Partimos a oriente desde lo más occidental del viejo mundo. Mi camarada Julien y yo embarcamos el viernes primero de mayo ya en la capital del reino, que a nuestros ojos sureños había cambiado un mundo. Nos disponíamos a cruzar ese mundo cambiante. Nuestra larga travesía por los cielos nos inquietaba, porque aunque conocíamos algunas rutas en avión, nos sentíamos más cómodos por mares y llanuras, caños y otros charcos. Inquietaba a Julien sobremanera un vuelo de más de 18 horas hacía Cantón, y le preocupaba en igual medida si los víveres que cargaba ocultos entre calcetines y calzoncillos de nuestro equipaje (jamón y queso al vacío y otros fiambres en su mayoría) serían suficientes para tan larga travesía. He de aclarar que Julien prefería las arenas movedizas a una turbulencia aérea, y que prefería chacina y queso a langostas y ostras orientales (ni que decir tiene de la sopa de tortuga). Era Julien entonces hombre de costumbres nacionales arraigadas, de buen piso y peso.
Mientras nuestra nave de Lufthansa planeaba como un papel entre las nubes, yo planificaba en mi mente nuestra expedición oriental en vano. Julien no paraba quieto, se sentaba y levantaba entre aquellos pequeños hombres que compartían nave (en su mayoría chinos de dudosos modales) y me solía repetir cada poco: “via estirar las piernas una mijita…”. Pasamos así varias horas de vuelo inmersos ya en una tranquilidad cansina y entre sonrisas forzosas de dulces azafatas de vuelo.
De repente y con Julien “estirando las piernas” en la popa del avión (no sé si estirando también el jamón), el viento comenzó ferozmente a no sernos favorables. Las turbulencias, algo a lo que soy incapaz de terminar de acostumbrarme, nacieron de forma leve e intermitente. Poco a poco se volvieron vehementes, y aquello se puso boca abajo literalmente. Los objetos empezaron a volar entre nuestras cabezas, la mayoría de pasajeros y miembros de la tripulación gritaba. La situación aunque lejos de ser crítica, empezaba a preocuparme. Logré pensar (con dificultad eso sí) en esos interminables momentos, y me dije “¿dónde coño está Julien?”. Asomé mi gran testa por el pasillo, mientras los cafés y zumos del desayuno formaban un vivo caudal entre un bosque de piernas. A lo lejos divisé a Julien arrastrándose entre la maleza y empecé a descojonarme vilmente. En realidad no sé si mi descojone pertenecía a mis nervios o a mi maldad. Pero no podía parar de reírme viendo como se arrastraba hacia mí la cara desencajada de Julien, y como se agarraba a los asientos como agarrándose a la vida, despreciando las cabezas de los demás pasajeros, que no entendían ni papa de las pestes que Julien venía soltando por la boca.
Cuando Julien me dio el encuentro en nuestro asiento le tomé la mano como a un niño. Las inclemencias parecían reclinar algo, y el nerviosismo general se empezaba a calmar como lo hacía la violencia del avión; aunque no del todo. Yo disimulé mi risa.
Mi querido, “amado” y desencajado compañero Julien, tuvo un brote no sé si de cólera o de la más absoluta de las corduras. Con la camisa por fuera empapada de sabe Dios qué y los pantalones gachos a su manera, aquella figura imponente para cualquier oriental, gritó dirigiéndose al comandante personalmente con furia:
“illoooooooo!!!…illoooooo!!!”….¿¿¿¡¡¡¡hay necesidad de esto, joeee!!!????”
(Pregunta-exclamación que jamás olvidaré)
Desde entonces, en multitud de ocasiones, formulo esa misma pregunta que en sí es una respuesta.
jajajajajaja que genial!, me ha encantado el final jajajja. Un abrazote!!
ResponderEliminarjajajajajaaj es wenisimoooo jajajaja es ke es unico julien jajajajajajaajajaja ke arte pixaaa
ResponderEliminarQue pecha reir!!!!!!!!!!
ResponderEliminarajajajjajaja... ahju que bueno picha!!!.... jajajajjaa... gran descojone!!! bien por Julien!!!
ResponderEliminarQue güeno chico, descojonao..... me lo imagino....
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