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Muralla de Assilah |
De los cuatro continentes que he podido pisar en mi inmunda existencia quizás el único cuya tierra ha revolcado mis sentimientos, hasta perderlos en lo más hondo, fue el africano. Fueron muchas las travesías bordeando sus verdes costas, sus pieles azules, sus gentes y sus olores, sus miserias y sus grandezas. Mis primeras conversaciones con este grandioso continente fueron gracias al almirante Connery, cuya predisposición y amabilidad británica agradeceré profundamente siempre. El almirante Connery era un marino curtido en mil batallas, un caballero apuesto aún a su longeva edad, amplio conocedor del “mundo moro” y de la mente humana, capaz de dominar los arrebatos de un cadete y de satisfacer los caprichos de la alta realeza. Sus vastos conocimientos de tierras morunas y sus contactos con El Raisuni, me sirvieron de acicate para, junto a mi inseparable Julien, llevar a cabo las primeras expediciones por el norte de África.
En la región más boreal del continente africano fueron muchas las experiencias que viví junto a Connery y a Julien. De nuestros inicios aventureros recuerdo especialmente una amplia y clara mañana azul cielo. Habíamos cruzado en nuestra goleta el temido estrecho de Gibraltar sin mayores contingencias, hasta desembarcar sanos y salvos en un acogedor pueblecito de la costa atlántica, llamado Assilah.
Julien, como era de costumbre, andaba preocupado por los enseres y por nuestro bienestar general doméstico. En presencia del almirante Connery ponía, si cabe, especial énfasis en este tipo de asuntos. Ambos sabían gozar de los placeres de la aventura, de todo lo que era nuevo y desconocido para nosotros, y sobre todo sabían disfrutar de espléndidas conversaciones a la mesa. La preocupación del almirante Connery era que los asuntos diplomáticos con las autoridades fueran siempre de buen grado. Conjuntamente pues, se decidió a la hora de almorzar, tomar asiento frente a la playa, ya que un pescador nativo nos prometió que probaríamos el pescado más fresco del océano.
Todo parecía estar en orden, todo según lo planificado. Nuestra vista puesta en el azul del mar que nos golpeaba de frente con su imponente panorámica salada, a nuestra espalda la soledad de las ardientes tierras secas del norte de África, entre ambos, justo en medio, nosotros. Allí nuestros sueños estaban casualmente a salvo, entre una multitud desconocida que nos observaba como lo que éramos, extraños. Todo en orden, hasta que avisté la cara raramente desencajada de Julien mirándome fijamente.
- “¿Qué te pasa joe?, te noto extraño”, le pregunté.
- “Me estoy cagando”, me respondió sin rodeos.
Entendí de inmediato el por qué de su cara desencajada, el por qué de su espléndida frente repleta de innumerables gotitas de sudor, el por qué de su incesante pañuelo de tela secándolas, el por qué de su inquieta mirada hacia todas partes y el por qué de su piel erizada.
- “Entra en el bater joe…, ¿qué esta esperando?”, le dije ingenuamente.
- “¡El baño está hecho una mierda cohones!, he entrao y está asqueroso….”.
Recomendé a Julien que se moviera por los alrededores en busca de un aseo decente, que al menos respetara las mínimas exigencias para ejercer tal necesidad fisiológica, sin llegar a males mayores ni a otro tipo de indisposición. Julien se había anticipado ya:
- “El bar de al lao está igual o peor, vaya tela…”
La situación en ese segundo empeoró gravemente, sobre todo al ver las distintas tonalidades que tomaba el rostro de Julien. El almirante Connery mientras tanto, encantado y ajeno, esperaba la llegada de su corvina a la mesa.
Al mirar de nuevo a Julien, me sorprendí, pues tenía la mirada fija penetrante puesta en mis ojos, como queriendo parir una de esas soluciones vitales indispensables, como queriendo parir una idea que aclarase toda su oscuridad, toda su negrura, y tras unos segundos sin mediar palabra por fin me dijo decidido:
- “ar carajo… ¡¡la aventura es cultura!!”, y tomó como una centella el camino hacia aquel aseo caverna, que prefiero no imaginar.
Pasados unos minutos Julien salió de lo oscuro para volver a la luz, salió como un hombre nuevo, como aquel que sale del infierno y vuelve al cielo azul frente al océano, e inmediatamente, como si tal cosa y con tono muy jovial, preguntó al almirante:
- “¿no ha llegao todavía mi corvina?” (obviamente había recuperado el apetito)
Yo, asombrado y más tranquilo en aquel iluminado y cercano rincón de África, anoté en mi cuaderno esa genial parida de Julien aquella tarde: “la aventura es cultura”. A veces esa frase me ha dado ese pequeño empujón hacia lo desconocido, pero reconozco que debiera tenerla mucho más presente cada uno de mis días.
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