras la sincera invitación de la anciana a sentarse, no rechazó descansar unos minutos.

Vengo a entregar una carta a Doña María Benítez”, dijo mientras se miraba en un enorme espejo arañado, que descansaba impávido justo al final del patio. La anciana sin dejar de coser, llamó levemente y con afinada voz a María, que del mismo modo liviano respondió, como si de dos instrumentos orquestados se tratara. “Está liada con el almuerzo”, dijo la anciana, justificando así su ausencia, y le ofreció a Julito una cervecita, “que estará usted cansado de tanto camino”.

Así comenzó una conversación tan banal como cordial y confiada; una conversación agradable y educada sin prisas, que trascurrió con la misma espontaneidad que pasaban los minutos y con la misma sencillez con la se colaba la luz por entre la montera de aquel patio.

El intenso olor del almuerzo procedía de algunos de los múltiples habitáculos de la vieja casa, pero se apropiaba de toda ella sin remedio, y aún más de Julito. Ese olvidado y maravilloso olor a cocido…, la silla que tomó, el espejo y los muebles desencolados, los quietos y verdes helechos, aquella anciana a su lado comentándole no sé qué de los tiempos… la luz templada y los dibujos de las losetas…, sin duda le hicieron volver atrás, le hicieron parecerse así mismo, le hicieron ser educado y amable.

Dicen que las relaciones humanas cambian según el espacio vital en el que la gente se mueve. Lo cierto es que Julito, no sé si porque era viernes, marchó de la casa con la sensación del deber cumplido y en paz consigo, y con la carta urgente y certificada dentro de su cartera sin entregar.  

   


          

jueves, 24 de octubre de 2013

CARLITO´S WAY

Leí una vez sobre la amistad algo así como que es el escalón más alto que tiene el amor. No sé si será verdad o no, pero lo cierto es que Carlito entonces,  era el último peldaño de mi precipicio. Hoy os contaré mi pequeña y difusa historia con Carlito Sifone, e intentaré explicaros cómo un corazón puede vivir en dos cuerpos, y un alma en dos corazones.

Carlito nació en mi mismo barrio, ya sabéis, aquel suburbio  tétrico francamente inmejorable a las afueras de la ciudad. Nuestra escuela fue, como la de tantos otros, las puertas y las ventanas, las piedras y las frutas, la vida en la calle. Desde muy pronto supe que nuestra ligadura sería prolongada en el ruido de los tambores, en el silencio de los amaneceres, en el vaivén de las noches opuestas, en el camino que no tiene vuelta atrás. Jugábamos a ser hombres.

En algún momento de la vida, probablemente demasiado pronto, notas en tus venas infantiles que estás con él. Sabía yo que él estaba conmigo, y ya entonces no hay vuelta atrás, como decía repetidamente Carlito.

Qué os puedo contar de unos críos que van juntos avanzando, como lo hace el río verde entre montañas podridas de hielo. Qué de particular tiene que se va abriendo la ribera a tus orillas cada día, que lo desconocido toma forma y cuerpo, y que te amoldas a lo que hay para sobrevivir dentro de ti. Que mayor placer vivo puede existir que el saber que te esperan, que siempre te están esperando.  Sueñas cada mañana, como yo soñaba entonces con Carlito, con la dicha de llevar a los amigos hasta el fin de los días a cuestas, para morir luego juntos en Roma.

Entonces ocurrió que pasa el tiempo. Pero pese a todo, y aunque no lo hablamos nunca, ambos lo sabíamos.

Tomó Carlito su camino, como yo un día tomé el mío, pero ya no era el mismo camino. Ambos pensamos que nuestros senderos nos llevarían al mismo lugar, y que allí, alguna tarde gris de octubre, nos encontraríamos a las tres en punto. Y de nuevo como si tal cosa, no hablaríamos nunca de lo ocurrido. Pero no fue así, porque ya no jugábamos a ser hombres.

