jueves, 31 de mayo de 2012

COMPAÑEROS DE TRAVESÍA. PARTE III. REGIÓN PATAGÓNICA


Ya no me acordaba de la travesía en barco abordando la costa  más al sur del nuevo mundo, costeando la región patagónica, y me ha venido a la cabeza tales deleites aventureros en plena crisis tifoidea, entre graves delirios de dolor y sufrimiento que golpean no solo mi cuerpo sino mi espíritu. Ahora en mi camarote, escribo junto a mi doméstico y entre el doctor Palou y mis sábanas.
La travesía patagónica la recuerdo principalmente, por ese mismo motivo por el que se recuerdan las cosas que importan, por ser momentos únicos e irrepetibles, puros y sentidos. Lo peculiar de aquella aventura transoceánica en pleno invierno occidental, que transcurrió los primeros días del último mes del año, no resultó ser un hecho único e irrepetible, resultó ser un acto inaudito hasta ese momento de la historia humana. Espero no dejar nada de lo que allí ocurrió entre los delirios de mi fiebre.

Desde que partimos en nuestro buque, con el señor Ignace, compañero de otras órdenes nacionales,  y con su asociado el conde de la Sidonia, el tiempo nos fue muy favorable. Mi delirio no nubla aquella claridad en la mañana más al sur de este planeta. Nos adentrábamos desde una orilla gris, propia de otro mundo, hacia el azul más intenso de los glaciares, buscando sin rumbo un sector de aquella península que nuestro colega Magallanes diera nombre.
  
El señor Ignace y el conde de la Sidonia, parecían confiados y lo estaban después de un copioso desayuno occidental (con tortillita de huevo y las llamadas salchichas incluidas). El señor Ignace se sentía como siempre, sorprendentemente caluroso en mangas de camisa, entre los inmensos témpanos de hielo que las aguas desplazaban a la deriva como a la deriva navegaban nuestras vidas. Parecía que anduviera sereno en los jardines de la ribera del Támesis, donde tantas otras veces había departido bocado y conversación con él. El conde de la Sidonia, algo más cauto en su vestimenta, pero igual de confiado entre aquel mar salpicado de icebergs, también era hombre de buen saque a la mesa, y durante aquellos días ciertamente pude comprobar su estatus y su paralelismo culinario con el señor Ignace.

Cuando al fin tomamos tierra y subimos a pie sobre aquel cerro verdoso comandado por una flora desconocida para nuestros ojos, mi mente vió una de esas imágenes que nunca se pueden olvidar, y que en noches oscuras como las de hoy me refrescan la mente como una medicina. Subimos, como digo, a aquel cerro que nos colocaba frente a un intenso azul glaciar de 60 metros de altura. Justo entre nosotros y el bloque sobrenatural de hielo, las aguas corrían heladas y los albatros nos contemplaban. Ya allí había pisado el hombre y eso mis camaradas de buen saque y yo lo notamos inmediatamente. Sin embargo el espectáculo sonoro del hielo rompiéndose a pedazos, y gritando a estruendos a la humanidad impasible, nos paralizó a las 50 hombres y mujeres que pisábamos aquel lugar.

En aquel momento supe quien era el conde de la Sidonia y su asociado colega el señor Ignace. Entre decenas de desconocidos, aguas heladas, frío, albatros y los glaciares sureños de la Patagonia agonizando, el conde haciendo honor a su tierra, sacó de su equipaje un extraño objeto (sabiendo que el acto que se disponía a materializar era único y genuino). Con aquel papel anaranjado como de rombos entre sus manos, se paralizó alzándolo a los vientos y cerrando los ojos de profundo placer, y después de llevárselo a la boca y saborearlo (con gran goce del paladar), gritó como descubriendo un hecho muy meditado y claramente inédito para la humanidad:

-“ ¿¿¿¡¡¡Quién quiere un alfajor de Medina en el Perito Moreno!!!???

El señor Ignace, no perdiendo ocasión de bocado aceptó la invitación gustoso, y sabiendo que el acontecimiento era intrahistórico compartió un trozo del famoso alfajor conmigo. Sabíamos los tres que era el primer alfajor de Medina que se consumía frente a aquel  fantástico y desgarrador glaciar.

