martes, 31 de julio de 2012

RELÁJATE Y DISFRUTA DEL VERANO

¡Disfruta del verano y relájate!, le gritó su mujer aquella mañana de verano a Jorge, harta de verlo estresado hasta las cejas, harta de sus comeduras de coco sin salida, y harta sobre todo de los mil y un suspiros de su marido al amanecer. Pero para Jorge era difícil concebir un verano placentero encerrado como un pájaro en la ciudad, ahogado entre e-mails y abrasado a la parrilla por un asfalto solitario, y enterrado, como digo, en multitud de papeles que por supuesto eran, para cualquier otro ser humano, banales.
Así que aquella tarde, después de innumerables tardes a la deriva, Jorge decidió tomar las riendas de su destino, y nada más llegar a casa y cerrar el viejo y aburrido portón, exclamó con un tono meloso y de antigua canción de circo: “¡nos vamos de vacaciones a Cádiz!”.
 Sin perder un segundo y con extrema premura, como aquel que piensa que Cádiz podía arder entre llamas aquella misma tarde como ardió Troya, se dispuso a dar órdenes de general a su mujer y a sus dos hijas, y perdido en el fondo de su armario, rebuscó  su vieja vestimenta veraniega. Jorge con la misma fatiga y alta tensión que de costumbre, atestó tambien las olvidadas maletas hasta casi no poder cerrarlas y partió rumbo al mar.
Llegaron a Cádiz pasadas las nueve de la tarde, después de un intenso y sofocante viaje en coche. Era esa hora donde los colores se pierden con el sol, donde el mar en verano pasa a descansar de los humanos y donde los mismos jartibles de siempre sacan la misma monótona fotografía de casi siempre titulada “atardecer en la playa”.
-          “¡Hoy vamos a cenar pescaíto frito joder!”, comentó Jorge a su familia como una obligación ineludible, a bocinazo limpio, nada más salir del coche que guardaba ya un intenso olor a nervios.
Cuando por fin salieron del hotel donde se hospedaban, duchados todos, fresquitos, bien peinados y con la ropa estrecha  veraniega de otras temporadas, Jorge, tomándole gusto a eso de llevar las riendas de su destino, se acercó a un anciano que descalzo, y sentado en un banco de una plazoleta, contemplaba gustoso la caída de la tarde. Le preguntó impaciente:
-          Oiga por favor, ¿conoce usted un buen restaurante donde comer pescaíto frito?
El anciano muy pensativo y tomándose unos pocos segundos, que para Jorge resultaban interminables y desesperantes, contestó con mucha parsimonia:
-          “…Ajú…”, (solo dijo eso). Apurado y mirando a todas partes continuó con su interminable procesar. El anciano le explicó amablemente:
-          Mire usted, aquí pescao güeno hay en musho sitio, pero me están disiendo (lo dijo como si tuviera un pinganillo en la oreja), que frente ar muelle hay un sitio mu güeno y mu baratito, así que tire to´ de frente por iguá y er bá que está allí, ése e…”la primera de Cádiz” creo que se llama…
Cuando el estresado Jorge y sus tres mujeres llegaron por fin al bar, donde buscaban el ansiado pescaíto frito como un tesoro perdido cualquiera, desde lejos atisbaron un par de mesas en la terreza vacías, y Jorge aún más alterado si cabe, voló unos metros nervioso hasta  tirarse encima de una de las mesas libres cual aguila perdicera, y con el móvil por el suelo y mirándo a su mujeres satisfecho les gritó de lejos: “tenemos mesa cariño!, aquí!, aquí!”.
En ese momento se escuchó una voz, profunda muy del lugar, que venía de dentro del bar:
-          “cucha, cucha, cucha…ande va?...ande va?...asqui de prisa ni mijita ehh…esperarse un poquito… que no pasa na joe…que yo llevo to la tarde aquí solo esperando que lleguen ustedes…”, y se echó a reir.
Aquel hombre, que no parecía camarero por su vestimenta pantalón americano, polito verde claro de raya blanca y su gran bigote, templó definitivamente a Jorge, a su mujer y dos niñas, que empezaron a olvidar desde ese instante los móviles.
Despues de esperar un rato sentados a la mesa bajo el cielo estrellado de Cádiz, despues de comer buen pescado, y sobre todo despues de ver como se iba la luz del local una y otra vez por un mal contacto en una de las viejas freidoras, y comprobar que la gente se lo tomaba aquello a guasa y se reía cantando al unísono y de broma “cumpleaños feliz”, Jorge tomó concienca que nunca sería dueño de su destino, y que si algún día llegara a serlo, no sería en ese rincón del mundo. 





