martes, 18 de diciembre de 2012

BELVEDERE, El último reflejo



Palacio Belvedere. Viena
Le resultaba familiar, pero no conocía a aquella mujer. Constanze al contemplarla justo frente suya, y en medio de aquel inmenso salón dorado vestido de fiesta, quedó hipnotizada por aquella figura andante esbelta, por aquel rostro curtido y sobre todo por aquellos penetrantes ojos mirones. Fue una visión temprana y fugaz, una visión distinguida por su delicadeza y por su intensidad.
La fiesta seguía su camino, que no era otro que el camino hacia la sensatez de la inconsciencia. Todos elegantes con sus mejores galas, todos, como disfrazados de sus mejores yos. En la noche lucían brillante los zapatos, volaban regaladas las sonrisas, los lazos brotaban en ellos y los tocados florecían grandeza de musas en ellas; y la música, (¡cómo no la música en Viena!), reinaba elevada sobre todo el firmamento.
Los besos de champán y bienvenida al nuevo año solaparon, en el espacio volátil, con los primeros bailes soberbios de miradas cruzadas o perdidas. Entonces Constanze, por segunda vez en la noche, detrás, en lo más hondo de aquel salón, como perdida entre todas las demás cabelleras fantasmales, volvió a asombrarse con aquel rostro tan familiar y desconocido que le observaba fijamente.
La noche seguía implacable su cauce, que no era otro que el cauce hacia los rincones sombríos y abandonados del corazón. Por las rendijas de la oscuridad se empezaban a perder las mejores galas. Tras unas horas todos se parecían ya, mucho más, a sí mismos. Ya por los ventanales del nuevo año se vertían cientos de ilusiones recién nacidas. Pero Constanze seguía confusa con aquella imagen que le perseguía y que no conseguía distinguir en aquel lujoso e inmenso salón.

“¿Quién eres?”, “¿acaso nos conocemos?”, “llevo observándole toda la noche y toda la noche preguntándome: ¿eres tú?”. Estos eran algunos de los pensamientos que reinaban en Constanze desde el primer encuentro fugaz; preguntas que no encontraban una respuesta.

En vísperas de que muriera la noche y que con ella lo hiciera la música,  contempló minuciosa todo a su alrededor, y mientras buscaba una vez más aquel rostro desconocido que perturbaba toda su armonía, leyó sorprendida un letrero dorado que decía: “Feliz Año 1.781”.
Como poseída por algún mensajero de Dios, corrió escaleras abajo, y comenzó su feroz estampida hacia los jardines de palacio. Allí, cual narciso en el arroyo, contempló en las aguas del estanque el reflejo del firmamento y las estrellas cristalinas heladas. Con cierto miedo, asomó su rostro curtido ante las aguas calmas y comprobó cuán natural y cruel era su reflejo.
“No te conozco; acaso si nos conocemos; llevo observándole toda la noche en los espejos y me he preguntado quién eras, pero ahora ya lo sé: no eres yo, has dejado de ser yo…”.
Y mientras todos daban la bienvenida a aquel nuevo año de 1.781, bajo la noche interminable de Viena, Constanze se despidió de ella misma.              