Ayer tarde, recibí esta carta de Carlito, que dice así:
“Yo he terminado, espero que tú hayas terminado también. Por mi parte, he intentado que no tuvieras ninguna queja de mí. Siempre tendrás mi afecto”.

Sabía Carlito, como lo sabía yo, que ya no latía aquel mismo corazón en dos cuerpos distintos, que  habíamos caído, como juramos no hacerlo, en el precipicio de nuestras propias cascadas; que los sueños, sueños son, y que siempre habrá un entonces.

Lo que no sabía Carlito, es que no hacía falta escribirlo en ninguna carta, ni gritarlo a ningún viento perdido, ni guardar ningún afecto desengañado. Lo que olvidó Carlito es que en una amistad, como en el amor, ya no hay vuelta atrás.

Porque pese a todo, aunque no lo hablamos nunca, ambos sabíamos que en el camino, como en el del amor, los amigos se pierden, y hasta se olvidan.     


jueves, 17 de octubre de 2013

DULCE OCTUBRE

Tal día como hoy hace treinta y cuatro años, exactamente a esta misma hora, entró por primera vez en aquella maravillosa, vieja y blanca panadería, que se sostenía a duras penas en medio de aquella interminable cuesta de dormido pueblo blanco. Pudo ser como entrar en el cielo que Dios creó tantas veces atrás, pudo parecerle tres escalones de barro que se alzaban mojados, pudo no ser una verdad a medias. Se tomó unos segundos para asimilarlo sin vehemencia, sin pasión desmesurada o alucinógena. Entonces profundamente respiró.

¿Existe algún olor más celeste que el del pan?, ¿no es una panadería como volver a la absoluta verdad de la niñez?, ¿no se abandona lo que somos para volver a ser lo que fuimos?, ¿acaso no huele como si sonaran limpios y eternos acordes de lira y flauta? 

Tras girar la cabeza con la soltura y rapidez de un ave serena, Lorenzo se encontró de bruces con aquellos ojos desnudos de par en par. Era los ojos de Consolación, que ayudaba. Fue entonces cuando le pareció la calle, que ahora estaba más afuera que antes, un oscuro pinar sonoro.

Tal día como hoy hace treinta y cuatro años, exactamente a esta misma hora, cuando las hojas también caían de los árboles como hoy, Lorenzo comprendió por qué se llueven los caminos, por qué descansan las cenizas y por qué fluyen los peligros de cualquier amanecer. Aquellos ojos desnudos de Consolación.

Desde aquel iluminado día gris de octubre, todas las mañanas más tempranas que el sol, Lorenzo entraba en el cielo de aquella interminable cuesta de dormido pueblo blanco. Era entonces cuando entre estantes de imperfecto cristal gastado, asomaba la harina y asomaba el calor, la dulzura se convertía en materia y Francisca, que así se llamaba la dueña del viejo horno, le daba los buenos días más dulces  que jamás nadie conoció.

Quizás no se crea, pero durante mil seiscientas cincuenta y cuatro mañanas, Lorenzo entró de la misma forma en aquella panadería, sin olvidar uno solo el primero de ellos. Con el trascurso de los meses fue capaz de conocer el olor de las baldosas que pisaba,  estrenó modales de dulzura contagiados,  adivinó nuevas formas de pan entre los dedos, liberó su terca soledad de presta juventud,  y aunque no se crea, se serenó caballeroso ante la desnudez de los ojos de Consolación. Nunca conoció su tímida voz, aún amándola, pero supo distinguir cualquier sensación como lejana al profundo olor del perfume limpio, ingenuo y doliente que cargaba el alma de Consolación.

Hace un minuto, y quizás no me crean, salió de su tímida boca callada lo siguiente:

“…tal día como hoy hace treinta y cuatro años, exactamente a esta misma hora, me enamoré perdidamente de usted; le faltaba un botón  a su camisa…”.      

Lorenzo entonces sonrió…