viernes, 27 de julio de 2012

UN PASEO POR LAS NUBES

A esa hora mañanera  extremadamente temprana, donde no hay espacio para la melancolía, solo para aquellos cuya noche nunca termina, a las 7.00 en punto de la mañana, Ramón tomaba del brazo cada día su peculiar bicicleta y solía dar un placentero paseo con vistas al océano.  Un paseo por las nubes. 
No tenía nada de particular su paseo, a esa hora donde la mayoría de los cuerpos duermen y las almas sueñan, solo podía contemplar la inmensidad de las aguas azules hasta tocar en un gris horizonte, solo disfrutaba del libre vuelo de las gaviotas sobre el viento y la mar, solo gozaba del sonido de las olas desfalleciendo en la orilla, solo podía oír el silencio de una ciudad sin coches y el pum-pum de su viejo corazón bajo su pecho golpear.  Como digo nada de particular, pero Ramón saboreaba esos momentos como un niño saborea un caramelo.
Su caramelo se empezaba a volver amargo cuando se cruzaba, junto a la catedral, con un joven basurero ejerciendo su trabajo. ¿No hay mayor  dignidad que la de un basurero barriendo las calles?, me preguntaba yo,  ¿por qué entonces Ramón se empezaba a cabrear tanto?, ¿quizás porque el basurero ya no era barrendero y con su potente y ruidosa máquina aspiradora cojonera podía despertar a toda una ciudad?, ¿quizás porque mientras la máquina aspiraba las miserias de una ciudadanía éstas podían quedar ocultas para siempre?. Qué sé yo..., lo cierto es que cuando Ramón pasaba a la vera del joven basurero le saludaba gustosamente en voz alta gritándole:
 “¡Buenos días… cabronaso!”, con un claro acento de la capital.
El chaval entre el espantoso ruido de la máquina cojonera y sus cascos de protección puestos, no se enteraba del cortés saludo de Ramón, y solía levantarle la mano a modo de saludo muy amablemente.
El paseo de Ramón proseguía salpicado por la mar, salpicado por la arena y por la calma serena de un silencio envolvente, pero cuando llegaba a la altura del paseo marítimo empezaba a romperse en pedazos esa armonía placentera prácticamente del todo. Tenía que ir, con su fantástica bicicleta, sorteando a cada poco a jóvenes y no tan jóvenes atletas que como él disfrutaban del temprano amanecer, y eso parecía no gustarle demasiado. Ramón usando su vista de lince y su astucia de viejo zorro, cuando observaba a un deportista con los cascos puestos engullido por la música, al pasar de nuevo a su vera, no perdonaba eso de: “buenos días…cabronaso”, y proseguía con  su parsimoniosa pedalada.
Lo de “cabronaso” no era invariable, y a veces lo cambiaba por “mamonaso”, por “sieso” o por “sijoputa”, según le cogiera.
No encontraba yo explicación a esa extraña conducta de Ramón, un hombre aparentemente educado. 

Una de esas mañanas donde no cabe espacio para la melancolía, y corroído por la curiosidad, pude saber que Ramón cuando llegaba a casa tras su paseo matutino, se colocaba hermética y cuidadosamente sus cascos en sus oídos, y su mujer Antonia, que había perdido la chaveta hace algunos años, le saludaba amablemente cada mañana en voz alta y gritándole:  
“¡Buenos días cabronaso!”, que variaba según le cogiera por “mamonaso, sieso o sijoputa”, con un acento claramente de la capital.
Pude comprender esa misma mañana gris, que siempre existe una explicación para una conducta, por rara que nos parezca, y que siempre hay un cabronaso, mamonaso, sieso o sijuputa que no se entera…
  