martes, 11 de diciembre de 2012

LA MAFIA. PARTE V. JHONNY PENTANGELI Y LA GUARDIA REAL


Fachada de los dos pabellones.Aravaca

Numerosas son las vivencias que mi alma ha compartido con el mayor de los varones de la familia Pentangeli, pero la presencia de tantos carabinieris en estas últimas semanas, ha avivado a fuego en mi recuerdo una de ellas, que con placer os cuento en este relato.
En el mes de las flores del año 1.933, Jhonny Pentangeli y un servidor, respirábamos los aires libres de la capital del reino, Madrid. Allí se supone que ambos estudiábamos, pero eso solo era una verdad a medias, pues nunca vi a Jhonny alrededor de ningún texto escrito. Allí, más bien nos fraguábamos hacía los caminos insondables de la realidad, más bien nos forjábamos levemente hacia lo inesperado de un futuro incierto, más bien vivíamos reinados por la hermosa alborada de nuestra juventud.  
Jhonny, que por entonces era una llama de fuego, formó a su alrededor una panda muy peligrosa a su imagen y semejanza. Recuerdo, entre muchos, al temible Raffaello Vallina, más conocido como “Felo”, al temperamental Giussepe Guerreri, al martillito punzante Enmmanuel Manuelillo,  al indomable Miquele Bretoni, y al siempre cuerdo y señori Franchesco Verino. Juntos, haciendo oídos sordos a la ley y a los consejos del clero, permanentemente violaban la todavía vigente por entonces ley seca.    
Aquella mañana de primavera de un 14 de mayo, inmerecidamente, el heredero del reino, Felipe de Borbón y Grecia y Príncipe de Asturias, condecoraba a los antiguos alumnos de nuestra residencia por su supuesta dedicación, aplicación y entrega. Todos debíamos acudir al acto, y entre todos obviamente se encontraba Jhonny. Nuestra residencia, debido a la citada visita del heredero, sufrió, como nos habían avisado semanas antes, un impresionante dispositivo de vigilancia desde la tarde anterior. Numerosos guardias del reino peinaron la zona y decenas de francotiradores custodiaban desde las azoteas del edificio, todas las inmediaciones colindantes. Estábamos francamente cercados.
Nos habían avisado igualmente, que nuestras habitaciones debían ser inspeccionadas bien temprana la mañana, y por supuesto, antes de la llegada del heredero del reino al recinto. Perros polizia estrictamente adiestrados, harían dicha función, para lo cual debíamos abandonar nuestros aposentos sobre las 9:30 de la mañana. Y la hora llegó. Y mis temores se cumplieron.
Jhonny, y la mayoría de los citados del grupo, salieron de parranda la noche anterior. La noche, por aquellos maravillosos años 30, no eran noches si no morían con la luz del alba en las espaldas.
Nos ordenaron a las 9.30, como estaba establecido,  desalojar nuestras habitaciones. Todos los estudiantes, con disciplina militar, tomamos los corredores y pasillos del edificio en dirección al patio exterior, donde debíamos esperar pacientes que terminaran con los registros. Todos lo hicimos; todos menos Jhonny Pentangeli.
Jhonny destacaba por su profundo e inmundo dormir tras las escapadas de safari. Se puede decir que tras consumir alcohol y tumbarse en la cama, entraba en una dimensión desconocida para el ser humano.
 Los perros comenzaron con su función, todos esperábamos en el patio, pero la habitación 105 del pabellón 1 de aquel colegio de Aravaca, permanecía cerrada con llave. Jhonny yacía dentro.
Avisé pronto a uno de los miembros del clero de la situación inoportuna, puesto que mi habitación se encontraba justo frente a la de Jhonny. Aquel cura me ordenó nervioso:
-          Despiértelo Cieza!!!, despiértelo!!!
Subí, sabiendo lo inmensamente complejo que me resultaría dicha labor. Golpeé aquella puerta blanca de madera hueca hasta dañarme los nudillos. La golpeé con toda mi violencia. Los carabinieris con sus perros adiestrados ya rondaban la habitación con cierta incredulidad. Jhonny seguía, como yo esperaba, en otra dimensión sobrehumana.
Con las cejas bruñidas por lo raro de la situación, se acercó un robusto polizia con su nervioso can, justo hasta donde yo me encontraba.
-          “¡Qué coño pasa aquí!”, me dijo nervioso.
-          “Está dormido. ¡Y no se despertará!” Le dije con sumo respeto mirando hacia arriba.
-          “¡Aparte joder!”, me impuso con clarividencia.
La violencia de los brazos de aquel guardia real, evidentemente no era la mía, y comenzó a gritar, si cabe más nervioso que yo mismo:
-          ¡Abra!, ¡abra!, ¡abra o tiro la puerta! El perro contagiado por el nerviosismo de su compañero, empezó a ladrar como un animal.
En aquel momento Jhonny,  ajeno a la visita del joven monarca, abrió la puerta de su habitáculo en calzoncillos pelones, absolutamente dormido. El perro, fiel a sus principios, se abalanzó contra él de un solo impulso, haciéndole perder pie y desposeyéndolo, sin cuidado alguno, de la ultratumba en la que se veía inmerso Jhonny tras aquella interminable noche.
-          “¡¿Esto qué es joe?!”,  gritó Pentangeli.
En cuestión de segundos el olfato de aquel perro, pudo comprobar mejor que ningún otro ser, los mundos desconocidos de un joven estudiante en Madrid, y los entendió como inofensivos para la seguridad del heredero.
Jhonny finalmente despertó abandonando esa otra dimensión desconocida para cualquier humano. Quizás, esa otra dimensión donde se sueña, cual Hipnos, con alguna de las tres gracias.



               


 
  

   

       

martes, 4 de diciembre de 2012

EN LA RIBERA DE CENTRAL PARK

Cada mediodía rigurosamente entraba al mismo restaurante en la ribera de Central Park. Cada mediodía, pedía una copa de vino francés, que degustaba pausadamente sin quitarse su guante de piel de la mano derecha. A media copa cada día, encendía un cigarrillo, y tras dos hondas caladas, que le transportaban al infinito, solía entrar ella.
Ella se sentaba también sola, pero lo hacía en la mesa con las mejores vistas del restaurante, casi de espaldas a él. También pedía una copa de vino, y también lo tomaba con una sola mano al desnudo.   
Fiona, como él se había atrevido a bautizarla, era una mujer de inciertas maneras. Quiso creerla italiana en su mente, por sus inconfundibles rasgos latinos. Le parecía amable, emotiva y condescendiente. Sin duda una hermosísima mujer, de ondulados cabellos y suave piel, de refinadas formas y movimientos persuasivos plenos de gracia. Nunca pudo distinguir su voz con claridad entre el rumor de aquel restaurante, pero prefirió imaginarse una voz limpia, como de otro tiempo.
No tenía Robert, cada mediodía, otra intención que no fuera sentirse elevado, salir poco a poco del fastidio de lo cotidiano. Y para ello solo tenía que mezclarse con esa luz que entraba tenue por la ventana y que moría justo en el rostro de Fiona. No pretendía otra cosa que no fuera sentirse vivo y extraño, sereno y en calma. Se sentía espectador único de esa fusión maravillosa que solo podía ser posible gracias a una luz caprichosa rebosante de paz que desembocaba en el dibujado rostro de Fiona iluminado.
Aquel mediodía, tras varias copas de vino francés, Robert perdió toda serenidad y toda calma. Había decidido conocerla. Se preguntaba: “¿no es, aún peor que perder, no intentar?”, “¿no es más doloroso saber de un paraíso perdido que ignorarlo?”
El alcohol le prestó toda la valentía que siempre había deseado y carecido. Se acercó despacio y titubeante hacia ella y le dijo las únicas palabras en italiano que sabía:
O sole 'O sole mio, Sta 'nfronte a te…”
Fiona, que sentada siguió, sorprendida por el arrebato de aquel extraño hombre y de una forma muy natural y repentina, dijo en un castellano sureño algo perturbado:
“¿Qué dise tú…rebaná…?”, y le sonrió sutilmente.
Robert, tras escuchar aquella voz angelical, y tras recibir con gusto aquella sonrisa eterna,  pese a no entender nada de lo que ella le había dicho, se desbordó en gozo. Todas sus intuiciones y pensamientos más elevados para con aquella mujer etérea, resultaban ser terrenales y ciertos. Quizás no era italiana, quizás debía aprender castellano, pero sin duda, se trataba de una misteriosa “ninfa del atardecer”.
Aquella noche, ya en casa, Robert buscó durante horas y sin resultado alguno, el significado de la maravillosa y enigmática palabra pronunciada por aquellos labios rosados: “rebaná”. Al amanecer decidió que se trataba de una misteriosa confidencia por descifrar.
Y es que no hay mejores caminos por trazar, que los caminos que uno va soñando.



