martes, 24 de abril de 2012

ILUSIONES

Le brindó a ella el toro. No lo esperaba. Solo a ella, a nadie más. Y ella agarró con fuerza la montera, la apretó en su pecho y suspiró. Definitivamente estaba enamorada de él, para qué negarlo, y era torero.  El tendido nueve, donde ella estaba, también suspiró con el brindis del matador. La hermosura reinaba en su rostro, preciosa y joven mujer morena. Sobrepasaba la tarde. Albero que emergía de entre la urbe, galopaba el toro y el torero azul celeste y oro.
Con la montera clavada en su corazón, recordó sus últimas tres semanas. Solo hacía eso, tres semanas desde que conocía a Rafael, pero algo dentro le decía que era él. Mientras el diestro bregaba con el astado, ella recordaba, con media sonrisa dibujada, cada una de las palabras que habían cruzado. Tres semanas. También las miradas sinceras y penetrantes como espadas. Tres semanas. Habían bastado tres semanas para que su corazón aniquilara de raíz los torpes consejos de los demás. Estaba enamorada, para qué negarlo, y era torero.
Cuando el espada se enfrentó a la suerte suprema, la muerte, ella cerró los ojos. Todas las ilusiones puestas. Pinchó, fue una pena. Pero antes de que con garbo torero Rafael fuese al nueve a por su montera, ella convencida, preciosa y joven mujer morena, escribió  a bolígrafo dentro de la montera: “te quiero”. Le lanzó desde arriba la montera mensajera, pero Rafael aún sofocado sin trofeo, solo le dijo: “otra vez será”, y sin prestar atención a sus ojos iluminados, y sin leer el mensaje enamorado, se colocó la montera hasta las cejas. “Otra vez será”.
Turno del segundo toro para Rafael, quinto de la tarde. “Ilusiones” de nombre. Rafael se dirige al tres montera en mano, y de nuevo con su garbo torero brinda el toro esta vez a otra desconocida y preciosa y joven mujer morena, que abraza con ilusión apasionada la montera, tras leer el mensaje enamorado.
Ella desde el nueve, como en la suerte suprema, cerró los ojos.  

      