   

martes, 24 de julio de 2012

COMPAÑEROS DE TRAVESÍA. PARTE IV. MEMORIAS DE AFRICA


Muralla de Assilah

De los cuatro continentes que he podido pisar en mi inmunda existencia quizás el único cuya tierra ha revolcado mis sentimientos, hasta perderlos en lo más hondo, fue el africano. Fueron muchas las travesías bordeando sus verdes costas, sus pieles azules, sus gentes y sus olores, sus miserias y sus grandezas. Mis primeras conversaciones con este grandioso continente fueron gracias al almirante Connery, cuya predisposición y amabilidad británica agradeceré profundamente siempre. El almirante Connery era un marino curtido en mil batallas, un caballero apuesto aún a su longeva edad, amplio conocedor del “mundo moro” y de la mente humana, capaz de dominar los arrebatos de un cadete y de satisfacer los caprichos de la alta realeza. Sus vastos conocimientos de tierras morunas y sus contactos con El Raisuni, me sirvieron de acicate para, junto a mi inseparable Julien, llevar a cabo las primeras expediciones por el norte de África.
En la región más boreal del continente africano fueron muchas las experiencias que viví junto a Connery y a Julien. De nuestros inicios aventureros recuerdo especialmente una amplia y clara mañana azul cielo. Habíamos cruzado en nuestra goleta el temido estrecho de Gibraltar sin mayores contingencias, hasta desembarcar sanos y salvos en un acogedor pueblecito de la costa atlántica, llamado Assilah.
Julien, como era de costumbre, andaba preocupado por los enseres y por nuestro bienestar general doméstico. En presencia del almirante Connery ponía, si cabe, especial énfasis en este tipo de asuntos. Ambos sabían gozar de los placeres de la aventura, de todo lo que era nuevo y desconocido para nosotros, y sobre todo sabían disfrutar de espléndidas conversaciones a la mesa. La preocupación del almirante Connery era que los asuntos diplomáticos con las autoridades fueran siempre de buen grado. Conjuntamente pues, se decidió a la hora de almorzar, tomar asiento frente a la playa, ya que un pescador nativo nos prometió que probaríamos el pescado más fresco del océano.  
Todo parecía estar en orden, todo según lo planificado. Nuestra vista puesta en el azul del mar que nos golpeaba de frente con su imponente panorámica salada, a nuestra espalda la soledad de las ardientes tierras secas del norte de África, entre ambos, justo en medio, nosotros. Allí nuestros sueños estaban casualmente a salvo, entre una multitud desconocida que nos observaba como lo que éramos, extraños. Todo en orden, hasta que avisté la cara raramente desencajada de Julien mirándome fijamente.
-          “¿Qué te pasa joe?, te noto extraño”, le pregunté.
-          “Me estoy cagando”, me respondió sin rodeos. 
Entendí de inmediato el por qué de su cara desencajada, el por qué de su  espléndida frente repleta de innumerables gotitas de sudor, el por qué de su incesante pañuelo de tela secándolas, el por qué de su inquieta mirada hacia todas partes y el por qué de su piel erizada.
-          “Entra en el bater joe…, ¿qué esta esperando?”,  le dije ingenuamente.
-          “¡El baño está hecho una mierda cohones!, he entrao y está asqueroso….”.
Recomendé a Julien que se moviera por los alrededores en busca de un aseo decente, que al menos respetara las mínimas exigencias para ejercer tal necesidad fisiológica, sin llegar a males mayores ni a otro tipo de indisposición. Julien se había anticipado ya:
-          “El bar de al lao está igual o peor, vaya tela…”
La situación en ese segundo empeoró gravemente, sobre todo al ver las distintas tonalidades que tomaba el rostro de Julien. El almirante Connery mientras tanto, encantado y ajeno, esperaba la llegada de su corvina a la mesa.
Al mirar de nuevo a Julien, me sorprendí, pues tenía la mirada fija penetrante puesta en mis ojos, como queriendo parir una de esas soluciones vitales indispensables, como queriendo parir una idea que aclarase toda su oscuridad, toda su negrura, y tras unos segundos sin mediar palabra por fin me dijo decidido:
-          “ar carajo… ¡¡la aventura es cultura!!”, y tomó como una centella el camino hacia aquel aseo caverna, que prefiero no imaginar.
Pasados unos minutos Julien salió de lo oscuro para volver a la luz, salió como un hombre nuevo, como aquel que sale del infierno y vuelve al cielo azul frente al océano, e inmediatamente, como si tal cosa y con tono muy jovial, preguntó al almirante:
-          “¿no ha llegao todavía mi corvina?” (obviamente había recuperado el apetito)
Yo, asombrado y más tranquilo en aquel iluminado y cercano rincón de África, anoté en mi cuaderno esa genial parida de Julien aquella tarde: “la aventura es cultura”. A veces esa frase me ha dado ese pequeño empujón hacia lo desconocido, pero reconozco que debiera tenerla mucho más presente cada uno de mis días.
 

