jueves, 29 de marzo de 2012

LA BOLSITA


Los viernes toca cenar fuera, ¡ea!, cosas de la sociedad  avanzada. Pues “enga a cenar fuera joela noche es joven”, me autoconvencí. Yo, que nunca o casi nunca voy a ninguna parte, tengo la horrible costumbre, será por la misma falta de costumbre de salir a cenar fuera, de husmear sabueso en todas las conversaciones que se derraman en los manteles del restaurante y que alcanzan a mi oído. Pereciera que me importaran, pero no, ni lo más mínimo. Solo es un estúpido entretenimiento. A veces, solo a veces -he de reconocer-, incluso atiendo  la conversación de mi mantel.  Quizás exagere.
Este viernes,  antes de que trajeran el rosado, mi mirada tropezó con la mirada viva de una adolescente que parecía estar cenando obligada con sus padres. Fue un minúsculo segundo, y seguidamente tracé una diagonal en busca del joven camarero que debía traer el joven rosado. Mi oído no trazó ninguna diagonal, quiso quedarse con la jovencita y sus padres, a los que atribuí ciegamente buen aspecto físico por la voz. Nada de especial tenía la conversación. Era la típica bronca de padre haciendo de padre guasa “¡tú no sales hoy!, que el sábado pasado te colaste a las 3:00,…oño…”; e hija haciendo de hija noña “¡mamá tu me dijiste que si venía a cenar me dejabas salir!”; y la tambien joven madre haciendo de madre de toda la vida “cómete eso, Virginia, anda…”. El padre, que ya no solo lucía ciegamente buen aspecto sino al que dibujé barbita neopureta, estalló irritado: “¡que coño pasa aquí joe!” (“oh oh, esto se pone serio”, me dije), y siguió negro como un miura: “qué… ¿¡ya nos hemos olvidado de la bolsita de la habitación!?”. Imaginé que mató furioso con la mirada a su mujer por  aquella frase compasiva de madre de siempre, y adiviné que no solo había matado a su mujer con la mirada, sino degollado las ilusas esperanzas de salir de la adolescente. El silencio se hizo en aquella mesa, pero “¿qué contenía la bolsita joe?”. Mi conclusión fue nítida.

“No mires Carmelo”, me dice mi mujer cual sigilosa gata. En ese mismo momento y sin tiempo de mirar, una voz, tan familiarmente conocida como insoportable, asaltó nuestra mesa. Como un torbellino escandaloso, “el ciclón Dolores”, una vieja amiga de mi madre, se adueñó a gritos de nuestra cena, y casi de todo el restaurante. “¡Carmelito que pasa hijo!, mira que estaba yo mirándote… y no sabía si eras tú o no hijo, ¡fíjate!, ¿estas más gordito, no hijo?, ¡pero estás mu bien!, dí que sí… Se lo estaba disiendo a mi marío: ese es Carmelo, ese es Carmelo, ese es Carmelo… Y ¿tu mare?, está mañana estuve con ella, que estaba ella desayunando y me la encontré y echamos un ratito mu güeno…bla, bla, bla”. Está fue la introducción de una larga retahíla de frases concatenadas y desconexas, absolutamente banales, que por el reloj desesperado del móvil duró algo más de catorce minutos. Con el ciclón “Dolores” en pleno apogeo monólogo, me dió tiempo de cenar gustosamente en soledad, de tomarme la botella del joven rosado a medias, adaptándome como un animal a las circunstancias del medio.  Disfruté de la noche, que precisamente no era joven y mi mujer tomó las riendas del indomable ciclón “Dolores”.  Dolores empezó a concluir por  el motivo por el que precisamente había venido a saludarnos. “Po mira Carmelito, que se lo dije esta mañana a tu mare…, que no te he dao yo mi regalito de boda!?, mira que papo el mío…Carmelo”.
Terminaba yo sordo mudo en aquel momento el postre, intercalando arbitrariamente las miradas entre Dolores, la tarta de queso y mi mujer, con media sonrisa y un poco dolor de coco, cuando empecé a notar el suave alivio del fin del monólogo, del fin del ciclón (“después de la tempetad viene la calma”, me dije). “Ea po adió Carmelo,…dale un besito a tus padres; y mira… ¡que no se te olvide!,… que allí tengo en mi casa tu regalito de boda…y bajando la voz de 100 a 1 me susurró: “Guardao en una bolsita lo tengo Carmelo…”; y volvió a gritar huracanada…adíó hijo!!!, adiooó!!!.
“¿Qué ha dicho Carmelo?”, me dice mi mujer, “¿guardado en una bolsita?, ¿qué tendrá la bolsita Carmelo?”     