viernes, 20 de abril de 2012

SIN HORA FELIZ

Me vino al recuerdo Joze Mari. Joze Mari tomaba café en el bar debajo de casa, un bar de jubilados, justo lo que él era. El primero lo tomaba a las 7.30, otro sobre las 10.00 y a las 13.15 el tercero de media jornada. Por la tarde a las 16.00 un manchadito descafeinado y el último sobre las 18.45. Todos siempre con sacarina. Le comían los nervios y el ansia. Cinco cafés al día, aunque alguna interminable mañana cambiaba el de las 13.15 por una cañita pelona. A Joze Mari, que le habían cortado el pienso desde que le subió el azúcar, el café que más le ponía de los nervios, era el de media mañana, el de las 10.00. Esa hora era antes, cuando curraba en la obra, su hora feliz. “Magreta-huevo, lomito con quezo, lomito con quezo y huevo, chorizo curaito y siempre quezo, filetito empanao con tomate frito, el tortillón cinco pizo zin acenzó y er campero…joe…, calamares en zu tinta (dos latas), atuncito con tomate (también dos latas), filetitos en zarza y hasta uno de zan jacobo…me cago en la má…”. Estos eran los pensamientos de Joze Mari justo a las 10.00 de cada mañana. Los compañeros de barra que cada día le amparaban solo escuchaban lógicamente lo único que pronunciaba, que exactamente era: “…joe…” y “...me cago en la má…”. Aquellos camaradas de café lo consolaban como cariñosamente se consuela a cualquiera en bares de barriada-polígono de elevada edad media: “joe Joze Mari!!!... vete par carajho cojhones…, tor día suspirando…”. Tenía magia esa frase, hasta que no la escuchaba, no tomaba un poco de aire su desánimo.
Su hora feliz era la del desayuno, claro está. Y aunque hablamos de hora feliz, Joze Mari me contaba que se trataban de 15 minutos (largos eso sí), llegando siempre justito al último buchito de cerveza, que no era el último buchito del día, claro está también. Él, casi todos los días, cargaba con un peazo chusco de pan envuelto en papel albal, y como su pensamiento refleja, la variedad de su interior era extensa, casi tanto como el propio peazo chusco pan, que ya es decir.
Su desayuno preferido, me confesó, era el bacaillo tortilla zinco pizo zin acenzó, ese era de papa-papa, de tortilla española sin más. Lo de cinco pisos sin ascensor me aclaró que era porque “hacía falta dos bocas pa meterle mano…”.  La cervecita bien fría (siempre litro) ayudaba a digerir y dirigir a Joze Mari toda la jornada, que era siempre dura. Su segundo preciado y brutal manjar era su “bocaillo de calamares en su tinta (dos latas)”, que como todos los demás bocadillos le preparaba su mujer Antonia cada mañana. Joze Mari siempre preguntaba antes de salir de casa: “¿la echao dos latas Antonia?, …que miau trae mu poco…”, y su mujer, que sufría su buen apetito como nadie, le decía con inmensa humildad “zi Joze Mari, ziiii…”.
Buen tipo Joze Mari, pesadísimo en todos los sentidos, pero buen tipo. Solo me hablaba de los homenajes de desayuno que se pegaba cuando curraba. Empezó a contarme lo de sus desayunos  cuando una mañana a las 10.00 lo escuché decir su clásica frase “…joe…me cago en la má…”, y le pregunté ingenuamente “¿qué le pasa a usted hombre?”. Solo esa pregunta y empezó a detallarme “los pajo bocaillo” que se endiñaba, que quiero dejar claro, se trataban de media barra.
Concluí, después de varias charlas con él, que ese hombre echaba de menos aquellos espléndidos romanos bocadillos de currante como a nada en el mundo. Más que el trabajo en sí, más que la perdida juventud, más que a nadie. Me equivoqué. En su velatorio, pobre Joze Mari, un vecino charlaba distendido contando que lo conoció tomando café en el bar de abajo de casa un día a las 13.15, tras escucharlo decir “la mare que parió un negro…” y que siempre le charlaba de ensaladillas, de papas ali-oli, de zangre en tomate, de boquerones en vinagre, de carne al toro, en zarza…y un largo etc. y que le contaba que llevaba al curre una mayúscula friambrera que le preparaba Antonia para esa hora, en la que ya solo tomaba café con sacarina.
Los médicos dijeron que murió de un repentino e inexplicable ataque al corazón. Solo yo y Antonia sabemos que se lo llevó el maldito veneno del “… yo me comería ahora…”, su droga. Tomaba cinco cafés al día.    

martes, 17 de abril de 2012

CAMARONES VIVOS


Terminó de tomarse su tinto de verano en el chiringuito. La tarde caía en plena bajamar en aquel enclave inmortal de Sancti Petri. Hacía calor de verano, y sus cuatro días de vacaciones habían resultado más que placenteros intensos en su nueva soledad. Matilde disfrutaba de sus  últimas horas de meditación bajo el sol sureño de julio, antes de coger su avión de vuelta. Eran las primeras vacaciones que pasaba lejos de su nieto Carlitos, que ya era casi Don Carlos. Preguntó al camarero cómo se llamaba aquella playa para ella desconocida,  aquella lengua serena del océano que intuía musa para los artistas.“Lavaculo, zeñora”, dijo el camarero desvaneciendo un poco su ensueño. “Voy a dar un paseo, gracias.”