martes, 27 de noviembre de 2012

COMPAÑEROS DE TRAVESÍA: ANDREA CALVINI

Con cierto embarazo cumplo un encargo que una lejana noche conileña me prometí: no olvidar jamás que el silencio sabe guardar mejor que nadie la verdad.
Hoy, fría mañana de un triste y sereno noviembre, por la vía Apia, después de mucho tiempo, me topé, montado en su carruaje, con un viejo amigo y compañero de travesías: Andrea Calvini. Aquella negra noche me vino inmediatamente al recuerdo.
Andrea era un forastero procedente de lejanas tierras interiores, donde él mismo nos contaba, que el pan duro minuciosamente picado, era un manjar y donde la caldereta, una fuente insaciable de vida. Sus historias de diversa índole culinaria, normalmente con mucho picante, y su fanfarrona palabrería, siempre me apasionaron. Pronto, muy pronto, tan pronto como se despidió de su cabellera su pelo, nos hicimos íntimos.  
Compartíamos en aquel entonces, junto a otros memorables camaradas, no solo aficiones, sino el ímpetu de una sangre caliente que solo la juventud puede dar. Aunque cierto es que nunca pude saber la edad de Andrea, en apariencia podía tener la edad de la Revolución.
Con los meses y los años, mi entendimiento con Calvini llegó a ser irracional. Nos entendíamos con una leve mueca, con una simple brisa en la mirada, nos entendíamos en el silencio y en el bullicio, en la salud y en la enfermedad, con y sin vino. Andrea solía repetir, entre otras muchas, una frase que aprendió de su admirado padre: “al pan, pan y al vino… como un rayo”. El vino, en aquellos años, estaba muy presente en nuestras vidas, y sobre todo en nuestros maltrechos cuerpos. Un vino que nos llevaba a galope por innumerables escapadas furtivas a las afueras de 11.130, y a los adentros de nuestros jóvenes espíritus. Quizás en busca de una libertad nunca conocida, quizás entonces cercana, quizás tan lejos como nunca.   
Lo cierto es que Andrea, al que le costaba un mundo despistar a la guardia real, aquel jueves noche pudo perderse entre la maleza de los bosques, y finalmente nos encontramos en Conil. Aparcó su carruaje en una calle empinada como nuestro codo, lo aparcó en un lugar que jamás olvidaré.
 No recuerdo aquella noche de jueves, pero la supongo: vino, Escocia, charla, risas, el win, el main y poco más. Ni que decir tiene que todo lo vivido, visto y hablado debía quedar sellado hasta el fin de los tiempos en nuestros corazones. Es decir: “nunca habíamos estado allí”, ya se sabe, había que mantener las formas con la guardia real.
La noche siguiente, algún feliz camarada, tuvo la feliz idea de pasar “otra noche” en esa misma plaza, que ya nada tenía de parecido a ella misma, por cuanto íbamos escoltados por toda la guardia al completo, y por tanto alejados de cualquier tipo de desmadre. Acogimos de todas formas de buen grado la ventura. El sello de la furtiva noche anterior estaba ya en nuestros corazones y mi entendimiento con Calvini era el de siempre.
Estando asentado de nuevo en Conil, justo donde Andrea había dejado su carruaje a buen recaudo la noche anterior, recibí una llamada telefónica inoportuna e inesperada:
Quillo, ¿dónde estáis?”, me preguntaron obviamente por nuestro posicionamiento en los coniles. Andrea( y yo bien lo sabía), soportaba estoico dentro de ese mismo coche, los regaños lógicos de la misma mujer con quien hoy lo vi pasear. Andrea, (y yo bien lo sabía sin verlo), habría negado ya, como San Pedro, hasta tres veces su estancia en Conil la noche anterior.
Después de un levísimo intento de explicarles donde debían de aparcar, inconsciente y comodón como siempre, y con mi cabeza en otros lares, ordené al interlocutor telefónico de aquel carruaje (también amigo y también despistado), lo siguiente:
                -  dile a Andrea que aparque  en el mismo sitio donde aparcó él anoche”.
Pude escuchar estupefacto en el silencio negro de la noche, mi mandato repetido sin poder dar marcha atrás:
-          Andrea, me dice este, que aparquemos donde mismo aparcaste tú anoche”.
Una doncella exclamó cortante:
-          ¡¿Cómo?!
El silencio se hizo, y durante medio segundo pude escuchar el desplome brutal del silencio cortante sobre la negra noche. En ese instante pude saborear la punta de la espada en mi pecho. En ese momento y sin verlo, supe la cara que tendría mi querido Andrea Calvini tras escuchar semejante infortunio.
Entonces colgué.    


jueves, 22 de noviembre de 2012

LA HUIDA


Ella le cogió de la mano, le miró a los ojos y le dijo:
ya sabes que eres para mi lo primero, ya sabes cuánto te necesito, cuánto te quiero y lo que significas para mi…”.En ese momento el día se nubló, dejó de ser día, se apagaron los destellos azulinos de sus ojos y se hizo profundamente de noche. La ventana del salón, como cada noche, quedaba ligeramente entreabierta. Corría el aire y parecía que la ciudad seguía viviendo alta y libre como siempre.
Tomó el pasillo con un sigilo propio de felino mientras ella descansaba. Volvió la cabeza y miró por última vez, sin expresividad alguna, la que había sido su casa los últimos tres años. Con suma facilidad tomó la ventana entreabierta y saltó de un tercer piso al vacío.
Cuando aterrizó sobre la negra noche, la calle estaba mojada y sus ojos brillantes y azulinos se volvieron a iluminar intensamente. En ese mismo momento, pensativo, susurró: “no hay quién entienda a estos humanos…”, que en el lenguaje de los gatos es algo así como “miau”.