martes, 27 de marzo de 2012

"PASIÓN CON ALEGRÍA"


Todas las mañanas, toditas todas, se encontraba con la misma gente de camino al trabajo. Por cercanía iba caminando cada día a la oficina, cuestión que no valoraba lo más mínimo, inconsciente. Todos los laborales, toditos todos, se convertían durante diez minutos de paseo en el famoso “día de la marmota”, solo eso, diez minutos de paseo. Y cuatro personas sincronizadas casi al segundo  cruzaban sus vidas, sus caminos, en los mismos puntos casi exactos de la calle.
Nada más salir del oscuro portal del bloque tropezaba con Manolo “quillo qué”. Manolo era un quiosquero de barrio mugriento con su puestecito verde clavado justo frente a su portal. Lo de “quillo qué” es fácil de imaginar, estas eran las tres sílabas que sostenían con firmeza su diaria amistad. Una amistad ligera como un instante, pero apuesto, que podían defender ambos esta amistad ante el resto de la humanidad con eso de: “este es más amigo mío que un borrico…”.
Tras tomar cierto aire con los primeros pasos mañaneros, y comprobar que el mundo había girado esa noche igual que siempre, en la primera esquina de la calle aparecía fulminante su segundo personaje puntualmente, 8.10 a.m.  Era un anciano alto, con aires de otra época, siempre con una gabardina negra, un periódico en la izquierda y en la derecha un paraguas también negro. Daba igual que hiciese el día más reluciente del siglo, el paraguas y la gabardina no faltaban a la cita matutina. No parecía aficionado a seguir el parte meteorológico como la mayoría de viejetes, porque  “Jack” (como amigablemente lo bautizó)  no era para nada como la mayoría. Era “Jack” un “peaso tío”, de esos que miras y dices “joeyo de mayor quiero ser así”. Un tipo con mucha clase, podía ser en París un profesor de música para piano, en Londres historiador o bibliotecario y en Nueva York un alto magnate. ¿Y aquí?…,¿qué hacía “Jack” aquí?.
El tercer personaje sincronizado, no es un personaje en sí, era un coche. Un coche gris que al cruzar el segundo paso de peatones camino “Pasión Con Alegría”, siempre estaba a la espera del interminable rojo del semáforo que lo hacía detenerse desesperado cada día en ese mismo punto de la ciudad. De 8.15 a 8.17. Bautizado en primeras nupcias como “marengo” por eso del gris, derivó como derivan los motes con los días en un inexplicable e irracional “Diango” (como el inolvidable olvidado cantante de voz mafiosa cosa nostra). Finalmente pasó a ser “Diango cabrón…”, por aquello que siempre tocaba el pito justo antes de ponerse en verde el semáforo.
Pero el encuentro, el valioso, el que hacía que entrara por la oficina dando los buenos días como si todos los días fueran viernes, era el encuentro con ella. Era un segundo eterno del minuto 20 de las 8 de la mañana de cada día laboral. Era esa encrucijada la que le hacía ser tan puntual con el resto de personajes citados, con él mismo y con su propio trabajo. Ella era “ella”, sin apodo. Solo quiso titular su encuentro diario con “ella” como  “esquina Pasión con Alegría”, no porque así se llamasen las calles que formaban aquel ángulo recto, aquel coqueto rincón, sino por las sensaciones que esa droga esquina le proporcionaba cada mañana.
Así pasó un otoño cualquiera y medio invierno, “todos los días como el de ayer”, que diría “el Peña”. Hasta que una infeliz mañana la “esquina Pasión con Alegría” estaba desierta a las 8.20, sin ella. Y así pasaron los siguientes 2 meses, con “Manolo quillo qué”, el gran “Jack” y “Diango cabrón…”, pero sin ella. Hasta que un día cualquiera aceptó que “no hay pasión con alegría”, hasta hoy.