martes, 17 de julio de 2012

LA PLAYA

Gregorio conducía desde Sevilla cada año su viejo autobús hasta la playa. A sus espaldas más de cincuenta jóvenes ancianos, por no decir viejetes con ganas de mucho cachondeo, que cantaban al unísono temas tan punteros como “la cucaracha”, “para ser conductor de primera…” y el “borriquito como tú”, durante dos horas de trayecto. Buscaban supongo el frescor del mar, un respiro para sus maltrechos cuerpos en la sal de la orilla, supongo el azul del cielo confundido con el del horizonte marino, y sobre todo buscaban disfrutar de la vida sin intentar entenderla…que bastante se había bregao con ella durante el invierno…
Cuando llegaron a la playa y por fin Gregorio encontró un polvoriento carril donde aparcar su  cansado autobús, la primera sensación para Gregorio al bajar del mismo no fue de alivio de frescor marino en su curtido careto, sino más bien una bofetada de calor  seco del bajo Egipto. Mujeres y hombres se apeaban entre escandalosos gritos y risas chocantes de esas de señora novelera alterada. Buscaban todos  sus bártulos como si se tratase de la piedra filosofal. Hasta que en cuestión de cinco escasos minutos Gregorio quedó en soledad con su fiel compañero, su verde autobús.
Era Gregorio, lo recuerdo bien, un hombre corpulento de pelo cano y cejas muy pobladas, de fácil sudada,  de gran apetito y más bien discreto, de pocas palabras. Enterraba, entre su también poblado pecho lobo, la cruz de Caravaca desde siempre y como pude comprobar ese mismo caluroso día,  era un tío de extrañas costumbres.
Nada más quedarse a solas con su entrañable autobús, Gregorio lejos de apresurarse para darse un bañito exfoliante espiritual y quitarse los tremendos calores que cargaba desde Sevilla, sacó una manguerita amarilla de no sé dónde y se puso a limpiar intensamente su querido autobús como si regara en el acto el jardín de su felicidad (con el dedito en la manguera para sacar presión mientras silbaba).
Una vez acabada su primera sorprendente faena después de tanto calor, no pensó en tomar una cañita bien fría en un chiringuito como haría cualquiera, no reparó en el paso de tórtolas que en mini-bikini podía pasear mostrando con orgullo su esfuerzo invernal, no tuvo inquietud por tomar una tapita de pescaíto frito de la tierra y por supuesto no tuvo la mínima curiosidad por el azul celeste del mar que solo veía en películas. Eso sí, sacó de debajo de su asiento de conductor una botella de plástico envuelta en corcho, podía ser agua, y un bocadillo envuelto en papel albal, que resultó ser de chistorra, y con una naturalidad pasmosa se sentó en un tronco de pino cortado que había justo la sombra de otro que corrió mejor ventura, y se dispuso al lío. Todo esto en medio del polvoriento carril bañado en calor junto a su fiel autobús.
Se puede pensar que era extremadamente profesional, pero ¿qué le impedía la profesión para dar un paseo en la orilla del mar?, ¿para tomar el sol cómodamente bajo una sombrilla?, ¿para ver volar las cometas con el viento y los barcos con las olas?; y  si me apuran ¿para tomar unas cañitas a las diez de la mañana si la vuelta a Sevilla no era hasta las ocho de la tarde?.   
La respuesta la obtuve horas después, cuando pasé justo a su lado. El estaba tumbado completamente panza arriba en los maleteros abiertos de par en par de su preciado autobús. Eran las calurosas tres y cuarto de la tarde. Tenía un pitillo casi consumido en su boca, que contribuía, en los mismos bajos del bus, a una sensación de calor peligroso. En ese mismo momento, mientras yo me quejaba por una mañana cualquiera, le escuché decir con voz muy agarrada: “esto es vida…y mañana puede esperar…”.
Comprendí  entonces lo mismo que comprendieron los jóvenes ancianos al escapar del bus sin reparar en ello; la vida no está para comprenderla sino para saber disfrutarla (que diría alguien con mucho coco algún lejano día)…y comprendí en ese instante que el amigo Gregorio sabía hacerlo…a su manera…  
 