Su nieto Carlitos, con 25 años de primera comunión cumplidos, había sido para ella su alegría, su casi unica razón y su esperanza, su ilusión desde que nació aquel bendito mes de abril. Era su reflejo y su misión. Era Carlitos la luz que le cargaba de energía. Era el motivo de sus días.
Empezó Matilde su paseo por la orilla calma de aquella playa desconocida, de la cual no quería pensar que se llamara como el camarero insinuó. Recordaba a Carlitos en vacaciones entre velas, arena, sal, sol y gente. Era al atardecer. A lo lejos divisó, como si de una fotografía se tratara, unas rocas y una escena que terminó por conmoverla profundamente y que le infundía aquellas tardes con Carlitos.
Una señora algo mayor que ella jugaba con su nieto en primer plano. Al fondo un viejo castillo, más al fondo aun un cielo infinito que luchaba por no apagarse. Carlitos en el recuerdo, tantas tardes con él. “Todavía es un niño, no sabe de la vida…”, se dijo para sus adentros mientras contemplaba a lo lejos aquella señora con su retoño.
Al llegar justo donde estaban abuela y nieto, extendió su toalla estampada de temporada y los observó:

-    “amo a cogé camarones Charo…”. Le dijo aquel niño de 7 años  a su abuela. A Matilde le extraño que llamara a aquella señora por su nombre de pila, y no “abuela”, o “tata”, o de usted.

El niño, con gafitas, tenía un considerable sobrepeso. Lucía espléndido por encima de su mínimo bañador tipo slip, una morena barriga multimichelín flotante. Se desenvolvía como un adulto sin complejos entre las rocas. La abuela del pequeño, torpemente agachada, empezó a coger uno a uno camarones con las manos. Con las manos, uno a uno, lentamente, camarones. Imaginense. El pequeño hombrecillo llevaba un zalabar en sus manos, y empezó a pescar camarones con total soltura como si la vida le fuera en ello. Cuando aquel hombrecillo en miniatura, observó como su abuela estaba cogiendo camarones uno a uno, experto él, con las manos, levantó levemente su picardeada mirada hacia la abuela desde muy abajo, donde estaba, y le soltó instructor el siguiente imperativo:
-       ¡¡¡cógelo con la red chocho…!!!

Matilde tras escuchar aquella orden pesquera, entendió de golpe que su Carlitos, ya era Carlos.   


 
   
   

viernes, 13 de abril de 2012

ADMIRABLE CATARATA


Sabía que le observaban y a ella le agradaba. Todas las tardes de aquel mes de abril abría el ventanal de su cuarto de baño antes de su merecida ducha y dejaba  volar sus redondas formas al desnudo como ofrenda a no se sabe quién. No sabía si su ofrenda era un regalo a los dioses que la contemplaban como a Afrodita, o aquel acto era  un obsequio de poco valor a un casi siempre bellísimo y moribundo atardecer. Lo que sí sabía es que tenía un tercer espectador perenne justo enfrente del ventanal, sentado en un banco de la  tranquila plaza donde desembocaba su cuerpo.
Siempre era el mismo ritual. A las 19.30 de la tarde ella aparecía en escena, abría el ventanal como si de una pantalla de cine se tratara, y dejaba pasar cinco minutos que debían ser eternos para aquel pequeño hombre que la observaba inmóvil. Entonces su figura exuberante de mujer lucía desnudo entre el hormigón como una inmensa y admirable catarata.
No sabía si aquel acto suyo diario era un acto obsceno o simplemente bello. Al principio no fue consciente de la presencia de aquel pequeño hombre en la plaza, su ya eterno admirador. Cuando lo adivinó un día, le fue placentero seguir con la misma ceremonia. Ahora cada tarde, justo después de abrir de par en par su ventana, se cercioraba de que allí estuviese aquel hombre lejano e impaciente que tan aficionado se había hecho a su función diaria. “No falla”, se decía ella. Allí estaba él, siempre con el atardecer y los dioses, y allí su ofrenda, su cuerpo y el agua que la recorrían, admirable catarata.
Pero su conciencia empezó a taladrar poco a poco aquel  maravilloso y limpio acto (nunca mejor dicho). Se preguntaba si estaba provocando a un quizás loco pervertido, o si por el contrario se trataba de un pintor o un poeta, que gracias a su cuerpo cada día lanzaba odas al viento enamorado.
No solía pasar por aquella plazoleta. Pero se decidió. Aquella tarde abrió el ventanal, se aseguró como siempre que el lejano y pequeño hombre allí estuviera, y allí estaba. Dejó el ventanal abierto los cinco minutos de rigor, en espera. Pero esta vez como una diosa que era, decidió bajar a la plazoleta y presentarse a su fiel espectador. “Quizás es el comienzo de una linda y larga historia”, se dijo.
Cuando llegó a los mismos pies de aquel pequeño hombre, en la pequeña plazoleta, se postró ante él y leyó: “Blas Infante.1885-1936 / Padre de la Patria Andaluza”. Era obvio, sin gafas no veía un pimiento, tenía que ir al oculista, su miopía y astigmatismo eran crecientes, quizás principio de cataratas.
Se sentó junto él, inmóvil de bronce, y observó durante un rato su ventanal abierto de par en par vacío.    

