Fue en domingo. Fue un último día de feria de San Antonio, fue un 17 de Junio. Sobre las 21.30 de la tarde cae una luz única e inigualable (una luz que tanto añora mi amigo, compañero y viajero Max). Era una luz que proyectaba paz. Se posó la luz, como digo, sobre los cuerpos de cientos de paisanos que se dirigían como hormiguitas al ferial. Lo hizo también sobre mi mente y sobre la puerta de un autobús que llegaba impaciente, denominado por la zona "canario", convirtiéndose de nuevo, con aquella luz, en un pájaro pardo como antaño.
De aquella puerta de autobús salió la gente con una felicidad a borbotones desbordada. Iban a la feria pese a todo. Era la vida y estaba la luz en todo. Yo que andaba despistado en aquella retorta, no tuve más remedio que quedarme con aquellas caras iluminadas, y especialmente me quedé con una pareja dispar, sin igual y feliz.
Bajó él primero, dispuesto, peripuesto y engalonado viril, cual francés lo hiciera hace 200 años sobre el mismo piso, tomó tierra (loco por llegar a la feria). Lucía él camisa blanca impoluta y sucedánea, de cuello alto tieso, muy de moda en la época; su pantalón celeste cielo (diez de la mañana) no resultaba ya atrevido entre los vecinos neocosmopolitas (por decir algo) del lugar. Ansioso y felizmente peinado miraba hacia dentro del autobús esperando que bajara su amada pareja. Ella se retrasaba cual doncella atemporal. Cuando vi bajar a aquella mujer, su estampa me sorprendió inmensamente. Eran muy distintos el uno del otro, opuestos diría yo. Él flaco y ella obesa, el acicalado y ella desarropada, él con prisa desmesurada y ella tardona a conciencia.
Él, caballero, le ayudó a apearse con dificultad. Se dieron la mano mientras él decía: “enga vámonos que hay que coger buen sitio…”, supongo se refería para ver los fuegos artificiales que clausuraban tales fiestas, justo a la hora de la media noche. Eran como dije sobre las 21.30 lo que demuestra su exagerado rigor por su parte.
Pero en ese momento aconteció lo que yo no esperaba. Ella atacada por un atractivo olor de fondo, soltó violentamente la mano de su amado, y corrió (con escaso ímpetu debido a su sobrepeso) en dirección opuesta al ferial, y justo se dirigió a un puestecito de feria que allí solitario y lejano anclaba sus ruedas estoicamente. Él, sorprendido como yo (pero menos), gritó cinco palabras demostrando en su tono una impresionante y sufrida tolerancia. Exclamó una frase que caló en mi más hondo sentir, sobre todo por su melodía impregnada de paz, perdón y piedad. Las cinco palabras que gritó fueron:
“¡¡¡¡...no vaya comprá más turrones...!!!!”
Una vez pasado cinco minutos, ella con el turrón desagradablemente pegado entre sus dientes, volvió a dar la mano de su dispar y bien peinado amado. Yo contemplé entonces como ese par de tortolitos, contrarios ellos pero tan iguales, tomaban la buena vereda del moribundo ferial unidos, hasta perderse entre aquella inolvidable luz.
Me sentencié entonces en mi corazón aquello que marcara Azaña en su día con tanto acierto: paz, piedad y perdón.
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