Fue un 2 de diciembre de 1806.




  
  

jueves, 24 de mayo de 2012

10 SEGUNDOS


Mi primera intención fue siempre contaros mi secreto, pero no lo logré nunca y hoy sabía que sería el día que lo confesara. Desde muy joven supe que tenía un don especial, que muy al principio me parecía un regalo, que más tarde me pareció una sorprendente y privilegiada cualidad, y que finalmente entiendo como una desgracia sobrenatural. Siempre lo mantuve en secreto hasta hoy. Tengo el horrible poder divino de saber que va a ocurrir en el futuro, pero se trata (y aquí lo confieso tal cual me ocurre)  de un futuro muy próximo. Sé fielmente que ocurrirá dentro de 10 segundos. No es ninguna milonga, es así, tal cual lo confieso, sé exactamente que va a ocurrir delante justo de mí, dentro de 10 segundos.

Me explico. Mientras escribo estas palabras sé que en unos segundos un pequeño pájaro se posará risueño justo en mi ventana, me mirará fijamente (sabiendo que le esperaba) y seguirá su lindo vuelo primaveral. Es así. Por ejemplo, hace un minuto abrí la puerta de casa antes de que llamesen al timbre, porque ya sabía que sonaría el impertinente ring-ring del llamador (y me negué a padecerlo);  sabía que sería la polvorilla de mi hermana Carmen mascando chicle y su calenturiento noviete los que aparecerían en escena para poner música ambiental (con aullidos exagerados incluidos) en la habitación de al lado. Y así fue. ¡Esperad un momento!, ahora tengo justo frente a mí al pequeño pájaro mirándome de cara, “hola pajarillo feliz, ¿que tal?, ¿vas a seguir con tu vuelo primaveral?, seguro que sí… muy bien amigo…, adiós”. Ya sé fue el pájaro, os dije que así sería.

Si por ejemplo un camarero va a derramar el café en mi camisa, justo me levantó (todos creéis que hábilmente) y me desplazo unos centímetros, plaf, café justo a mi lado; perfecto, camisa impecable. Este mismo fenómeno me ocurre casi de forma constante, así que mi tiempo siempre parece estar robado, o mejor dicho lo está. Por eso nunca pasa en mi vida lo que debe de pasar. Nunca es lo que tiene que ser. Sé que detrás de las sombras que a todo el mundo causa miedo simplemente se mueve un gato indefenso, porque ya lo he visto salir a la luz de la luna 10 segundos antes de que salga a la luz de todos.

Este don mío me ha hecho no saborear las cosas que no me gustan, porque sin probarlas me veía con la cara estreñida en mi espejo ángel y demonio. No conozco el sabor de la sopa de tomate, que nunca probé, o por ejemplo los besos de Beatriz que nunca me dio. Sé que no me gustan, porque ya me vi en mi largo espejo reflejado, como os cuento.

A veces, aunque veo lo que va a ocurrir no me da tiempo a reaccionar, ni a pensar, ni a nada…y pasa lo que pasa, que me quedo impávido, inmóvil e inerte como un imbécil. Sé casi siempre ir a favor del viento pero casi nunca ir en su contra, ya me entendéis. Podéis creer que soy un privilegiado ahora, pero no hay nada más lejos de la verdad que esa afirmación insensata. Todos creen que soy frío, que no siento ni padezco, y créanme, nada más lejos de la verdad. Nada me sorprende, eso sí es cierto y aquí lo confieso, pero todo me llena y todo duele.

Por eso, amigos míos, os pido disculpas si alguna vez os parecí frío, insensible e imbécil. Si no me sorprendí de vuestras alegrías, de vuestras buenas nuevas que con tanto entusiasmo vinisteis a contarme con ese amor que no merezco. Soy mal actor, eso parece estar claro, y entended ahora que ya conocía vuestras palabras justo antes de que abrieseis vuestra boca entusiasta.   

Ahora sé que ocurrirá en 10 segundos, eso es todo. Pero, ¡no dejéis de sorprenderme!