martes, 10 de abril de 2012

EL SABIO DUFF

Duff, así me llamo, from  Dundalk, Irlanda. Llevo 5 años por estos lares del sur de Andalucía, hasta que por fin me detuve en este pueblo cualquiera. Huí de mi tierra, escape de mi rutina, salté la muralla del miedo, y huí. Como un preso huí. Los motivos no vienen  al caso.
Dejo esta carta, que espero alguien traduzca algún día. Por aquí me llaman “el barba”, no hice amigos, no los necesito. Me inquieta que estos sureños de España crean que soy un sabio. No hice nada para que así lo creyeran, pero lo creen. Será mi aspecto, será mi barba, mi lenguaje o más bien mis silencios que no conciben. 
Durante el primer año aquí, solo aprendí ciertas palabras sueltas propias del viejo bar que frecuento a diario: “ponte un vazo”, “manda cojohne”, o “levantito tenemo”,  y sonidos de transcripción incierta como “te ki i pu i…”, o algo así. No me he relacionado con estos seres de lenguaje imposible. Desde el primer día me han observado con cierta incredulidad, con pasmo, con inconcebible admiración diría yo, y casi siempre con respeto. No sé por qué, la verdad. Al principio pasaba callado toda la mañana en la mesa de la ventana del bar, y me miraban, me contemplaban. Con el tiempo me di cuenta que esa era mi mesa. No dejaban que nadie se sentara en  mi mesa: “eza e la mesa der barba, ¡levántate anda!”, le decían a cualquiera que se atrevía a sentarse junto a la ventana.  Pero todo se magnificó cuando me dio por leer en voz alta desde aquella ventana los letreros publicitarios de camiones y furgonetas que pasaban justo frente del bar. Yo simplemente entre mis largos silencios recitaba aquella publicidad barata y ellos enmudecían sus charlas de barra de bar al unísono, cuando de mi boca salía: “¿lo quieres?, lo tienes”- que por ejemplo ponía en un camión que anunciaba cocinas. Recuerdo  otro  que rezaba “¡fresco allá donde vayas!”-  en una furgoneta que repartía vinos - o “sueños hechos a mano” que era el eslogan que leí en la furgoneta del panadero. Siempre le encontraban un sentido trascendental a mis palabras. Recitaba dos o tres eslogan al día, y ellos quedaban paralizados aparcando sus broncas de siempre. Quedaban de piedra, mudos mirándome estupefactos: “joe con el barba, no tiene que zé nadie el barba…”, “dicen que e una eminencia en zu tierra…”, “no es listo er barba…”. Al final dijo uno: “ar barba hay que escucharlo, no ze aprende ná con el barba…”
Aquello fue poco a poco a más, hasta el punto de que cuando entraba alguno de los clientes habituales del bar, enseguida preguntaba a los demás mirándome: “¿ha dicho argo el barba hoy?”. Al final me dio por recitar palabras sueltas que conocía, que carecieran de significado filosofal alguno, para que abandonaran esa absurda idea que tenían de mí, pero ellos siempre le encontraban un sentido trascendental a mis sílabas mal pronunciadas. Yo decía “sangre”, y todos interpretaban que algo malo iba a pasar, y algo siempre pasaba. Dije un día “¡cinco!”, y saltó uno de ellos como un resorte e interpretó “er barba dice que hoy zale el cinco en los ziegos…”. Mala suerte la mía, el cinco salió.
Tras toda una serie de coincidencias forzosas, decidí no hablar más. Ahora piensan que soy más sabio porque no hablo, pero no dejan de mirarme, de esperar que hable algún día y de cuidarme. No me falta pan, no me falta vino, me encuentro bien de salud. Por eso no me muevo de aquí. No he hablado en los últimos 3 años por las razones que expuse, aunque creo que ya me defiendo algo en castellano. Me llamo Duff, antes era escayolista.
Espero esto lo traduzca alguien algún día.

