jueves, 17 de mayo de 2012

COMPAÑEROS DE TRAVESÍA. PARTE I. CARTAGO


Entre las callejuelas blancas de Arcos de la Frontera es un placer perderse cualquier día del año, pensó Eduardin mientras paseaba intruso justo a la hora del mediodía. Dejó de serlo después de beberse Roma, o lo que es lo mismo, después de hincarse un vino polvoriento en el almuerzo, despues de tres cervezas de barra previas, de dos chupitos digestivos de postre, despues de unos doce cubatas de larga sobremesa y de las tres últimas birras (para “rebajar”).  El arroz con conejo fue realmente exquisito, manjar para selectos paladares, y aunque contundente, fue notoriamente  insuficiente para sostener aquella mezcolanza fatídica de alcohol consumida. Estuvo bien liado todo el día vamos.

Lo cierto es que a las tres de la mañana no solo estaba completamente embriagado entre los restos visigodos, romanos y árabes de aquella cima convertida en pueblo blanco, sino que tenía una “tajá como un piano”. Su cuerpo no atendía a su mente, estaban claramente disociados, pero aquel fantástico embrujo nocturno ya, y que parecía de otro tiempo, sorprendentemente lo mantenía elevado  en su interior. Las horas habían pasado como pasa la vida, sin encontrar explicación alguna del cómo ni el por qué de la cuestión. Conspicuo el alma, se empinaba la cuesta como el codo lo había hecho antes y la noche se cerró con grandiosidad.
Decidió coger un taxi de vuelta a casa, de vuelta a 11.130. ¿Qué hacía en Arcos Eduardín?, esa es otra historia. Cogió el taxi con evidentes síntomas de trancazo:

-    -    “Guas nochxes. Lléveme usted… a mi casa, ar favó”, fue lo primero que le dijo Eduardín al taxista queriendo parecer sobrio. Obviamente no lo consiguió.
               -      “¡Eso está hecho jefe!”, respondió el taxista con mucha profesionalidad pensando realmente “ajú la que me ha caío en lo arto”. “¿Dónde vive usted?”, prosiguió.
<           -      11.130”, dijo Eduardín a secas, como si el taxista tuviera que conocer todos los códigos postales de la provincia.
-            -     “Eso es Chiclana, ¿no?”, sorprendió el taxista intuyendo la tarde noche que su cliente cargaba en el hígado.

En ese momento comenzó una de esas conversaciones interminables, a veces superfluas, pero en la mayoría de ocasiones sorprendentemente profundas, íntimas y personales, que nacen entre taxista aburrido de dar volteretas y cliente jartible tocado del ala (ambos con ganas de cháchara por muy distintos motivos).
Cuando llegaron a Chiclana de la Frontera, Eduardín confesó a Andrés el taxista (que ya era íntimo):

          -   “Ajú André, que yo no me acuerdo bien dónde está mi casa!”; ¡Andrée!!... que no me acuerdo!, ¿te puedes creer?...“¡ah sí!, ¡tira pa´ la playa, por ahí, por ahí…”.

-    - "Quillo cabrón, ¿seguro?”, dijo Andrés el taxista, cariñosamente a la vez que preocupado, con obvia confianza después de tanta conversación.

Eduardín lo condujo, como si de un copiloto de rallys se tratara:  “derecha ya, ahora izquierda, y después del coche rojo, izquierda. To´ pal ante, derecha rás…bien!!”.

El taxista, quizás contagiado de embriaguez, parecía disfrutar de respirar hondo a nivel del mar. Bordeaba los pinos como obstáculos en el camino, y con la mente como la ventana (de par en par), se dejó calar los oídos por el sonido del profundo mar que estaba cercano. Entró en trance. Después de dar mil vueltas, imposibles para cualquiera que no fuese del lugar, dijo Eduardín con mucha seguridad:

-    - “¡Aquí es!”

Se bajaron los dos del taxi, se abrazaron como hermanos que no se volverán a ver, y cuando Andrés contaba los billetes de la carrera sentado solo ya en el taxi, y presto para volver a Arcos, apareció por sorpresa  de nuevo Eduardín, como un búho en la ventanilla:

- “¡Andrés!, que esta no es mi casa quillo, que me he equivocao...”.

- “Venga ya home, ¡déjate de leches!”, respondió Andrés medio enfadado, medio queriendo poner tierra de por medio y cerrar amistosamente esa hermandad pasajera.

     - "De verdad Andrés por tu madre…que no es mi casa…, que me he mudao hace mu poco y no me acordaba…”.

El taxista Andrés se armó de paciencia. Eduardín, ahora menos risueño, continuó la misma tarea de copiloto de rallys por las calles de la playa, conocida como de la barrosa. Eran casi las cinco de la mañana, la brisa marítima corría entre ambas ventanillas con sigilo, curiosamente silenciosa ahora. La luz de la noche de nuevo posada en las copas de los pinos. Se impuso la calma y el goce entre ambos compañeros de travesía. Abandonaron los dos de nuevo sus cuerpos para atender a sus almas. La disociación se hizo profunda. Momento etéreo para sumergir sus ángeles en ese único y silencioso instante pleno de silencio de madrugada, de brisa en los árboles y de grito profundo y cercano del mar.

Cuando Andrés el taxista llegó, ahora sí, a la casa de Eduadín, ambos creyeron llegar a Cartago. Lo abrazó de nuevo como a hermano que pierde para siempre, y Eduardín mas sereno ya, se apeó. Cuando el taxista Andrés dispuso su nave para partir de vuelta a 11.011 (Arcos), vió escalar a Eduardín por una farola con sorprendente agilidad. Despues admiró como descansaba momentaneamente su cuerpo sobre la tapia de aquella casa. Tras un suspiro, cayó al vacío la figura de su cliente al otro lado de la muralla. Nunca más se volverían a ver.

En ese mismo momento, firmemente, ambos tomaron tierra.



                                                                                                   Dedicado a los arroces con conejo  




                                                   





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