Escrito para Microvidas

jueves, 8 de noviembre de 2012

ZIHUATANEJO


Zihuatanejo

Muchos hombres mueren guardando la esperanza de descansar en el paraíso. Nosotros dos lo hicimos el 7 de noviembre de 1952.
La primera vez que me topé con “er Carli”, no pude más que pensar, que se trataba de un fruto inmaduro en el suelo. Me equivoqué. Pocos días después se había ganado, por mérito propio, la simpatía y el beneplácito de la mayoría de los chicos del penal. Pocos días después, la cárcel de Shawshank parecía su casa:
““Ande ve…ande ve…en!!...no me habei dejao ni un poquito de bayoneza!!!”, solía recriminar Carli a gritos a los chicos en el comedor. En realidad se encontraba más a gusto que un cochino en un charco y era sabedor de los muchos años que tendría que sobrevivir junto a ellos.   
Los chicos lo pasaban muy bien con “Er Carli”. Reían con sus tremendas ocurrencias, gozaban de su ingenua juventud,  y quedaban estupefactos con el uso del lenguaje que un chico de pueblo sureño podía llegar a hacer. En realidad su lenguaje era un ultraje a la razón, una ofensa al decoro, pero en el fondo era una pechá de reí horroroza, que diría él.
Para mí “Carli” fue un arcoíris justo en medio de la tormenta, una bocanada de esperanzas para mis sueños, una flecha que apuntaba al paraíso. Era justo lo que yo no era. Fresco, apuesto y descarado, con un indiscutible don de gentes, charlatán como pocos y empedernido contador de trolas. Yo sabía que su cara y su flequillo tenían ese no sé qué, capaz de embaucar al pontífice maximus de Roma, y a todo su séquito detrás.
Una mañana gris le confesé: “tengo un plan para fugarnos”. Lo había estado meditando y estudiando profundamente durante más de cinco años, hasta llegar a tenerlo interiorizado con todo lujo de detalles. Todo estaba trazado, todo era perfecto, y necesitaba a alguien fresco y optimista como “er Carli”. Antes que me dejara abrir la boca para contarle mi plan, me dijo seguro de sus palabras: “Er mío es mejón”. Solo llevaba encerrado dos meses escasos.
Quillo, zaldremos a cuchará…lo he visto en una película gueníjima…”, me dijo ávido mientras sus ojos brillaban como el firmamento que jamás contemplé. La idea me pareció tan ridícula como deslumbrante sus ojos, pero continúo exponiéndome su plan: “nos jartamos de nozilla a cucharazo limpio…y despué nos zampamos un gorpe de kiwi de eze a zaco… Er tema e que nos vamos a cagá como las vaca de Roche viuda…y nos van a tene que mandá pa Puerto Rea por cojone…”. He de aclarar, que para “er Carli”, Puerto Rea era sinónimo de hospital. “En Puerto Rea me ligo a la médica, y amono que nos vamos con el tango…”
Créanme, me pareció tan ridículo, que me eché a reír a carcajadas. Mi risa contagió a la de “er Carli”, que creyó aún más si cabe en su plan de gastroenteritis aguda. Después de reír, nuestras miradas se clavaron intensamente como espadas en la arena. Y me dijo “totá… si zale mal, por lo meno nos queamos perita…”.
Fue entonces que me dije, ¿no es la vida quizás una simpleza que nos empeñamos torpes en enredar?, ¿no es todo el universo una inmensa y oscura casualidad?, ¿no es mejor dejarse llevar por unos ojos que brillan como el firmamento que por la razón?
Muchos hombres mueren guardando la esperanza de descansar en el paraíso. Nosotros dos lo hicimos el 7 de noviembre de 1952. Fue en Zihuatanejo.






miércoles, 31 de octubre de 2012

NOTRE DAME

Notre Dame
Vestía un vaporoso vestido azul klein, brazalete y pendientes esmaltados a juego, teatrales gafas de sol y una rompedora gorra de estética school. Unos malditos botines de pitón ocultaban sus diminutos pies, que se me antojaban imaginar tan pequeños como dulces, tan divinos como humanos, tan perdidos y ocultos... como su alma y la mía a juego. Parecía descendida de los cielos. París con ella estaba de fiesta. Y yo la quería entre mis brazos.

Fue indecente las horas y el dinero que me costó emborracharla, pero París estaba con ella de fiesta, y yo con ambos como digo. En el ascensor dirección al cielo parisino, pude besar su delicado hombro ya borracho de lencería fina. París a mis pies y los suyos aún ocultos por unos malditos botines de pitón.

Cuando reposó su melena de sirena sobre la cama perdió la consciencia. Se apagó de repente nuestra envolvente banda sonora, se apagó la notre dame de Paris. Yo, más gamberro que señor, la desnudé para que bien descansara, pero la desnudé hasta bien conocerle sus pies.

Nunca debí descalzarle de esos malditos botines de pitón. Nunca debí conocer sus pies. Desde entonces no soporto el queso francés.



 


