Sus brazos se habían amarrado a las caderas de Sofía entre las sábanas, se sentía en casa, aunque no lo estaba. Había deseado ese momento único muchos otros momentos repetidamente en su insulsa existencia. Ahora Sofía dormía junto él, descansaban los dos sobre la misma almohada, y aquella noche de luna era presa de un baño de pasiones por fin encontrados. Soñaba Sofía a su lado, o eso quería pensar él.
Pero a Damián una plaga de mosquitos empezó a despertarlo de su sueño de verano dorado. Las picaduras de mosquito en las venas de sus amplias manos le obligaron a desenroscarse de entre las eternas caderas de Sofía, que seguía dormida profunda como una princesa siendo plebeya. La guerra entre los mosquitos y Damián había comenzado sin tregua, éste se rascaba y se zafaba violento como un caballo desbocado en la cama. Los pequeños y porculeros insectos supongo habían encontrado el edén bajo su piel.
Damián después de un buen rato había convertido su noche de luna pasional ansiada en un concierto de picaduras, rascamientos y palmadas asesinas de mosquitos, mientras su amada impasible seguía soñando, o eso quería pensar él.
De repente y en medio del silencio imponente de la noche, y mientras los mosquitos le daban una pequeña tregua, Damián escuchó con claridad meridiana de labios de Sofía, que soñaba, la siguiente frase: “hoy no te he visto, ¿dónde te has metido?”. Él creyó que Sofía empezaba a ser víctima de las feroces picaduras e ingenuamente contestó “estoy aquí Sofía”, pero no obtuvo respuesta alguna de la bella durmiente. Su imaginación empezó de repente a volar con la misma celeridad que el vuelo camicace de los mosquitos que lo mantenían despierto. ¿A quién se refería Sofía? A él no obviamente, ¿a quién si no? Sus malévolas conjeturas le llevaron a un nítido desvelo, a sudar como un cosaco y a rascarse una y otra vez sobre las mil y una picaduras que empezaban ya a ser heridas sangrantes. Y de nuevo, en el negro silencio de la noche, Sofía entre sueños pronunció añadiendo dos palabras a la frase anterior: “hoy no te he visto, ¿dónde te has metido...mi lengua?”. Damián ahora no respondió sorprendido, pero notó el profundo e intenso respirar en el pecho de Sofía, que como los mosquitos parecía haber encontrado el edén en aquella cama en la que soñaba profundamente. Las conjeturas ahora se multiplicaron por mil, "¿mi lengua?", y empezó a estar no solo sorprendido sino herido de lengua.
A la mañana siguiente Damián cual sabueso detective, preguntó sutilmente en el desayuno a Sofía, buscando de quién era la lengua con la que ella soñaba: "¿qué hiciste ayer Sofía?, ¿Con quién estuviste durante el día?", y ella que había descansado, no como una princesa sino como una reina, le fue relatando su cotidiano día como si tal cosa. Damián empezó a tachar en su mente cada uno de los hombres que Sofía había visto o saludado el día anterior, según su propia confesión inconsciente. Descartó a todos y cada uno de los sospechosos que durante la noche había enumerado en su calculadora mente desvelada, y a todo aquel que, según su instinto masculino, no tenía “lengua” suficiente para Sofía. Descartó a todos menos a uno. Sentía cierta intuición sobre el dueño de aquella lengua que Sofía añoraba en sus ensueños, pura intuición masculina sin indicio alguno de peso, pero de la cual se fiaba ciegamente. Durante aquellos días de verano Damián miró muchas lenguas masculinas, y prestó especial atención a la reacción de Sofía ante ellas. Su intuición no iba por mal camino, pero se tenía que morder la lengua con rabia, que paradoja ¿no?
Sentados los dos en el fresco porche del apartamento donde habían pasado juntos la fatídica noche de los dichosos ensueños, y bajo la luz no solo de una intensa luna de verano sino de un foco que atraía a los mosquitos como si fuera la luz eterna, Sofía, tras mirar hacia arriba, gritó con enérgica alegría:
- “¡¡¡dónde te has metido "milengua"!!!”
Y una salamanquesa de color pardo emergió de entre las grietas de aquella encalada pared, conocedora del banquete que le esperaba y de la compañía de Sofía. Con infinita paciencia de reptil comenzó a devorar sigilosamente uno a uno cada mosquito e insecto que tocaba los terrenos de su infalible lengua, encontrando allí supongo su divino edén, y la propia sangre del sabueso Damián.
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