viernes, 13 de abril de 2012

ADMIRABLE CATARATA


Sabía que le observaban y a ella le agradaba. Todas las tardes de aquel mes de abril abría el ventanal de su cuarto de baño antes de su merecida ducha y dejaba  volar sus redondas formas al desnudo como ofrenda a no se sabe quién. No sabía si su ofrenda era un regalo a los dioses que la contemplaban como a Afrodita, o aquel acto era  un obsequio de poco valor a un casi siempre bellísimo y moribundo atardecer. Lo que sí sabía es que tenía un tercer espectador perenne justo enfrente del ventanal, sentado en un banco de la  tranquila plaza donde desembocaba su cuerpo.
Siempre era el mismo ritual. A las 19.30 de la tarde ella aparecía en escena, abría el ventanal como si de una pantalla de cine se tratara, y dejaba pasar cinco minutos que debían ser eternos para aquel pequeño hombre que la observaba inmóvil. Entonces su figura exuberante de mujer lucía desnudo entre el hormigón como una inmensa y admirable catarata.
No sabía si aquel acto suyo diario era un acto obsceno o simplemente bello. Al principio no fue consciente de la presencia de aquel pequeño hombre en la plaza, su ya eterno admirador. Cuando lo adivinó un día, le fue placentero seguir con la misma ceremonia. Ahora cada tarde, justo después de abrir de par en par su ventana, se cercioraba de que allí estuviese aquel hombre lejano e impaciente que tan aficionado se había hecho a su función diaria. “No falla”, se decía ella. Allí estaba él, siempre con el atardecer y los dioses, y allí su ofrenda, su cuerpo y el agua que la recorrían, admirable catarata.
Pero su conciencia empezó a taladrar poco a poco aquel  maravilloso y limpio acto (nunca mejor dicho). Se preguntaba si estaba provocando a un quizás loco pervertido, o si por el contrario se trataba de un pintor o un poeta, que gracias a su cuerpo cada día lanzaba odas al viento enamorado.
No solía pasar por aquella plazoleta. Pero se decidió. Aquella tarde abrió el ventanal, se aseguró como siempre que el lejano y pequeño hombre allí estuviera, y allí estaba. Dejó el ventanal abierto los cinco minutos de rigor, en espera. Pero esta vez como una diosa que era, decidió bajar a la plazoleta y presentarse a su fiel espectador. “Quizás es el comienzo de una linda y larga historia”, se dijo.
Cuando llegó a los mismos pies de aquel pequeño hombre, en la pequeña plazoleta, se postró ante él y leyó: “Blas Infante.1885-1936 / Padre de la Patria Andaluza”. Era obvio, sin gafas no veía un pimiento, tenía que ir al oculista, su miopía y astigmatismo eran crecientes, quizás principio de cataratas.
Se sentó junto él, inmóvil de bronce, y observó durante un rato su ventanal abierto de par en par vacío.    

1 comentario:

  1. jajaja! Por su puesto todo eso pasó antes de que lo pusieran en un altar y dejara de confndirse con el paisaje...

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