  

lunes, 21 de mayo de 2012

COMPAÑEROS DE TRAVESÍA. PARTE II. LEJANO ORIENTE

Partimos a oriente desde lo más occidental del viejo mundo. Mi camarada Julien y yo embarcamos el viernes primero de mayo ya en la capital del reino, que a nuestros ojos sureños había cambiado un mundo. Nos disponíamos a cruzar ese mundo cambiante. Nuestra larga travesía por los cielos nos inquietaba, porque aunque conocíamos algunas rutas en avión, nos sentíamos más cómodos  por mares y llanuras, caños y otros charcos. Inquietaba a Julien sobremanera un vuelo de más de 18 horas hacía Cantón, y le preocupaba en igual medida si los víveres que cargaba ocultos entre calcetines y calzoncillos de nuestro equipaje  (jamón y queso al vacío y otros fiambres en su mayoría) serían  suficientes para tan larga travesía. He de aclarar que Julien prefería las arenas movedizas a una turbulencia aérea, y que prefería chacina y queso a langostas y ostras orientales (ni que decir tiene de la sopa de tortuga). Era Julien entonces hombre de costumbres nacionales arraigadas, de buen piso y peso.

Mientras nuestra nave de Lufthansa planeaba como un papel entre las nubes, yo planificaba en mi mente nuestra expedición oriental en vano. Julien no paraba quieto, se sentaba y levantaba entre aquellos pequeños hombres que compartían nave (en su mayoría chinos de dudosos modales) y me solía repetir cada poco: “via estirar las piernas una mijita…”. Pasamos así varias horas de vuelo inmersos ya en una tranquilidad cansina y entre sonrisas forzosas de dulces azafatas de vuelo.

De repente y con Julien “estirando las piernas” en la popa del avión (no sé si estirando también el jamón), el viento comenzó ferozmente a no sernos favorables. Las turbulencias, algo a lo que soy incapaz de terminar de acostumbrarme, nacieron de forma leve e intermitente. Poco a poco se volvieron vehementes, y aquello se puso boca abajo literalmente. Los objetos empezaron a volar entre nuestras cabezas, la mayoría de pasajeros y miembros de la tripulación gritaba. La situación aunque lejos de ser crítica, empezaba a preocuparme. Logré pensar (con dificultad eso sí) en esos interminables momentos, y me dije “¿dónde coño está Julien?”. Asomé mi gran testa por el pasillo, mientras los cafés y zumos del desayuno formaban un vivo caudal entre un bosque de piernas. A lo lejos divisé a Julien arrastrándose entre la maleza y empecé a descojonarme vilmente. En realidad no sé si mi descojone pertenecía a mis nervios o a mi maldad. Pero no podía parar de reírme viendo como se arrastraba hacia mí la cara desencajada de Julien, y como se  agarraba a los asientos como agarrándose a la vida, despreciando las cabezas de los demás pasajeros, que no entendían ni papa de las pestes que Julien venía soltando por la boca.

Cuando Julien me dio el encuentro en nuestro asiento le tomé la mano como a un niño. Las inclemencias parecían reclinar algo, y el nerviosismo general se empezaba a calmar como  lo hacía la violencia del avión; aunque no del todo. Yo disimulé mi risa.

Mi querido, “amado” y desencajado compañero Julien, tuvo un brote no sé si de cólera o de la más absoluta de las corduras. Con la camisa por fuera empapada de sabe Dios qué y los pantalones gachos a su manera, aquella figura imponente para cualquier oriental, gritó dirigiéndose al comandante personalmente con furia:

“illoooooooo!!!…illoooooo!!!”….¿¿¿¡¡¡¡hay necesidad de esto, joeee!!!????”
 (Pregunta-exclamación que jamás olvidaré)

Desde entonces, en multitud de ocasiones, formulo esa misma pregunta que en sí es una respuesta.

jueves, 17 de mayo de 2012

COMPAÑEROS DE TRAVESÍA. PARTE I. CARTAGO


Entre las callejuelas blancas de Arcos de la Frontera es un placer perderse cualquier día del año, pensó Eduardin mientras paseaba intruso justo a la hora del mediodía. Dejó de serlo después de beberse Roma, o lo que es lo mismo, después de hincarse un vino polvoriento en el almuerzo, despues de tres cervezas de barra previas, de dos chupitos digestivos de postre, despues de unos doce cubatas de larga sobremesa y de las tres últimas birras (para “rebajar”).  El arroz con conejo fue realmente exquisito, manjar para selectos paladares, y aunque contundente, fue notoriamente  insuficiente para sostener aquella mezcolanza fatídica de alcohol consumida. Estuvo bien liado todo el día vamos.