viernes, 13 de julio de 2012

LE LLAMABAN BODY


Se tatuó en el bíceps un alambre de pinchos de estos de vallado de prisión, ¿sabes el que te digo, no?;  pero lejos de ser un “alambre-pincho” conmemorativo o simbólico de haber superado una mala racha o algo así, se lo hizo porque le gustaba como quedaba en su espectacular atributo muscular. Fue su primer tatuaje a los 12 años de edad. Manolín algo más forjado en su carácter, ya a los 13,  se grabó su segundo tatuaje. Fue uno de esos tattoos mareantes qué nadie sabe bien qué representa y por el que todo el mundo pregunta cuando lo ve. Era un dibujo que se suponía “indígena indígena”, de los antiguos indígenas de las américas o de las indias orientales de toda la vida, que en su antebrazo quedaba muy chulo, la verdad. Fueron los primeros pinitos con tinta negra bajo su piel y los primeros síntomas que mostraban la honda y prematura preocupación que Manolín empezaba a tener con su body a tan inocente edad.
Tuvo la inmensa suerte que su primer amor se llamara “Mari” (4 letras góticas  rojas que se tatuó  en su pecho derecho) y que su segundo amorío, quiero creer que casualmente, se llamara “Mari Jose”. Así que, cuando el primer amor de desvaneció cual azucarillo, solo tuvo que completar las letras que faltaban por imperativo lógico de la última dama, lo que hizo que el  tatuaje terminara algo descolocado en su lampiño pectoral. Finalmente lo de su segundo y desventurado amor también terminó como el rosario de la aurora, pero como tenía siempre tanta suerte, y era “creyente creyente”, se tatuó bajo el de “Mari Jose” el nombre divino de “Jesús” y el rostro moreno del “Gran Poder”, justo en medio de los tres nombres bíblicos, formando así una particular, trasgresora, trastocada y moderna  divina triada entre su pecho y abdominales a modo de escudo.
 Fue el comienzo de su “gran obra pictórica corporal”, que fue “in crescendo”  con los años, y que además fue atendiendo a una evolución lógica de los tiempos y de las modas.
Cuando de niños en la playa se quedaba intencionadamente descamisado, yo me preguntaba si ese cuerpo (le llamaban Body), que  entonces  era el de un David, con los años pasaría a estar flácido o fofo, y que aquellas múltiples y multicolores imágenes, letras y símbolos que mes a mes se adherían a su cuerpo y que cruzaban el mapa de sus músculos y huesos, pasarían a ser, como todo, un reflejo de lo que felizmente un día fue. Como he insinuado torpemente, los tatuajes que lucía,  no se trataban de emblemas, símbolos o recuerdos de lo sufrido, vivido o amado, eran más bien un puzle aleatorio indescifrable (con borrones incluidos y todo).Algo así como una  vida transcurrida con torpeza, como la mayoría de ellas. Esta última cuestión terminó dando sentido para mí a su tuneado body.  Debo añadir, por completar la descripción estilista de Manolín, que de sus orejas también colgaban aquellos aros que en marinos de vela simbolizaban grandes gestas transoceánicas (como cruzar el cabo de Hornos o el de Buena Esperanza), aunque Manuel no había salido del pueblo jamás y paradójicamente solo se quitaba los aros cuando se bañaba en el mar, cuestión esta que me irritaba sobremanera.
Cuando con el paso de los años, me lo encontré una fresca mañana caminando, no lo conocí, no solo porque había ampliado su capilla sixtina particular hasta más arriba de su cuello, sino porque además sus largos cabellos no dejaban distinguir sus verdes ojos.
El me saludó con hiriente cumplido: “quillo hijoputa, ¡estás igual!”, (algo que en estos días con tanta foto digital se hace imposible de creer).
Yo le devolví la bofetada: “tú… ¡sí que has cambiao, cabrón!”, sabiendo que había mantenido su “obra”, que era su cuerpo, su body, tan admirable y esculpido como a los 15 años, y que pese a los borrones de tinta y algún chapucero dibujo que le conocía, se conservaba de gloria.