viernes, 6 de abril de 2012

AQUELLOS OJOS VERDES

Manué, con quince añitos recién cumplidos, se sentía todo un caballero, un  galán de cine, un cortés y noble varón. Y lo era. Era un chaval propio de otra época por su forma de actuar, su estilo y hasta por su tono al hablar. Manué se negaba  con rotundidad que le llamaran Manolo o Manolito y era toda una ofensa llamarlo Lolo, así que no dejaré de llamarlo como a él le gustaba corregirme “Manué, como zuena “. A mí me encantaba llamarlo Lord Manué, pero vamos a dejarlo ahí. Era de toque tradicioná, y ya con quince añitos tenía su novia formá  desde hacía un par de años. Maricarmen se llamaba ella,María der Carmen” para Manué. Presumía el galán Manué de novia, y siempre me recordaba con frenesí que cuando la vió por primera vez  se quedó “prendao de sus ojos verdes… hasta la muerte…”. Toma ya. “Tú no sabes lo que es eso…”, me decía.
Manué se sabía celoso, y los Viernes Santo de los dos últimos años, lo había pasado mu malamente toda la tarde noche solo, “sin sabé de mi María der Carmen”, que salía de penitente siempre con la Virgen de la Soledad.
Manué aquel año, no sé si por celos, por aburrimiento o por soledad, decidió ir a ver a su novia que como he dicho salía de penitente, pero “solo a la recogida...y me vuelvo pa mi casa rápido, te dejo con tu penitencia y con Nuestra Señora Virgen Santísima de la Soledad” sentenció Lord Manué (perdón “Manué” como zuena). Maricarmen, campechana ella, loca de contenta le preguntó nerviosa:
-“¿Con tanto penitente cómo me va conocé, Manué?”, a lo que él le contestó tan pinturero y romántico como siempre:
-“Con esos ojos verdes tuyos…  ¿cómo no te voy a conocer, María del Carmen de mi arma?”.
Allí que se plantó Manué, hecho una flor, a las 1.45 de la madrugada del Viernes Santo. Se colocó estratégicamente un poco antes de la puerta de la Iglesia, cuando empezó en primera fila a examinar con vehemencia  los ojos de cada penitente, en busca de aquellos ojos verdes y  amados que lo dejaron “prendao hasta la muerte”, hacía ya dos años. Justo en ese momento empezó su penitencia, su mortificación o pena, como lo quieran llamar:
-“¡Esta zí  es mi María der Carmen!”, se dijo después de dudar ya por tres veces con seis ojos distintos al mirar fijamente unos ojos verdes, que preciosos  chispeaban y miraban al frente.
-“¡Esta es!, ¡está claro!,  ¡qué cosa más bonita!”, se convenció pero con la boca chica, así que quiso corroborarlo comprobando el calzado...- ¡Que va joe!,  ¡qué peazo peana carajho! -empezaba Manué a perder internamente sus refinadas formas.
Tras el paso cansino de unos cuantos penitentes más, volvió a descubrir unos maravillosos ojos verdes que hacían más bella y elevada la noche, y que dejaron a Manué más prendao que antes si cabe, es decir “hasta la muerte, por siempre jamás…amén”.
-“Esta zí es mi María der Carmen de mi arma, esta zí joe…”.  Y cuando pasó a su vera, de aquel capirote salió una voz desconocida,  infantil y masculina que reclamó al penitente de delante: “¿quillo… te quedan gusanitos?”…Aquella frase hizo templar sus profundos cimientos.
Cuando Manué estaba ahogándose en un mar de penitentes, aparecieron fulminantes. Allí aparecieron aquellos ojos verdes de mirada serana… que tan bien conocía, inconfundibles aquellos delicados e intensos ojos reflejos del mar, produciendo entonces sí, ahora sí, exactamente en Manué el mismo vuelco que hacía dos años lo enamoraron perdidamente como a un niño que era. Y Lord Manué (no lo puedo evitar), con alivio miró al cielo estrellado y se sintió de nuevo dentro del universo que conocía y embriagado por su amor se supo más enamorado que nunca de María der Carmen.
Al día siguiente Maricarmen, campechana ella, le confesó: “Manué a las diez y media me tuve que salí de la procesión desatentaíta… ¡qué mala me puse titi!… me dió un destiento que no vea… me quedé en mi casa viendo “Quo Vadi?” …qué bonita “Quo Vadi”?...Manué”.


