Todas las mañanas, toditas todas, se
encontraba con la misma gente de camino al trabajo. Por cercanía iba caminando
cada día a la oficina, cuestión que no valoraba lo más mínimo, inconsciente.
Todos los laborales, toditos todos, se convertían durante diez minutos de paseo
en el famoso “día de la marmota”, solo eso, diez minutos de paseo. Y cuatro
personas sincronizadas casi al segundo
cruzaban sus vidas, sus caminos, en los mismos puntos casi exactos de la
calle.
Nada más salir del oscuro portal del bloque
tropezaba con Manolo “quillo qué”. Manolo era un quiosquero de barrio mugriento
con su puestecito verde clavado justo frente a su portal. Lo de “quillo qué” es
fácil de imaginar, estas eran las tres sílabas que sostenían con firmeza su
diaria amistad. Una amistad ligera como un instante, pero apuesto, que podían
defender ambos esta amistad ante el resto de la humanidad con eso de: “este es más amigo mío que un borrico…”.
Tras tomar cierto aire con los primeros pasos
mañaneros, y comprobar que el mundo había girado esa noche igual que siempre,
en la primera esquina de la calle aparecía fulminante su segundo personaje
puntualmente, 8.10 a .m. Era un anciano alto, con aires de otra época,
siempre con una gabardina negra, un periódico en la izquierda y en la derecha un paraguas también negro. Daba igual que hiciese el día más reluciente del
siglo, el paraguas y la gabardina no faltaban a la cita matutina. No parecía
aficionado a seguir el parte meteorológico como la mayoría de viejetes,
porque “Jack” (como amigablemente lo
bautizó) no era para nada como la
mayoría. Era “Jack” un “peaso tío”, de
esos que miras y dices “joe…yo de mayor quiero ser así”. Un tipo con
mucha clase, podía ser en París un profesor de música para piano, en Londres
historiador o bibliotecario y en Nueva York un alto magnate. ¿Y aquí?…,¿qué
hacía “Jack” aquí?.
El tercer personaje sincronizado, no es un
personaje en sí, era un coche. Un coche gris que al cruzar el segundo paso de
peatones camino “Pasión Con Alegría”, siempre estaba a la espera del
interminable rojo del semáforo que lo hacía detenerse desesperado cada día en
ese mismo punto de la ciudad. De 8.15
a 8.17. Bautizado en primeras nupcias como “marengo” por eso del gris, derivó como
derivan los motes con los días en un inexplicable e irracional “Diango” (como el inolvidable olvidado
cantante de voz mafiosa cosa nostra).
Finalmente pasó a ser “Diango cabrón…”,
por aquello que siempre tocaba el pito justo antes de ponerse en verde el
semáforo.
Pero el encuentro, el valioso, el que hacía
que entrara por la oficina dando los buenos días como si todos los días fueran
viernes, era el encuentro con ella. Era un segundo eterno del minuto 20 de las
8 de la mañana de cada día laboral. Era esa encrucijada la que le hacía ser tan
puntual con el resto de personajes citados, con él mismo y con su propio
trabajo. Ella era “ella”, sin apodo. Solo quiso titular su encuentro diario con
“ella” como “esquina Pasión con
Alegría”, no porque así se llamasen las calles que formaban aquel ángulo recto,
aquel coqueto rincón, sino por las sensaciones que esa droga esquina le
proporcionaba cada mañana.
Así pasó un otoño cualquiera y medio
invierno, “todos los días como el de
ayer”, que diría “el Peña”. Hasta que una infeliz mañana la “esquina Pasión
con Alegría” estaba desierta a las 8.20, sin ella. Y así pasaron los siguientes
2 meses, con “Manolo quillo qué”, el gran “Jack” y “Diango cabrón…”, pero sin
ella. Hasta que un día cualquiera aceptó que “no hay pasión con alegría”, hasta hoy.
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