viernes, 23 de marzo de 2012

UN AIRE ROCK

Cansada Laurita a sus 37 tacos de estar cansada de su mediocridad,   una luminosa mañana de sábado, sin dudarlo un instante, decidió pegar un “peaso de cambio de look”.  Buscaba, imagino, despacharse de una vida monótona, tibia y desangelada, cuya  única pasión era la de imaginarse  viviendo una  vida que no era la suya. Llevaba demasiado tiempo recreándose con escaparates  de ciertas tiendas de moda prohibitivas para ella hasta ese momento, demasiado tiempo tragándose los programas esos de  mamones por el mundo”, que ella misma llamaba y que tanta envidia insana le producían, y demasiado tiempo de melena morena que ya a nadie llamaba la atención.
“¿Que te hago?”, le preguntó la joven y entusiasta peluquera que acababa de terminar su módulo de F.P. de peluquería.” Lo que tu veas, quiero cambiar de imagen…”, respondió seria y decidida mirándose al espejo, como despidiéndose de ella misma. “¿Lo que yo vea?, po venga…”, respondió la peluquera pearcing en ceja y muy predispuesta, vamos mu echá palante. Como era de suponer la cosa se desmelenó, las dos se desmelenaron quiero decir.  La peluquera podó aquel antiguo peinado casi de una vez a tijeretazo limpio, componiendo la música principal del local con traqueteo de tijera, con ímpetu y una seguridad envidiable,  en busca según ella del estilo “ejecutiva de la city con un aire rock”.  El resultado fue espléndido, “me encanta, me has quitado unos años de encima, Vane” fueron las palabras de Laurita, tras conocerse de nuevo en aquel espejo que todo lo contemplaba.
Hecho añicos todos los tabúes que la bañaban desde hacía años, y ya con su pelo corto “ejecutiva de la city con un aire rock”, asaltó la tienda de moda prohibitiva hasta esa mañana. Estampados étnicos, moda naturalista-safari, ropa informal de inspiración tibetana toma ya, años 50 trascendido al XXI, y toda una serie de “mezclas con arte”, poseyeron a Laurita, de 37 tacos que querían ser 37 tacos modernos de ahora y bien llevados.
Esa noche quedó animada con los amigos, que más que amigos eran compañeros de trabajo, pelmazos con los que de vez en cuando salía de safari, por no hacerles el feo siempre. Estrenaba pantalón, camisa y zapatos, y por su puesto su pelo corto de “ejecutiva de la city con un aire rock”. Toda su vestimenta menos el pañuelo, que pese a no ser chic combinada bien, eran de estreno. Una nueva mujer estaba dispuesta a comerse el mundo, Laura (que ya no Laurita), y una vida vibrante le esperaba mientras ella esperaba confiada a sus amigos en la puerta del bar donde habían quedado.
El primero en llegar fue Antonio, y a Laura le sorprendió no verlo llegar con su mujer. “Dos besos Antonio, ¿qué pasa? ¿Y tu mujer, no viene?”, dijo Laura con falsa naturalidad, como si tal cosa, y en realidad esperando el comentario jocoso de Antonio, su compañero de trabajo, que se antojaba irremediable. Antes de los dos besos Antonio empieza a vociferar, casi a carcajadas: “¡¡No me jodas Laurita, no me jodas!!...,¡¡vaya tela, vaya tela!!...me cachi en la má salá, ¿cómo sois las mujeres?…anda que…ahí viene mi mujer…anda ahí viene…”. Y Laurita volvió a ser la de 37 tacos pesados y mediocres cuando de lejos vió a la mujer de Antonio que llegaba, y  que lucía un pelo corto recién estrenado que si no era “el de ejecutiva de la city con aires de rock” era  “el de ejecutiva de la city con aires de pop tirando a rock, o rock venío a menos”. 