Lo cierto es que a las tres de la mañana no solo estaba completamente embriagado entre los restos visigodos, romanos y árabes de aquella cima convertida en pueblo blanco, sino que tenía una “tajá como un piano”. Su cuerpo no atendía a su mente, estaban claramente disociados, pero aquel fantástico embrujo nocturno ya, y que parecía de otro tiempo, sorprendentemente lo mantenía elevado  en su interior. Las horas habían pasado como pasa la vida, sin encontrar explicación alguna del cómo ni el por qué de la cuestión. Conspicuo el alma, se empinaba la cuesta como el codo lo había hecho antes y la noche se cerró con grandiosidad.
Decidió coger un taxi de vuelta a casa, de vuelta a 11.130. ¿Qué hacía en Arcos Eduardín?, esa es otra historia. Cogió el taxi con evidentes síntomas de trancazo:

-    -    “Guas nochxes. Lléveme usted… a mi casa, ar favó”, fue lo primero que le dijo Eduardín al taxista queriendo parecer sobrio. Obviamente no lo consiguió.
               -      “¡Eso está hecho jefe!”, respondió el taxista con mucha profesionalidad pensando realmente “ajú la que me ha caío en lo arto”. “¿Dónde vive usted?”, prosiguió.
<           -      11.130”, dijo Eduardín a secas, como si el taxista tuviera que conocer todos los códigos postales de la provincia.
-            -     “Eso es Chiclana, ¿no?”, sorprendió el taxista intuyendo la tarde noche que su cliente cargaba en el hígado.

En ese momento comenzó una de esas conversaciones interminables, a veces superfluas, pero en la mayoría de ocasiones sorprendentemente profundas, íntimas y personales, que nacen entre taxista aburrido de dar volteretas y cliente jartible tocado del ala (ambos con ganas de cháchara por muy distintos motivos).
Cuando llegaron a Chiclana de la Frontera, Eduardín confesó a Andrés el taxista (que ya era íntimo):

          -   “Ajú André, que yo no me acuerdo bien dónde está mi casa!”; ¡Andrée!!... que no me acuerdo!, ¿te puedes creer?...“¡ah sí!, ¡tira pa´ la playa, por ahí, por ahí…”.

-    - "Quillo cabrón, ¿seguro?”, dijo Andrés el taxista, cariñosamente a la vez que preocupado, con obvia confianza después de tanta conversación.

Eduardín lo condujo, como si de un copiloto de rallys se tratara:  “derecha ya, ahora izquierda, y después del coche rojo, izquierda. To´ pal ante, derecha rás…bien!!”.

El taxista, quizás contagiado de embriaguez, parecía disfrutar de respirar hondo a nivel del mar. Bordeaba los pinos como obstáculos en el camino, y con la mente como la ventana (de par en par), se dejó calar los oídos por el sonido del profundo mar que estaba cercano. Entró en trance. Después de dar mil vueltas, imposibles para cualquiera que no fuese del lugar, dijo Eduardín con mucha seguridad:

-    - “¡Aquí es!”

Se bajaron los dos del taxi, se abrazaron como hermanos que no se volverán a ver, y cuando Andrés contaba los billetes de la carrera sentado solo ya en el taxi, y presto para volver a Arcos, apareció por sorpresa  de nuevo Eduardín, como un búho en la ventanilla:

- “¡Andrés!, que esta no es mi casa quillo, que me he equivocao...”.

- “Venga ya home, ¡déjate de leches!”, respondió Andrés medio enfadado, medio queriendo poner tierra de por medio y cerrar amistosamente esa hermandad pasajera.

     - "De verdad Andrés por tu madre…que no es mi casa…, que me he mudao hace mu poco y no me acordaba…”.