Escrito para Microvidas

viernes, 26 de octubre de 2012

EL PARABRISAS

Antes de subir a su auto, lo tenía obtusamente claro. Parecía que lo tenía más que claro, decidido. No parecía, lo tenía absolutamente decidido. Sus pasos iban al mismo ritmo que la tarde, a cada poco apagándose y ella lo sabía. A cada muy poco apagándose la tarde como también sus pasos lo hacían.   
Lo tenía decidido y montó tranquila en su coche. El parabrisas sonaba. No había futuro, más bien, no había ningún mañana con él. Su tempestuosa relación se tenía que acabar ya. Había acabado en ese mismo momento.  Lo tenía decidido, estaba claro. Había acabado hacía ya demasiado tiempo.
Se puso el cinturón de seguridad sin sentirse más segura por ello, y tomó su camino, que no era ni de ida ni de vuelta. Y tomó su camino como digo. La tarde, cercana a la noche, creaba en el horizonte figuras cercanas a su propia alma, en forma de nubes otoñales entre pinares. ¿Quién sabe cómo se dibuja un alma?, ¿quién, cómo palpita?, ¿quién, a dónde va?
Sintonizaba la tarde y su coche, curiosamente melodía de Bach. Sintonizaba la tarde con su alma.
Los metros en la carretera se hacían kilómetros en su camino, bajo un solo pensamiento. Su inconsciencia más absoluta y más clara, con el camino y la tarde, tomaba otros caminos inesperados: ¿había que dejarlo ahora?; ¿qué es realmente el amor, si no soportar?
Cuando bajó de su auto, curiosamente el parabrisas sonaba. Curiosamente, lo tenía obtusamente claro: lo amaba profundamente, ¿por qué no?.
Lo recibió, al verlo confundido entre figuras del horizonte, a besos. Sin saber por qué, cómo ni cuándo, en unos solos kilómetros volvía a amarlo.
Ella, que no podía engañarse a ella misma,  cuando lo besó en la mejilla calurosa de la inconsciencia de su recibimiento, pensó pausadamente y sin el murmullo del parabrisas de fondo: ¿lo amo?

   

viernes, 19 de octubre de 2012

EN EL CAFÉ "LA RUECA"

Amigo de lo ajeno, Cloto por encima de todo, robaba conversaciones. Cada vez con menos cautela y más experiencia, se fue haciendo dueño de otras vidas. Quizás la suya estuviera demasiado vacía, quién sabe.
Se sentaba, cual aparente lector incorregible, cada tarde con un libro distinto en el café “La Rueca”. Era obvio que no leía, era obvio que solo robaba conversaciones. Pero la obviedad a veces se disfraza y nos engaña, como también sé, que puede engañar la luz de una luna llena.
Yo, vacilaba con la idea de ser el único Sherlock que sabía de la estúpida y maleducada afición de Cloto. Yo que tan observador siempre he sido, yo, estúpido y maleducado, ingenuo y humano, me acerqué a aquel inquietante hombre que vestía siempre de negro y le dije confiado:
-“¿Qué lee?”, esperaba yo una temblorosa e infantil respuesta.
- “Leo vidas…, pero no me hagas preguntas que ya sabes…”, me respondió con voz profunda, como quien responde ante el juez supremo.
Entonces alargó su lánguido brazo y me dio un pequeño papel con mil pliegues. “Es tu vida”, me dijo, “mañana vendrás a verme…”.
Cuando en la soledad impenetrable de mi habitación tomé aquel diminuto papel, pude leer en él, por cada oscuro pliegue, frases que habían marcado mis días. Frases que nadie podía saber, palabras que solo mi alma sabía ubicar en mi corazón. Con cada pliegue me parecía volar en el tiempo y parecían renacer mis sentimientos más primigenios. Me pareció incluso, volver allí donde las viví. Me pareció incluso hasta olerlas.
La mañana siguiente en el café, Cloto se acercó a mí, antes de que yo mismo pudiera acercarme a él, evitando así cualquier abyecta súplica por mi parte. Como aquel que tiene hambre de palabras, me dijo muy concisamente: “Aquí está tu destino…no me volverás a ver”, entregándome  de nuevo otro papel con otros mil pliegues.
Cuando en la soledad impenetrable de mi habitación tomé entre mis dedos aquel diminuto papel, primero me aterroricé. Después, humano, la curiosidad me pudo.
Fue en ese mismo momento cuando supe ciertamente que somos dueños de nuestro destino. Aquel otro papel estaba absolutamente en blanco.   

jueves, 11 de octubre de 2012

¿QUÉ PIENSAN LAS MUJERES?


Aquello era un disloque. Afu oma´. La gente llevaba hablando de la maldita fiesta más de mes y medio y por fin estábamos allí todos. Habían desaparecido por arte de magia los tabúes, los miedos,  los “se lo digo o no se lo digo…”, los reproches tipo “este e que e carahote…” o los “…es tonto desde que tiene babi…” y demás fierezas inmundas.  
Lo cierto es que la euforia desfasada, por extraordinarias cuotas de alcohol, armonizaba la fiesta cual cuarteto de cuerda. Lo de menos era la graduación. Todos llevábamos puesto a un inmenso perdedor dentro. No importaba, éramos felices. La noche era joven, uno era joven, las titis eran jóvenes…la noche era joven...¿qué más se puede pedir?
Con esto y con lo otro, que si parriba que si pa bajo, la cosa se puso estupenda, vamos de miedo. Cada cual recuerdo ponía en la pista sus mejores dotes de ligazón, que en el caso de los tíos como yo, eran normalmente dotes absolutamente patéticas. Bueno, lo que os cuento, que si esto que si lo otro, que si parriba que si pa bajo,  y que allí me vi yo…bailando, como esperaba, entre hermosas y atractivas hembras del diablo. Solo los dioses podían saber que pensaban en esos momentos. Yo me preguntaba seguramente: ¿qué piensan las mujeres?...
Todos, el que menos y el que más, nos conocíamos. Muchos días compartiendo cotidianidad. Pero aquella noche también sabíamos todos, que lo cotidiano daría paso a lo sorprendente y que las almas se soltarían del brazo y los “estatis quieto” no tendrían más importancia de la que tendrían.
Totá, que si parriba que si pa bajo, y tor mundo metiendo boquino donde quería, o más bien donde podía. Y tor mundo loco con las respuestas...las tías...afú omá. Y allí me veía yo. Entre hermosas y atractivas hembras del diablo…pero ná de ná…pa variá…
Me sentía un animal en celo. Era un animal en celo…
Ya por fin entraron los temas fuertes, los más coloquetas daban el pasito atrás y la selección cada vez era más preocupante. Yo… la mar de a gusto, pa´ que mentir…mu bien, mu bien, mu bien…la verdad…pa qué mentir...pero “nati que en el horno la encasqueti” y por supuesto "nati de filigrana de memoria"…pa variar…y la cosa que pasaba…
La gente…siete de la mañana…loca. Bailaba y se fluía ya más y mejor que el aire de la noche. Eran las 7 de la mañana!!!…ya vé…
En ese momento, un compañero en la misma preocupante situación que yo…un compañero,  al que durante años acribillábamos a crueles y esclarecedores motes  del tipo “pony”, “becerro” y demás, subió a la tarima principal del escenario, dónde muchos bailaban posesos de celo. Tomó el micro con excesiva confianza. En ese momentazo soltó, con entristecido, desvergonzado y a la vez desesperado tono de voz, la siguiente frase al vacío inmenso del infinito:
“joe…tan feo soy…tan feo soy…”
Muchos lo escucharon, muchos lo vieron, a otros muchos solo se lo contaron;  tantos otros fueron los que rieron a carcajadas entre el mamoneo…Pero esto sí, me consta que otros tantos muchos lo entendimos a fuego.