Cuando aquella mañana mis pasos siguieron mi camino en busca de perder algún imposible kilito veraniego, formulé en mi mente uno de esos teoremas que empiezo a querer demostrar empíricamente y que puede ayudar a tantas personas con benjamín sobrepeso: “si quieres estar en forma… tatúate a los 15 años algo en la barriga…no perderás el cuerpo…sobre todo preocupado por la silueta desfigurada que pueda tomar el Gran Poder en ella…”.

Tiene su lógica.

 

      

martes, 10 de julio de 2012

LA MAFIA. PARTE III. NARCISO TRÓCOLA


Trócola , el primero por la izquierda, en carreras de caballos 1.930
 Cuando lo ví por primera vez pensé: “mejor ser su amigo que su enemigo…”. Me lo presentó formalmente  Frankie Pentangeli una mañana en su vieja tienda de ropa para caballero, hace ya algunos años. Narciso Trócola era un viejo conocido de Pentangeli. Frankie ayudó a Trócola a introducirse en “la familia” desde muy joven y le acogió como a un hijo ayudándole en sus inicios, con algunos sucios negocios por el barrio. Cada vez que se veían se abrazaban muy efusivamente, con continuos golpecitos en la espalda que ambos aceptaban gustosamente con sonrisas sicilianas verdaderamente cómplices. Aquello llamó mi atención. Que Frankie tuviera en tan alta estima a aquel pequeño gran hombre, debía de ser por un motivo de peso. No me equivoqué. Trócola con el tiempo pasó a ser hombre de mi confianza, primero acompañando con gran sigilo profesional cada paso que yo daba, y en pocos meses ya se hizo uno de los nuestros.  
Narciso estaba lejos de ser como su homónimo griego. Se peinaba poco y mal, se afeitaba sin cuidado alguno, no prestaba atención a su estilo ni en los espejos ni en los estanques y no rechazaba a pretendientes (porque no las tenía). Se puede decir que no cumplía los cánones de belleza griega masculina.  Además le enloquecía, con locura siempre  muy contenida, cualquier  figura femenina andante (de cánones contemporáneos y no tan contemporáneos, es decir, de todas las hechuras). Pero lo cierto es que Trócola no se dejaba despistar ni por el vaivén de una cadera ni por nada del mundo. Siempre estuvo muy centrado en todos nuestros asuntos, centrado en los asuntos de la cosa nostra.
Si Trócola tenía algún vicio que le pudiera desviar del camino marcado por “La familia”, lo desconozco. No bebía alcohol más allá de unas cervecitas y solo en ocasiones muy especiales: pascua, feria y poco más. Algún cigarrillo que otro, pero su autocontrol era rigurosísimo. Al principio de conocerlo nos veíamos en las apuestas de carreras de caballos y en algún partido de fútbol con Pentangeli y su hijo Lucky. Recuerdo los gritos dementes de Trócola pidiendo tarjetas al árbitro, - “¡rojaaaaa!”, gritaba - y las risas de Lucky y de Frank contemplándolo. Con posterioridad pude saber que estuvo implicado en los amaños de partidos en el Calcio. Le gustaba el dinero, le perdía el dinero, esa era su obsesión, no hay duda.
A mi lado estuvo ejerciendo, como tapadera claro está, el oficio de vendedor de lotería clandestina ("los 4 tréboles"). Cada mañana a las diez en punto nos veíamos en el bar de la esquina, me traía siempre boletos terminados en 8, y nos reíamos viendo la imagen impresa de cada día. No recuerdo ni una sola vez que me invitara a café, y ahí conocí el término “catunambú“: me lo tomo yo y lo pagas tú”. Eso sí, junto a él me sentía el hombre más seguro del mundo; esos rítmicos andares suyos le hacían inconfundible y muy temido en la ciudad. Cada día se enfadaba con un camarero español llamado “Sebastián”, porque no trabajaba según su gusto italiano (finalmente dicen  que lo aniquiló).
Perdí la pista de Narciso hará un año, aunque sé bien dónde encontrarlo, allá donde se muevan grandes negocios, grandes cantidades de dinero. El dinero, como digo, era su perdición...
Recuerdo una vez que le pedí que me invitara a unas cervezas y me dijo que había olvidado la cartera en casa. Un segundo después (recuerdo que estábamos los dos  junto a nuestro amigo “el viejo Andrew”)  le hablé de visitar a unas jóvenes doncellas que podían amenizar nuestra velada. Presto y dispuesto, el bueno de Trócola, sacó la de Ubrique petada de billetes hasta no poder cerrase y perder su forma, y olvidando lo que me había dicho un segundo antes y ciñendo el gesto con la mirada por encima de sus gafas, me dijo enseñándomela: no te preocupes Angello…mañana me lo devuelves”.
Siempre procuré mantener cuentas pendientes con él, para que no me olvidase nunca. Un tipo con un gran corazón, con muchísimo dinero guardado (dispuesto a pudrirse) y muy malas pulgas. Yo le quería mucho.    