El taxista Andrés se armó de paciencia. Eduardín, ahora menos risueño, continuó la misma tarea de copiloto de rallys por las calles de la playa, conocida como de la barrosa. Eran casi las cinco de la mañana, la brisa marítima corría entre ambas ventanillas con sigilo, curiosamente silenciosa ahora. La luz de la noche de nuevo posada en las copas de los pinos. Se impuso la calma y el goce entre ambos compañeros de travesía. Abandonaron los dos de nuevo sus cuerpos para atender a sus almas. La disociación se hizo profunda. Momento etéreo para sumergir sus ángeles en ese único y silencioso instante pleno de silencio de madrugada, de brisa en los árboles y de grito profundo y cercano del mar.

Cuando Andrés el taxista llegó, ahora sí, a la casa de Eduadín, ambos creyeron llegar a Cartago. Lo abrazó de nuevo como a hermano que pierde para siempre, y Eduardín mas sereno ya, se apeó. Cuando el taxista Andrés dispuso su nave para partir de vuelta a 11.011 (Arcos), vió escalar a Eduardín por una farola con sorprendente agilidad. Despues admiró como descansaba momentaneamente su cuerpo sobre la tapia de aquella casa. Tras un suspiro, cayó al vacío la figura de su cliente al otro lado de la muralla. Nunca más se volverían a ver.

En ese mismo momento, firmemente, ambos tomaron tierra.



                                                                                                   Dedicado a los arroces con conejo  




                                                   





domingo, 13 de mayo de 2012

MAGDALENA CONVERSA

En aquella barbacoa, sentada como todos alrededor de la mesa, y mientras degustaba el exquisito arroz con marisco que había cocinado su amigo Pedro, cambió la vida de Magdalena. Era 27 de abril, día de la Virgen de Montserrat, soleaba la primavera, no lo olvidará jamás. Magdalena tímida y  tranquila en su parecer e inquieta como siempre en su interior, escuchó de labios de su amigo Pedro  la frase mágica que cambiaría su vida para siempre: “las mujeres  siempre tienen a un hombre en la cabeza…”.
A priori la frase me resulta tan vacía como llena, tan tonta como inteligente, tan necia como sabia, qué sé yo. A Magda no le pareció lo mismo. Aquella frase le abrió los ojos, le hirió de lleno su autoestima y le toco la fibra.
Magdalena llevaba enamorada  de Juan Luis 20 de sus 35 años. Juan Luis, que no era miembro de la feliz pandilla pero sí conocido de todos, no solo no lo sabía, sino que no tenía ni la más remota idea. Éste hacía su vida como el resto de los mortales, la perdía. Pensó Magdalena que su amigo Pedro tenía toda la razón, al menos en su caso particular. Pensó que llevaba muchos años con el mismo sueño de hombre idealizado en la cabeza, cada mañana, cada tarde y cada noche; ajeno y adorado Juan Luis. Pero ya era hora de cambiar de hombre en la cabeza, debió pensar.
Magda desde esa misma noche fue conversa, rompió su veda. Aniquiló de un plomazo a su platónico Juan Luis de su cabeza (donde habitaba), y cuando se estaba tomando la primera copa de ron, se fijó en un chaval de ojos azules, que le pareció Paul Newman. Su tiro fue certero. Aquella noche la pasó intensamente con Paul (llamémoslo así), hasta terminar en la ribera de su cama, que no estaba en Hollywood precisamente.
Dilapidado Juan Luis, y sorprendida de su capacidad de tiro, procedió urgida por su herida de amor de años estéril, a llevar la misma trama cada noche. Cuando entraba en un garito, cargaba el rifle, ojeaba por su perfecta y  cuadrada mirilla a la presa, y disparaba sigilosa sin clemencia. Su tiro era infalible, sus presas múltiples y dispares. Ya “no había ningún hombre en su cabeza”, solo muchos en su mirilla. Ya no padecía como una Magdalena, le padecían a ella.
Una mañana de sábado, cuando se dispuso a salir de casa, pisó una carta que había dormido bajo su portón toda la noche. Comenzaba y terminaba así:
“Magda, nunca te lo he dicho, pero llevo muchos años profundamente enamorado de ti. Siento amarte tanto. Juan Luis”.
A Magdalena, en ese mismo momento, le salieron los siete demonios de dentro.

martes, 8 de mayo de 2012

DE VUELTA Y MEDIA...