Era la  forma más sincera de decir…¿qué piensan las mujeres?




viernes, 5 de octubre de 2012

SIN TAPA NO HAY PARAISO

Después de avistar el amplio horizonte desde el puerto lo supe con trasparencia, no vendrían a por mí hasta pasado aquel terrible temporal. Finalmente fueron unas semanas. Armond ya me había hecho saber que un hombre como yo no tendría problemas en una ciudad como aquella.
Al principio aquella costa de Cádiz me pareció una cueva oscura pese a la amplitud de sus miras y su mar, un agujero profundo de donde jamás se podría escapar, una selva terriblemente poblada de altas sombras desconocidas e incontrolables. Los primeros días era un lugar escarchado, ruin y zafio. Las mañanas fueron corrigiendo a poco mi perspectiva. Y aunque se abría en mi mente la propia claridad de su cielo, cierta alegría superviviente y  vertederos de viveza propia de puertos, los adjetivos antes empleados no dejaban de estar mezclados con estos últimos en mi conciencia.
Al amanecer estudiaba, por matar el tiempo, algunos mapas que quedaron perdidos entre mi equipaje. Pronto conocí una vieja casa cerca del mar donde despachaban vino. Era un habitáculo oscuro, ruin y zafio, pero fue allí donde realmente se abrió la claridad de aquella costa atlántica a mis ojos.
Hombres como yo, solitarios, mataban allí su tiempo, o tal vez no, tal vez daban vida a sus ya acabados y monótonos días. Aquel vino amargo engañaba las inquietudes propias del ser. Primero las apartaba, luego las acogía con la ternura de una madre entre sus brazos, para finalmente tragarlas como se traga el vino, de una vez y sin remedio. Aquel lugar no dejaba de ser un perdido rincón del viejo mundo, sin más. No era el paraíso pero tampoco el fin de la tierra.
Cuando la hija de Ramón el tabernero salía de los fuegos, el paraíso parecía estar más cerca. Oliva era su nombre, no lo olvidaré, aún me gusta ese nombre desde entonces. Era una chica de paso atrevido, hermosa y morena como su nombre, de pelo ensortijado y vivo como el viento lo era sobre las calles de aquella pequeña ciudad. Sus ojos no miraban, brillaban una sola vez cuando salía a escena. Nos parecía al verla, que salía del mismísimo centro de la tierra. Oliva, precioso nombre que jamás tendré, daba con sus diminutos pies tantos pasos como vasos de vino descansaban sobre aquella tabla, y sobre cada uno de ellos, dejaba un trozo de paraíso en forma de queso.
Todos cada día esperábamos aquel ritual con verdadera paciencia. No sé si era por el hambre, por los andares de Oliva, por las moscas que acechaban nuestro vino o por la propia amargura de aquella uva, pero aquel queso en forma de tapa nos acercaba a la libertad, nos acercaba durante unos minutos al paraíso. Quizás solamente tapara durante unos segundos las inquietudes propias del ser. ¿Quién lo sabe?
Finalmente, tras unas semanas de espera, mi bandera llegó. Fue entonces cuando supe, que sin tapa no hay paraíso.           

miércoles, 26 de septiembre de 2012

FINALMENTE MURIÓ

Philip apagó la luz de su despacho y cerró la puerta. Eran las 2.00 de la mañana. Era la última luz que se apagaba en la fachada de ese precioso edificio. Demasiados papeles pendientes encima de la mesa, demasiado que era nada. Con el ruido de la puerta al cerrarse, justo en medio de una soledad de madrugada imponente y silenciosa, pareció despertar no solo su cuerpo sino su mente. Pareció despertar de entre las letras y los papeles y de entre la negra oscuridad, el Philip de siempre. Pareció despertar ese otro yo, que pensó nunca debió dejar morir. Y aquel cuerpo empezó dolorosamente a considerar que nada en su vida tenía sentido.
Tomó su coche con el mismo destino de cada noche, su casa. Pero en la soledad de aquella ciudad dormida se dejó llevar esa vez, como las aves migratorias lo hacen en otoño, por un impulso irracional e instintivo, casi electromagnético, que le hizo volar libre y seccionar con su coche calles  desconocidas.
Su mente volaba, se preguntaba y se respondía: no tiene sentido. Su alma compungida agachaba la cabeza. Y el Philip de siempre empezó a preguntarse por los caminos de su destino.
 Justo su coche descansaba ahora en el abandono de una delicada lluvia fina, por culpa de un semáforo rojo también sin sentido. Y algo excepcional hizo volcar las tripas del Philip de siempre. Una preciosa mujer se cruzó justo frente a sus ojos, y le lanzó una intensa, profunda y serena miraba. Fue un impacto, algo así como una llamada. Vestida de negro, la figura espectral vaporosa de esa mujer, tras aquella primera mirada impactante, comenzó paso a paso a cruzar la calle, que el coche de Philip respetaba, por aquel semáforo en rojo sin sentido. Arrastraba una maleta sobre sus ruedas y cargaba una bolsa sobre su delicado hombro.
Justo en aquel momento para Philip, los segundos paradójicamente se hicieron minutos. Se paró el tiempo, y por su cabeza penetró con fuerza una absurda idea instintiva e irracional, casi electromagnética, como la de las aves: “dejaría absolutamente todo y me iría con ella”. Por cada paso de la misteriosa y dulce mujer, a Philip aquella diminuta calle le pareció más amplia que extensos eran los campos Elíseos.
Justo en la mitad de la calle, enfrente de él y de su coche, la delgada mujer de vestido negro y botas altas militares y paso firme sugestivo, volvió a girar su bello rostro sobre el de Philip y con descaro y sin abrir la boca, lo llamó a gritos con sus inmensos ojos negros. Se miraron fijamente durante unos segundos. Él dentro de su coche, ella bajo la tibia lluvia. La absurda idea, ahora le pareció menos absurda y más cercana. Quedó sin semblante su rostro y su cuerpo en medio de aquella noche distinta parisina. No reaccionó y ella siguió su camino.
Los pasos de la mujer de botas y luz altas como las estrellas, siguieron su ritmo melódico. Ya en la otra orilla de la calle, y con su maleta a cuestas, la mujer se volvió a girar por última vez en busca de los resplandecientes ojos de Philip. Los volvió a encontrar. El la seguía impávido con la mirada hasta que la perdió de vista en medio de la neblina noche.
Finalmente el semáforo sin sentido se puso en verde. Philip volvió a ser el mismo Philip de siempre, aunque uno de los dos Philip, aquella noche finalmente murió.