-"¿Dónde va Manué...?"
    





  


lunes, 2 de abril de 2012

CRUZ DE GUÍA

Semana santa, santa semana. En una calle gaditana estrecha, bañada de tarde noche y de cal, la gente espera cruz de guía. “El Cristo del Amor” no llega. Momento sunset que guay, se respira silencio, temprana primavera y cierta solemnidad. Me creo protagonista de un cuadro tan efímero como digno de ser recordado, y me pregunto gracioso yo: “¿dónde está el amor?”. Y el “Amor” no llega. El protagonista verdadero aparece en escena: Juan cruza la calle, harto de espera, harto de tarde, de sunset y de Aurora.
-          “¡Juan!”. Aurora lo reclama con ímpetu, tras verlo cruzar inquieto la calle. ¡Clan!, primera campanada.
Juan es un hombre mu golpeao, unos 72 años. Desaliñado, su pantalón de chándal, su camisa a cuadros de algodón 100% currado y una gorra seven-up descolorida calada. Fuera de temporada no, fuera de catalogación alguna.
-          “¡Juan!”. Aurora, lo reclama por segunda vez. ¡Clan!, segunda campanada.
Aurora es su mujer, su esposa, su compañera de viaje. Los dichosos dolores de rodilla le impiden demasiado movimiento. Lleva un rato esperando y tampoco sabe por dónde viene la cruz de guía. Ella sí sabe dónde está su “amor”, Juan. Está justo en la otra acera, un poco avanzado en la calle, sacando cuello como un loco a ver si ve por dónde viene la dichosa cruz de guía.
-          “¡Juan!”. Aurora lo reclama de nuevo. ¡Clan!, tercera campanada.
En estas esperas semanasanteras uno suele pensar en lo suyo, mientras observa las caras de los demás. Yo observaba a Juan y Aurora, aquel amor gran reserva, solera añeja que esperaba como yo “al Amor”.
-          “¡Juan!” .Aurora lo reclama una vez más justo a compás. ¡Clan!, cuarta campanada.
No se ve pero se adivina. Cruz de guía. Como el torero Blanquet ya huelo a cera quemada.
-          “¡Juan!”. Puntual golpe en el tiempo. ¡Clan!, quinta y última campanada.
Y en aquel solemne momento primaveral en espera del “Amor”, saltó el grito urgente de Juan por encima de toda la calle gaditana estrecha, bañada de tarde noche y de cal; y con un deje más gaditano que la misma calle donde estábamos, soltó un imperioso e inolvidable:
-          “¡¡¡¡Qué quieeere… carajhoo!!!!”  
Y definitivamente “El Amor” llegó.