           

viernes, 6 de julio de 2012

PROMOCIÓN 1.980


Por esas misteriosas cosas que tiene la vida, después de 30 años (quién me lo iba a decir) volvería a verla. Me localizó, con esto de las redes sociales, un viejo amigo de la infancia que con efusiva alegría me informó de la celebración de una veraniega cena entre los antiguos alumnos de aquel curso inolvidable de 1980. Inmediatamente el mismo gusanillo que me subía por aquella garganta juvenil queriéndome ahogar cada lunes gris cuando la veía, retornó juguetón a mi cuello como si nunca se hubiese marchado de mí (qué intensa es la juventud ¿verdad?...que hay cosas que no se olvidan jamás...). Me quedé mudo por unos segundos al teléfono, hasta que mi coleguilla de batallitas perdidas, que por cierto siempre fue un capullo con arte, me despertó charlatán diciéndome: “¿quillo vamos a ir no?...nos vamos a jartar de reir…enga cuento contigo cabrón…”.

No le pregunté por miedo, pero sabía que allí estaría ella, y eso era lo único que realmente hacía que tuviera ganas de esa decadente cena. Ver que la rizada melena de Alfredito se había quedado sin pelo alguno, saber que “el Moreno”ya no robaba exámenes para repartirlos entre todos y que ahora paradojicamente era guardia civil, conocer que Merceditas “la monja”,  tenía 5 niños con el capullo de "el Jimene" de la clase de enfrente (que seguiría igual de capullo), y saber que “la bomboncito” se había convertido en una tarta de 5 pisos, digánme si no es realmente decadente. Mi promoción la de 1980, qué año. Busqué de entre los cajones alguna fotillo del viaje fin de curso a Roma y otras que tenía ordenadamente perdidas, y con las fotos  vinieron adorables recuerdos mojados de olores olvidados, bañados en colores perdidos todas ellas. Yo también había cambiado mucho, tenía exactamente un kilo más por cada año pasado, así que pensé: “no me reconocerá”.

Curiosamente esa semana anduve preocupado por aspectos que había olvidado mucho tiempo atrás, volví a reír a carcajadas, me sentí sorprendentemente joven y hasta quise recordar cada uno de los apellidos de los viejos compañeros con los que tanto me reía. Curiosamente además, ella no dejaba de mariposear por mi cabeza, de revolotear entre mis sentimientos, y sin embargo llevaba sin aparecer por mis pensamientos hacía más de 30 años (qué intensa es la juventud ¿verdad?, que hay cosas que no se olvidan jamás...). Recordé todas y cada una de las frases que nos dedicábamos con ingenua trascendencia, recordé su torpe maquillaje y mi infantil sentido del humor, recordé su cara y sus manos, recordé el principio y el fin, y me pareció curiosamente (como entonces) que lo vivido aquel maravilloso año de 1980 fue una verdad innegable. Nunca debió terminar ese año a principios de verano, con aquella cruel fiesta de fin de curso, pero así fue. 

Había pasado mucho tiempo, pero en el trascurso de esa semana me pareció volver a 1980. Antes de salir del coche, dispuesto para la cena, me volví a repeinar en el retrovisor, algo que no hacía desde entonces cuando bajaba vasilón de mi motillo. Pude pensar que todo sería como no haber salido nunca de aquella última fiesta fin de curso. Esa era la sensación.