martes, 20 de marzo de 2012

LA CERVECITA

LA CERVECITA


 “Vaya tela”, me dije, ¡una citación del juzgado!...”ya me cogieron los malos”,  me dije un segundo después del “vaya tela”, pero no. Jueves  10 a las 10 de la mañana, en calidad de testigo se me cita,” joder”, y soy testigo de una tal Luisa Fernández, y está citado su padre, su hermano y su otra hermana que se llama Joaquina, según leo. Pienso, reseteo y me exprimo hasta disolverme  por saber quién puñeta es Luisa Fernández, su padre, su hermano y su otra hermana, que se llama Joaquina; concluyo con rotundidad después de mi leve e intenso reseteo: “ni puta idea”, serán “los Fernández de toda la vida”.
Y allí me planté yo, el jueves 10 a las 10, después de una mala noche entre los ruidos de mi subconsciencia, mi conciencia, la radio  y los Fernández de toda la vida, que seguía sin deducir quiénes eran.   Y allí estaban ellos en la puerta del juzgado nº 1, los Fernández que desconocía, todo un clan,  que parecían ir de boda según sus atuendos, pero que se mostraban algo nerviosos, como yo lo estaba. Todos mu requetebien peinaos, eso sí,  y oliendo a mares  revueltos de colonias, lacas, aguas de colonias, perfumes, desodorantes, y no sé que más aguas de dichosos mares, que según se movía uno, le penetraban implacablemente.
El caso es, el que me trajo allí a mí, junto a otras doce personas más, que yo, que repartía panfletos publicitarios por los buzones de los  pisos de los bloques de los barrios que me ordenaba la empresa donde trabajaba, yo, creo o quiero recordarlo, hace tres años le di mi número de DNI, tras ella requerírmelo ferozmente,  a una presidenta de una comunidad, Luisa Fernández, sin más. El tema era que la familia Fernández, Luisa concretamente, había demandado a sus vecinos del piso de arriba, la familia Granado, vamos a su hija mayor,  María, que no parecía la virgen precisamente y tampoco hacía honor a su apellido. Fue por tirarles un cubo de agua por el balcón en la cabeza, que según Luisa “nos puso a todos pipandito… mire usted”, y…que… “¡algo de lejía llevaba!”,-añadió improvisando- y por insultos “muy fuertes”, que habían afectado psícologimanete a toda la familia según palabras de su abogado. Insultos del tipo “de hijo puta pa rriba, su majestad…”, según palabras exactas del perfumado hermano de Luisa. El más clarividente y racional de los Granados, un hombre ya mayor que supongo sería el abuelo, en un arrebato de sinceridad y desatendiendo a su   abogado, por la cara que este puso, reconoció y testificó (honrando aquella frase que tenía tatuada a fuego en su  limpia conciencia de “con la verdá se va a tos laos”), que María, su nieta supongo, le tiró el cubo de agua: “sí señor, se lo tiró encima, pero solo a Luisa… a nadie más”, y argumentó el hecho, “es que esta mujer no quiere limpiar la entradita del bloque los lunes, que es cuando a ella le pertenece, señoría”.
Mi testimonio sirvió de poco, recordé que ese día hubo un alboroto algo mayor que el de todos los días en aquel portal de barrio, pero poco más. No sé ni cómo terminó el profundo asunto, pero recuerdo que salí del Palacio de Justicia con un sol radiante justo encima de mi coronilla, y recuerdo que me sentí en medio de una grata libertad y armonía, como la de un pájaro que revolotea entre ramas. Decidí tomarme una cervecita en el bar de la esquina, una cerveza bien fría que me devolviera a mi cotidianidad; y bien que la disfruté, eso sí lo recuerdo ahora perfectamente; estaba yo justito enfrente del medallón que representa las balanzas de la justicia.