Ya no me acordaba de la travesía
en barco abordando la costa más al sur
del nuevo mundo, costeando la región patagónica, y me ha venido a la cabeza
tales deleites aventureros en plena crisis tifoidea, entre graves delirios de
dolor y sufrimiento que golpean no solo mi cuerpo sino mi espíritu. Ahora en mi
camarote, escribo junto a mi doméstico y entre el doctor Palou y mis sábanas.
La travesía patagónica la
recuerdo principalmente, por ese mismo motivo por el que se recuerdan las cosas
que importan, por ser momentos únicos e irrepetibles, puros y sentidos. Lo
peculiar de aquella aventura transoceánica en pleno invierno occidental, que
transcurrió los primeros días del último mes del año, no resultó ser un hecho único
e irrepetible, resultó ser un acto inaudito hasta ese momento de la historia humana.
Espero no dejar nada de lo que allí ocurrió entre los delirios de mi fiebre.
Desde que partimos en nuestro
buque, con el señor Ignace, compañero de otras órdenes nacionales, y con su asociado el conde de la Sidonia , el tiempo nos fue
muy favorable. Mi delirio no nubla aquella claridad en la mañana más al sur de
este planeta. Nos adentrábamos desde una orilla gris, propia de otro mundo, hacia
el azul más intenso de los glaciares, buscando sin rumbo un sector de aquella península
que nuestro colega Magallanes diera nombre.
El señor Ignace y el conde de la Sidonia , parecían
confiados y lo estaban después de un copioso desayuno occidental (con tortillita
de huevo y las llamadas salchichas incluidas). El señor Ignace se sentía como siempre,
sorprendentemente caluroso en mangas de camisa, entre los inmensos témpanos de
hielo que las aguas desplazaban a la deriva como a la deriva navegaban nuestras
vidas. Parecía que anduviera sereno en los jardines de la ribera del Támesis,
donde tantas otras veces había departido bocado y conversación con él. El conde
de la Sidonia ,
algo más cauto en su vestimenta, pero igual de confiado entre aquel mar salpicado
de icebergs, también era hombre de buen saque a la mesa, y durante aquellos días
ciertamente pude comprobar su estatus y su paralelismo culinario con el señor
Ignace.
Cuando al fin tomamos tierra y
subimos a pie sobre aquel cerro verdoso comandado por una flora desconocida
para nuestros ojos, mi mente vió una de esas imágenes que nunca se pueden
olvidar, y que en noches oscuras como las de hoy me refrescan la mente como una
medicina. Subimos, como digo, a aquel cerro que nos colocaba frente a un
intenso azul glaciar de 60
metros de altura. Justo entre nosotros y el bloque
sobrenatural de hielo, las aguas corrían heladas y los albatros nos contemplaban.
Ya allí había pisado el hombre y eso mis camaradas de buen saque y yo lo notamos
inmediatamente. Sin embargo el espectáculo sonoro del hielo rompiéndose a
pedazos, y gritando a estruendos a la humanidad impasible, nos paralizó a las
50 hombres y mujeres que pisábamos aquel lugar.
En aquel momento supe quien era
el conde de la Sidonia y su asociado colega el señor Ignace. Entre decenas de
desconocidos, aguas heladas, frío, albatros y los glaciares sureños de la Patagonia agonizando, el
conde haciendo honor a su tierra, sacó de su equipaje un extraño objeto (sabiendo
que el acto que se disponía a materializar era único y genuino). Con aquel
papel anaranjado como de rombos entre sus manos, se paralizó alzándolo a los
vientos y cerrando los ojos de profundo placer, y después de llevárselo a la
boca y saborearlo (con gran goce del paladar), gritó como descubriendo un hecho
muy meditado y claramente inédito para la humanidad:
-“ ¿¿¿¡¡¡Quién quiere un alfajor
de Medina en el Perito Moreno!!!???
El señor Ignace, no perdiendo
ocasión de bocado aceptó la invitación gustoso, y sabiendo que el acontecimiento
era intrahistórico compartió un trozo del famoso alfajor conmigo. Sabíamos los
tres que era el primer alfajor de Medina que se consumía frente a aquel fantástico y desgarrador glaciar.
Fue un 2 de diciembre de 1806.