martes, 18 de septiembre de 2012

LA MAFIA. PARTE IV. "EL SUCIO CALABRÉS"


Estado en el que encontraron su Cadillac

He deliberado mucho antes de escribir este documento. Me juego la vida y lo sé. Finalmente me he decidido. Dejaré por escrito mis vastos conocimientos sobre uno de los soldados más brutales y con el instinto más animal que he conocido. Carnívoro como un león en Namibia, depredador como el chacal, cilíndrico como la ballena e imponte como el oso polar. Hablo de mi querido sobrino Vincent, más conocido en la vieja  Sicilia como “el sucio calabrés”. De cierta ascendencia isleña, en un principio se le conoció como “el sucio isleño”, pero fue en Calabria donde nació, donde se mal crió y donde dio rienda suelta al depredador insondable que llevaba dentro.
Vincent, desde muy niño, siempre fue chico de pocas palabras,  de pocos amigos y de muy buen saque. Sin embargo, se rodeó desde muy joven de gente de malas artes, y montó un clan de sucios negocios y de muy peligrosas formas. No respetaba nunca la ley seca, ni ciertas leyes no escritas para la mafia. Frecuentaba peñas y otros antros, con tipos como Franchesco “Il Monagillo”, Orrequia “Il Siñori” y por supuesto con el buscado y temido John Poup, con quien mantenía una relación especial. Con él hizo fortuna en sucios negocios. El dinero en sus manos moría, ese era su gran secreto: el gastapoc o también llamado gañotil.
En la familia desde muy pronto nos percatamos de las singulares formas de Vincent al relacionarse con su entorno. Sus costumbres eran propias de capo experimentado: buen comer, buen beber y nada de mujeres. Corrió el rumor que era misógino, pero doy fe que no es así.  Recuerdo que durante años, cuando nos sentábamos para almorzar, mantenía extrañamente un brazo debajo de la mesa, como aquel que está manco. Una rara costumbre, que con el tiempo entendí: “Vincent, era un tipo bien agarrado y siempre escondería algo en su otra mano”.
Le entusiasmaban las viejas costumbres de los viejos capos, pero las ejercía de una forma contemporánea y a su medida. En carnavales gafa palillo y codo, en semana santa el más semanasantero, en feria feriante, si se iba a los toros el primero con entrada, camisa y puro. El flamenco lo que más. Caballos, apuestas, boxeo, todo. Nunca le vi la cartera, ese era su vicio más conocido, el ya nombrado gañotil. Dicen que ya bien avanzado el siglo, una tarde de verano convidó a pescaíto a ciertos colegas suyos. Quisieron dejar el momento inmortalizado con una fotografía. No sé si sería verdad, lo dudo.
Buena mano en la cocina y defensor de aquello de que “el arquitecto no debe viajar” era hombre de su casa. Su manos eran tan buenas en la cocina como infalibles y despiadadas lo eran para con sus enemigos. Le gustaba en igual medida el palique, el palillo, el arroyuelo, reñidero o chiclanero. Siempre servido bien frío y al gañotil. Y por su puesto fiel y sutil defensor del granero (de su oriunda familia calabresa).   
Recuerdo que durante algún tiempo conducía un precioso y deslumbrante cadillac negro, todo un clásico, que por supuesto le regalaron. Un coche de gran categoría, y de gran motor y consumo. Lo abandonó, según supe, friamente en medio de una carretera porque según él: le robaba dinero todos los días.
Así era mi sobrino Vincent, de crueles y ocultas intenciones con todo aquello que podía suponer una leve amenaza a su desconocida cartera.   
  

viernes, 14 de septiembre de 2012

"¿FUISTE FELIZ?"

-        “¿Fuiste feliz?”

-      “Un hombre se le acercó, sí, un hombre se le acercó. Bien lo recuerdo. Un hombre se le acercó. Podía ser uno de esos días que tanto corren en septiembre. Podía ser bien temprana la mañana. Bien lo recuerdo. ¿Que por qué lo recuerdo?, lo recuerdo. Un hombre se le acercó." 