Creyó estar de vuelta y media de todo, y tenía razones de peso para pensarlo. Creyó que la vida era algo rutinario porque las suya ya estaba cocinada y porque sus estaciones se encendían y apagaban sin más misterio que el de la propia luz del sol. Se trataba ya de pasar página sin otra esperanza que vivir para seguir viviendo. Celestino López tenía 67 años y se puede decir que era todo lo  feliz que se había permitido serlo. Una vida sin sobresalto alguno, que hoy en día, ya la quisieran muchos. Su frase reflejo era “pa qué quiero má…”, que le servía de coletilla en casi todas sus ya intrascendentales conversaciones.
Pero lo cierto es que Celestino López tenía mucho guardado. Guardaba en el cajón desde los quince años un espíritu aventurero al que siempre tapó la boca por atender  sus obligaciones, que no eran otras que las de todo el mundo: trabajo, familia y trabajo (si quieren pueden cambiar el orden). Guardaba también un alma de seductor venío a menos, y aunque puretón ya, se le notaba hasta en los andares que en otro tiempo su estampa pudo ser de cine. Y guardaba Celestino López, con más recelo que ninguna otra cosa, un montón de billetes todos juntos amasados en el banco. Se puede afirmar que estaba forrado. Y se puede asegurar que sus más allegados, después del fallecimiento de su esposa, aunque “le querían mucho”, le ponían de vuelta y media porque no reía, porque no salía y principalmente porque no gastaba un duro.
No se sentía del todo sólo, pero cuando en aquella celebración familiar de primavera su mirada se cruzó con aquella cara de porcelana morena de Zenaida, supo que lo había estado profundamente durante años. Zenaida era una chica joven cubana, de ojos vivos como los corales del Caribe y de voz dulce como la caña,  que había empezado a trabajar de niñera en casa de su sobrino Luis.
Desde ese instante aquel  amor fue público, no se ocultaron. Notorio lo fue ya, a los dos meses desde aquel mismo instante, cuando ambos, que entre los dos no sumaban los 100 años, decidieron vivir las noches y los días bañados por el mar que cruzara Colón en busca de una nueva ruta. Quizás fuera ésta la última ruta para Celestino. “¿Quién sabe?”, se decía ahora sabiendo que la vida guardaba también sorpresas y sabiendo que no estaba tan de vuelta de todo.
No guardaba ahora Celestino. Y aunque reía, salía y principalmente gastaba, sus allegados seguían poniéndole de vuelta y media a ambos lados del océano. Sus “nuevos amigos” también le daban al palique por eso de la diferencia de edad. Aquel amor en blanco y negro pero multicolor, adulto y joven pero sincero, se había convertido en “palique preferido" de cualquier reunión familiar.
Celestino, tras nueve meses intensos en Trinidad, y ahora más solo que la una y con el corazón derramado de dolor, en el avión que le llevaba de vuelta a España reflexionó sobre los motivos que habían llevado a Zenaida a abandonarlo, o más bien sustituirlo repentinamente por aquel chaval moreno repartidor de periódicos (que no tenía donde caerse muerto). Concluyó que había motivos más que lógicos para ponerle de vuelta y media cuando llegara a España, pero se gravó en la piel con 67 años que aunque la vida da muchas vueltas nunca se está de vuelta en la vida. Y que de estar, mejor se está siempre de ida, aunque te pongan de vuelta y dos medias los que “te quieren” dar las vueltas.
Y en su asiento de ventanilla, sufriendo de amor como un quinceañero y volando sobre las nubes, soñó con el color perdido de los ojos de Zenaida, mezclados con el del atardecer del cielo que le esperaba por delante.     



  

jueves, 3 de mayo de 2012

LA PARPUJA


Tras una ardua tarea de investigación periodística, de más de dos semanas, os quiero trasladar esta intrahistoria flamenca. Personalmente provocó y provoca aún en mí un intenso impacto emocional. Por este motivo dejo este documento, que humildemente intenta reflejar lo que aquella noche allí sucedió, y que contemplaron dos buenos amigos, testigos presenciales y elementos imprescindibles  en esta investigación. Obviamente y por motivos profesionales mantengo sus anonimatos y agradezco su inestimable colaboración desinteresada.

