Terminó de tomarse su tinto de verano en el chiringuito. La tarde caía en plena bajamar en aquel enclave inmortal de Sancti Petri. Hacía calor de verano, y sus cuatro días de vacaciones habían resultado más que placenteros intensos en su nueva soledad. Matilde disfrutaba de sus últimas horas de meditación bajo el sol sureño de julio, antes de coger su avión de vuelta. Eran las primeras vacaciones que pasaba lejos de su nieto Carlitos, que ya era casi Don Carlos. Preguntó al camarero cómo se llamaba aquella playa para ella desconocida, aquella lengua serena del océano que intuía musa para los artistas.“Lavaculo, zeñora”, dijo el camarero desvaneciendo un poco su ensueño. “Voy a dar un paseo, gracias.”
Su nieto Carlitos, con 25 años de primera comunión cumplidos, había sido para ella su alegría, su casi unica razón y su esperanza, su ilusión desde que nació aquel bendito mes de abril. Era su reflejo y su misión. Era Carlitos la luz que le cargaba de energía. Era el motivo de sus días.
Empezó Matilde su paseo por la orilla calma de aquella playa desconocida, de la cual no quería pensar que se llamara como el camarero insinuó. Recordaba a Carlitos en vacaciones entre velas, arena, sal, sol y gente. Era al atardecer. A lo lejos divisó, como si de una fotografía se tratara, unas rocas y una escena que terminó por conmoverla profundamente y que le infundía aquellas tardes con Carlitos.
Una señora algo mayor que ella jugaba con su nieto en primer plano. Al fondo un viejo castillo, más al fondo aun un cielo infinito que luchaba por no apagarse. Carlitos en el recuerdo, tantas tardes con él. “Todavía es un niño, no sabe de la vida…”, se dijo para sus adentros mientras contemplaba a lo lejos aquella señora con su retoño.
Al llegar justo donde estaban abuela y nieto, extendió su toalla estampada de temporada y los observó:
- “amo a cogé camarones Charo…”. Le dijo aquel niño de 7 años a su abuela. A Matilde le extraño que llamara a aquella señora por su nombre de pila, y no “abuela”, o “tata”, o de usted.
El niño, con gafitas, tenía un considerable sobrepeso. Lucía espléndido por encima de su mínimo bañador tipo slip, una morena barriga multimichelín flotante. Se desenvolvía como un adulto sin complejos entre las rocas. La abuela del pequeño, torpemente agachada, empezó a coger uno a uno camarones con las manos. Con las manos, uno a uno, lentamente, camarones. Imaginense. El pequeño hombrecillo llevaba un zalabar en sus manos, y empezó a pescar camarones con total soltura como si la vida le fuera en ello. Cuando aquel hombrecillo en miniatura, observó como su abuela estaba cogiendo camarones uno a uno, experto él, con las manos, levantó levemente su picardeada mirada hacia la abuela desde muy abajo, donde estaba, y le soltó instructor el siguiente imperativo:
- ¡¡¡cógelo con la red chocho…!!!
Matilde tras escuchar aquella orden pesquera, entendió de golpe que su Carlitos, ya era Carlos.
más grande todavía!
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