Y aquel viejo con el alma ya desgastada pero radiante, quedó pensativo durante cinco minutos con los ojos abiertos en absoluto silencio despues de pronunciar esas intrigantes palabras. Quedó con la mirada perdida, eclipsaba más bien, mientras su amigo de tardes caídas esperaba la ansiada respuesta.
No dijo nada durante esos cinco minutos mudos. Y se relató a sí mismo y en silencio lo siguiente: 
 Bien lo recuerdo. Para todo siempre hay una primera vez, que dicen, y las primeras veces siempre se recuerdan. Mejor diría que las primeras veces siempre se aman, siempre se quedan, nunca se olvidan. Quedan presas para siempre en un ancho rincón de nuestro corazón. Aún me pregunto por qué llevé a mi nieto aquella mañana a pescar a la playa. Fue su primera vez.
¡Qué ilusión tenía! Tendría él unos ocho años... Era como ahora. Era septiembre. Como ahora el sol salía más tarde en las mañanas y el cielo se hacía más ancho y más limpio a mis ojos. A mis ojos, menos azul y algo más melancólico también.¡Qué sé yo!...
Era la hora que la luna se entiende con el mar. Llevaba una vieja y diminuta caña, ridícula. Cuando llegamos a la playa, la marea estaba profundamente vacía. Parecía que la orilla se había marchado con los turistas. Parecía haberse ido con el verano. Vimos las largas y escultóricas sombras de cinco pescadores y sus diez cañas, golpearon nuestras vergüenzas. Lo recuerdo bien. Eran pescadores sacados del cine: media barba desaliñada, viejas gorras corroídas por el yodo, cigarrillos a media asta y de muy pocas palabras.  Buscaban en septiembre la dorada, la ansiada dorada. Lo recuerdo.
Uno de ellos se acercó para decirnos que nuestra diminuta caña no era para pescar en la orilla, no era para lanzar. Tenía razón. Después de un largo rato quise quitar la desbordante ilusión a mi nieto. Era imposible. No se cansaba de lanzar y de recoger algas.
De repente el milagro. Rafalillo empezó a gritar con sus desvergonzados y vibrantes ocho años a los cuatro vientos libres: ¡ha picado, ha picado! Se comía la vida, el pez picó el anzuelo. Un pescador se acercó. Mi nieto se negó a la ayuda. Se comía la vida. Poco a poco y mucho a mucho aquel pez plateado como la luna, suspiró en sus manos. 
Un hombre se le acercó, sí un hombre se le acercó. Bien lo recuerdo. Aquel hombre paseaba sobre una inmensa orilla de horas tempranas. Un hombre se le acercó. Mis tobillos en la orilla se arrugaban viejos. 
Aquel amable señor preguntó conociendo ya la respuesta: "¿has pescado algo?"
Y el vivo reflejo de sus azules ojos como el mar, hablando con aquel desconocido, eclipsó la orilla, eclipsó mi mundo, navegó todos los mares y me eclipsó. Se borró mi vida y mi edad."
Rompió el largo silencio y por fin dijo :
- "¿Si fui feliz?, sí. Rotundamente sí”.




martes, 11 de septiembre de 2012

FLOR DEL DESIERTO

Una calle daba a la otra, y la otra a la otra, así sucesivamente hasta un número de veces infinito dentro de un laberinto interminable de paredes, en una mañana calurosa sin luz de día que penetrara mis pupilas. Mi camello, que era mi carro, iba repleto y cansado en aquel desierto disfrazado de oasis, poblado de enseres engañosos; enseres que al menos nos mantendrían con vida aproximadamente unos diez días según primerizas experiencias. 

A cada instante en aquel desierto disfrazado de oasis, como una gota que cae constante y nada compasiva en la memoria y en la razón, se escuchaba una casi infantil melodía que decía así:

- "Mercadona, pum,... mercadona, pam...mercadona...pum..."

La misión estaba casi realizada, la lista entera tachada, el camello ansiaba animal como yo, la larga partida de vuelta a casa, mi verdadero oasis. Pero algo faltaba en el petate, yo inexperto hombre azul, algo que no me gustaba buscar, algo que no sabía cómo encontrar, algo que en un desierto disfrazado de oasis puede llamarse suavizante Flor (según las indicaciones del mapa jerogrífico que alumbraba mi tarea). 

En un giro temeroso en las paredes tentadoras de los dulces, me encontré con ella, dulce tambien flor. El saludo fue más que deseado obligado, pues no había salida en aquella estación. Más que cordial fue afectuoso, más que intenso inesperado. Dos minutos de excesivo reencuentro de miradas ya perdidas en el tiempo y olvidadas en el espacio, mientras la saliva de ambos malgastaba las palabras que explicaban nuestras vulgares circunstancias. Nos despedimos los dos felizmente.

Pensé: "que de tiempo..." y tambien pensé "que bien...".

- "Mercadona, pum,... mercadona, pam...mercadona...pum...". La cansina melodía infantiloide me devolvió a la misión, de la que no debía descentrarme más: suavizante Flor. El viento no soplaba.

Al instante de dar por finiquitado aquel reencuentro con ella, en la pared perdida de utensilios para el hogar, donde no estaba el suavizante Flor, apareció ella de nuevo como esa flor perdida. Ahora la conversación se limitó a una sonrisa por su parte mientras yo estupidamente le dije: "al lío..."

Pensé: "que imbécil...al lío" y tambien pensé: "que mal".

El tercer reencuentro fue en la pared de refrigerados. Fue la perdición de mi paciencia y de mi sensibilidad, fue el culmen de la incomodidad donde manda el no saber que hacer, que decir, ni hacia donde mirar. No habíamos venido hasta allí a reencontrarnos, pero aquel laberinto así parecía querelo. Entendí que debía seguir sonriendole en aquella desembocadura nuestra; ella más fría en apariencia, no lo entendió de la misma forma y prosiguió con su misión severa. Miró mi camello, sin mirar a mis ojos, y miró la pared. 

Pensé: "me largo..." y tambien pensé: "le den por culo al suavizante Flor".

Pude escapar de aquella encruzijada sin salida, de aquel desierto vestido de oasis, de aquellas infatigables galerías y una vez desatado de aquella ligadura de misión, durante los diez días siguientes supe que algo cambió en mi persona. Cuando tres días despues me puse una camisa limpia, mi rostro no tuvo más remedio que protestarse a sí mismo.

Pensé: "¡mamá rasca...!" y tambien pensé: "flor del desierto..."