Entonces,curiosamente, sopló la brisa  joven del joven verano sobre mi vieja camisa juvenil, y pareció no estar de acuerdo del todo con aquella noche revival. Me golpearon misteriosamente en ese instante las últimas palabras cortantes que ella me dijo cuando se iba resignada aquella última noche (joder hacía ya 30 años), y que por un instante quise olvidar aunque nunca lo hice del todo. Aquellas palabras fueron: “quizás en otra vida…”.
 
Me paré justo en la puerta del restaurante donde ya había comenzado la esperada y ruidosa cena, y con imponente claridad pensé “esto no es otra vida, tan solo han pasado 30 años…debo saber esperar”. Y despeinándome con aquella misma resignación de entonces me di la vuelta como si tal cosa, como si nunca hubiera sabido de aquella cena 30 años después, y marché rejuvenecido e idiota a casa, quizás dispuesto a esperar con paciencia aquella otra vida, que no sé si algún día llegará.  

martes, 3 de julio de 2012

LA MAFIA. PARTE II. JOHN POUP


Uno de estos cuatro individuos se cree puede ser John Poup
John Poup. 11130, nacido en 1887. Crecido y criado en la calles de esta peligrosa ciudad. Vicios conocidos: el Cádiz C.F. y la ensaladilla con picos. Calificado de "Muy Peligroso". En busca y captura desde 1889.

Cuando me ensañon su fotografía, solo dije “no sé quien es”, pero mentía. Sabía muy bien de quien se trataba, cómo vivía y dónde solía parar cada mañana al mediodía. Esa cara era absolutamente inolvidable. No tuve nunca el más mínimo percance con él, más bien todo lo contrario. Yo le conocía desde muy joven, pero he de reconocer que mi contacto con él fue a través de mi querido sobrino Vincent. En los últimos años creo que fue su "ayudante especial", su más cercano compañero, incluso hicieron algún sucio negocio juntos, según supe años despues.

A John Poup, nadie le conocía por su nombre, todos usaban su nombre en clave, un cariñoso y entrañable diminutivo, que como podeis entender no debo desvelar. Era de familia hispano-italiana, como sabía la polizia, y de costumbres muy arraigadas a estos dos pueblos latinos, como por ejemplo la veneración de imágenes religiosas (cuestión esta que no contemplaba su ficha policial). Poup, se convirtió por mérito propio y estoy convencido que por los malos consejos de Vincent, en uno de los matones a sueldo más descorazonadores del sur del país. Sangriento como la sangre en tomate, serio como el morcón y peligroso como una ensaladilla en verano, el nombre de Poup fue tomando, con el peso de sus actos, un tinte realmente aterrador entre la ciudadanía.

Debo reconocer que las primeras veces que le ví, siempre con Vincent y algún otro miembro de su joven clan como Franchesco y un tal Orrequia, me pareció un tipo inofensivo, indulgente e introvertido. No me equivoqué en este último aspecto, puesto que era extremadamente vergonzoso y callado hasta límites insospechados. Se puede decir que no malgastaba saliva, y ahora entiendo que un tipo tan buscado como él hacía bien. La prudencia es una cualidad que si no llegué a adquirir a su lado, no adquiriré jamás.

Con los años, según pude saber, emigró a la capital, en busca de la compañía de una dulce y morena mujer que serenaba como nadie sus malas artes y que hacía florecer su carácter más cívico.

Del famoso, introvertido, buscado y nunca encontrado John Poup, solo recuerdo su cara, alguna agradable fiesta de carnaval benéfica a su lado, y concretamente tres frases, que fueron las únicas tres frases que le escuché de su serena voz en vida:

La primera frase fue: “...aro, aro…”
La segunda frase fue: “la envidia es mu mala…”

Y la tercera y última frase, que tomo personalmente como patrón en cualquier encuentro gastronómico, fue memorable: “¡aquí siempre hay ensaladilla...!”, una frase que puede parecer normal, pero que pronunciada con excesiva seriedad, con mirada matona tajante de rabillo  y en un tono casi ofensivo tras la pregunta lógica, es sencillamente ilustrativa del caracter  de Poup, que no puedo olvidar. Aunque ahora que lo pienso, esta última frase no sé si fue suya o de su respetable padre.