domingo, 13 de mayo de 2012

MAGDALENA CONVERSA

En aquella barbacoa, sentada como todos alrededor de la mesa, y mientras degustaba el exquisito arroz con marisco que había cocinado su amigo Pedro, cambió la vida de Magdalena. Era 27 de abril, día de la Virgen de Montserrat, soleaba la primavera, no lo olvidará jamás. Magdalena tímida y  tranquila en su parecer e inquieta como siempre en su interior, escuchó de labios de su amigo Pedro  la frase mágica que cambiaría su vida para siempre: “las mujeres  siempre tienen a un hombre en la cabeza…”.
A priori la frase me resulta tan vacía como llena, tan tonta como inteligente, tan necia como sabia, qué sé yo. A Magda no le pareció lo mismo. Aquella frase le abrió los ojos, le hirió de lleno su autoestima y le toco la fibra.
Magdalena llevaba enamorada  de Juan Luis 20 de sus 35 años. Juan Luis, que no era miembro de la feliz pandilla pero sí conocido de todos, no solo no lo sabía, sino que no tenía ni la más remota idea. Éste hacía su vida como el resto de los mortales, la perdía. Pensó Magdalena que su amigo Pedro tenía toda la razón, al menos en su caso particular. Pensó que llevaba muchos años con el mismo sueño de hombre idealizado en la cabeza, cada mañana, cada tarde y cada noche; ajeno y adorado Juan Luis. Pero ya era hora de cambiar de hombre en la cabeza, debió pensar.
Magda desde esa misma noche fue conversa, rompió su veda. Aniquiló de un plomazo a su platónico Juan Luis de su cabeza (donde habitaba), y cuando se estaba tomando la primera copa de ron, se fijó en un chaval de ojos azules, que le pareció Paul Newman. Su tiro fue certero. Aquella noche la pasó intensamente con Paul (llamémoslo así), hasta terminar en la ribera de su cama, que no estaba en Hollywood precisamente.
Dilapidado Juan Luis, y sorprendida de su capacidad de tiro, procedió urgida por su herida de amor de años estéril, a llevar la misma trama cada noche. Cuando entraba en un garito, cargaba el rifle, ojeaba por su perfecta y  cuadrada mirilla a la presa, y disparaba sigilosa sin clemencia. Su tiro era infalible, sus presas múltiples y dispares. Ya “no había ningún hombre en su cabeza”, solo muchos en su mirilla. Ya no padecía como una Magdalena, le padecían a ella.
Una mañana de sábado, cuando se dispuso a salir de casa, pisó una carta que había dormido bajo su portón toda la noche. Comenzaba y terminaba así:
“Magda, nunca te lo he dicho, pero llevo muchos años profundamente enamorado de ti. Siento amarte tanto. Juan Luis”.
A Magdalena, en ese mismo momento, le salieron los siete demonios de dentro.

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