jueves, 31 de mayo de 2012

COMPAÑEROS DE TRAVESÍA. PARTE III. REGIÓN PATAGÓNICA


Ya no me acordaba de la travesía en barco abordando la costa  más al sur del nuevo mundo, costeando la región patagónica, y me ha venido a la cabeza tales deleites aventureros en plena crisis tifoidea, entre graves delirios de dolor y sufrimiento que golpean no solo mi cuerpo sino mi espíritu. Ahora en mi camarote, escribo junto a mi doméstico y entre el doctor Palou y mis sábanas.
La travesía patagónica la recuerdo principalmente, por ese mismo motivo por el que se recuerdan las cosas que importan, por ser momentos únicos e irrepetibles, puros y sentidos. Lo peculiar de aquella aventura transoceánica en pleno invierno occidental, que transcurrió los primeros días del último mes del año, no resultó ser un hecho único e irrepetible, resultó ser un acto inaudito hasta ese momento de la historia humana. Espero no dejar nada de lo que allí ocurrió entre los delirios de mi fiebre.

Desde que partimos en nuestro buque, con el señor Ignace, compañero de otras órdenes nacionales,  y con su asociado el conde de la Sidonia, el tiempo nos fue muy favorable. Mi delirio no nubla aquella claridad en la mañana más al sur de este planeta. Nos adentrábamos desde una orilla gris, propia de otro mundo, hacia el azul más intenso de los glaciares, buscando sin rumbo un sector de aquella península que nuestro colega Magallanes diera nombre.
  
El señor Ignace y el conde de la Sidonia, parecían confiados y lo estaban después de un copioso desayuno occidental (con tortillita de huevo y las llamadas salchichas incluidas). El señor Ignace se sentía como siempre, sorprendentemente caluroso en mangas de camisa, entre los inmensos témpanos de hielo que las aguas desplazaban a la deriva como a la deriva navegaban nuestras vidas. Parecía que anduviera sereno en los jardines de la ribera del Támesis, donde tantas otras veces había departido bocado y conversación con él. El conde de la Sidonia, algo más cauto en su vestimenta, pero igual de confiado entre aquel mar salpicado de icebergs, también era hombre de buen saque a la mesa, y durante aquellos días ciertamente pude comprobar su estatus y su paralelismo culinario con el señor Ignace.

Cuando al fin tomamos tierra y subimos a pie sobre aquel cerro verdoso comandado por una flora desconocida para nuestros ojos, mi mente vió una de esas imágenes que nunca se pueden olvidar, y que en noches oscuras como las de hoy me refrescan la mente como una medicina. Subimos, como digo, a aquel cerro que nos colocaba frente a un intenso azul glaciar de 60 metros de altura. Justo entre nosotros y el bloque sobrenatural de hielo, las aguas corrían heladas y los albatros nos contemplaban. Ya allí había pisado el hombre y eso mis camaradas de buen saque y yo lo notamos inmediatamente. Sin embargo el espectáculo sonoro del hielo rompiéndose a pedazos, y gritando a estruendos a la humanidad impasible, nos paralizó a las 50 hombres y mujeres que pisábamos aquel lugar.

En aquel momento supe quien era el conde de la Sidonia y su asociado colega el señor Ignace. Entre decenas de desconocidos, aguas heladas, frío, albatros y los glaciares sureños de la Patagonia agonizando, el conde haciendo honor a su tierra, sacó de su equipaje un extraño objeto (sabiendo que el acto que se disponía a materializar era único y genuino). Con aquel papel anaranjado como de rombos entre sus manos, se paralizó alzándolo a los vientos y cerrando los ojos de profundo placer, y después de llevárselo a la boca y saborearlo (con gran goce del paladar), gritó como descubriendo un hecho muy meditado y claramente inédito para la humanidad:

-“ ¿¿¿¡¡¡Quién quiere un alfajor de Medina en el Perito Moreno!!!???

El señor Ignace, no perdiendo ocasión de bocado aceptó la invitación gustoso, y sabiendo que el acontecimiento era intrahistórico compartió un trozo del famoso alfajor conmigo. Sabíamos los tres que era el primer alfajor de Medina que se consumía frente a aquel  fantástico y desgarrador glaciar.

Fue un 2 de diciembre de 1806.




  
  

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