Fiesta de la Parpuja en Chiclana de la Frontera (11.130). Agosto, 2005. El festival flamenco más popular de la ciudad, antes y ahora pueblo en esencia, vuelve una plácida noche de verano tras décadas de ensoñación por falta de rentabilidad económica. Lo más granado del panorama flamenco nacional, se da cita en la Cajeta Municipal del citado municipio, valga la redundancia. Allí, aficionados sedientos por remover las heridas ancestrales del alma, artistas sonrientes por saludar de nuevo la parpuja sin parpuja (también sedientos), flamencos de temporá (idem de sedientos), guiris inquietos por una foto de recuerdo (sedientos too), gente sin nombre y con cara de “chica tajá me vi a cogé…”(obviamente sedientos igualmente). Todos reunidos. Todos reunidos, como digo, en una plácida noche de verano.
Trascurría la noche como se esperaba. Grandes artistas, grande la luna, grandes momentos, emociones siempre fuertes, algunas más que otras, gran alboroto en la barra (según las investigaciones regentaba la barra una hermandad de la localidad que perdió dinero en el acto).
L.A.P. y H.G.C. se mantenían sentados normalmente en sus localidades, qué punto. Uno de ellos necesitaba por aquel entonces, localidad y media. De vez en cuando un leñazo al gañote de rigor en barra. Animados aficionados deparaban conversación, opiniones y risas. El paso de tórtolas no era destacable.
Tras varias horas de cante, baile y conversación llegó el turno de Antonio José Cortes Pantoja, “Chiquetete”. Inmenso artista. Ambos amigos prudentemente animados, según declaran años más tarde, intuían al personal de su alrededor ciego como culebras. Todo pasaba dentro de la normalidad. Tras un cante por soleá, la voz tibia de Antonio toma el micro y se dirige al público sabiendo las tablas que pisa.  “Este cante se lo quiero dedicar a mi amigo…”Chiquetete decide dedicarle un cante a Antonio García González, popularmente conocido como “el Alemania”. El conocido barbudo artista chiclanero, se encuentra perdido entre el puzle de asientos. Se levanta de su localidad agradecido y aplaude simbólicamente sin producir sonido alguno. Su estampa imponente resalta en la noche estrellada, destaca de entre una mancha negra de cabecitas oscuras que siguen sentadas. Agradece el gesto compañero, envuelto en una espléndida aureola de dolor y alegría.
De repente, de entre los asientos, irrumpe una voz (reconocible como autóctona según testigos), que muy ferozmente retumba gritando:

- “¡¡¡¡Antoniooooooooo!!!!", desgarrador grito.

Todo el mundo atiende al otro lado de filas. Un hombre como poseído, se ha levantado de su minúscula localidad exaltado. Parece ciegui.

-"¡¡¡¡Antoniooooooo!!!", vuelve a gritar dirigiéndose al llamado “Alemania”.

Cuando, ahora sí, todo el respetable, incluido “el Alemania”, tenía su mirada puesta en aquel anónimo, éste de forma imperativa y casi ininteligible, ordena enérgicamente al citado artista chiclanero:
 
-“¡exha un cante!”, rápido, cortante y firme.

(“¡Coño!”, pensaron todos)

El hombre anónimo, aprovechando tal coyuntura, insistió con el brazo extendido y señalando hacia el escenario con su dedo índice firme y recto. En dirección contraria su cabeza miraba hacia el suelo (como diciendo: “no me rechistes Antonio, no me rechistes…”). Y ahora más cariñosamente, aunque igualmente firme en su posición, volvió a imponer con gran torrente de voz prolongada:

-“¡¡¡¡eeechaaaa un canteeeeeeeee!!!!”.

Y “El Alemania”, tras mirarlo fugazmente y pensar varios segundos (sabe Dios qué), tomó asiento de nuevo como si tal cosa.


NOTA. Todo aquel que pueda aportar alguna luz a los vacíos que esta intrahistoria puede mantener, póngase en contacto conmigo a través del este blog.