martes, 17 de julio de 2012

LA PLAYA

Gregorio conducía desde Sevilla cada año su viejo autobús hasta la playa. A sus espaldas más de cincuenta jóvenes ancianos, por no decir viejetes con ganas de mucho cachondeo, que cantaban al unísono temas tan punteros como “la cucaracha”, “para ser conductor de primera…” y el “borriquito como tú”, durante dos horas de trayecto. Buscaban supongo el frescor del mar, un respiro para sus maltrechos cuerpos en la sal de la orilla, supongo el azul del cielo confundido con el del horizonte marino, y sobre todo buscaban disfrutar de la vida sin intentar entenderla…que bastante se había bregao con ella durante el invierno…
Cuando llegaron a la playa y por fin Gregorio encontró un polvoriento carril donde aparcar su  cansado autobús, la primera sensación para Gregorio al bajar del mismo no fue de alivio de frescor marino en su curtido careto, sino más bien una bofetada de calor  seco del bajo Egipto. Mujeres y hombres se apeaban entre escandalosos gritos y risas chocantes de esas de señora novelera alterada. Buscaban todos  sus bártulos como si se tratase de la piedra filosofal. Hasta que en cuestión de cinco escasos minutos Gregorio quedó en soledad con su fiel compañero, su verde autobús.
Era Gregorio, lo recuerdo bien, un hombre corpulento de pelo cano y cejas muy pobladas, de fácil sudada,  de gran apetito y más bien discreto, de pocas palabras. Enterraba, entre su también poblado pecho lobo, la cruz de Caravaca desde siempre y como pude comprobar ese mismo caluroso día,  era un tío de extrañas costumbres.
Nada más quedarse a solas con su entrañable autobús, Gregorio lejos de apresurarse para darse un bañito exfoliante espiritual y quitarse los tremendos calores que cargaba desde Sevilla, sacó una manguerita amarilla de no sé dónde y se puso a limpiar intensamente su querido autobús como si regara en el acto el jardín de su felicidad (con el dedito en la manguera para sacar presión mientras silbaba).
Una vez acabada su primera sorprendente faena después de tanto calor, no pensó en tomar una cañita bien fría en un chiringuito como haría cualquiera, no reparó en el paso de tórtolas que en mini-bikini podía pasear mostrando con orgullo su esfuerzo invernal, no tuvo inquietud por tomar una tapita de pescaíto frito de la tierra y por supuesto no tuvo la mínima curiosidad por el azul celeste del mar que solo veía en películas. Eso sí, sacó de debajo de su asiento de conductor una botella de plástico envuelta en corcho, podía ser agua, y un bocadillo envuelto en papel albal, que resultó ser de chistorra, y con una naturalidad pasmosa se sentó en un tronco de pino cortado que había justo la sombra de otro que corrió mejor ventura, y se dispuso al lío. Todo esto en medio del polvoriento carril bañado en calor junto a su fiel autobús.
Se puede pensar que era extremadamente profesional, pero ¿qué le impedía la profesión para dar un paseo en la orilla del mar?, ¿para tomar el sol cómodamente bajo una sombrilla?, ¿para ver volar las cometas con el viento y los barcos con las olas?; y  si me apuran ¿para tomar unas cañitas a las diez de la mañana si la vuelta a Sevilla no era hasta las ocho de la tarde?.   
La respuesta la obtuve horas después, cuando pasé justo a su lado. El estaba tumbado completamente panza arriba en los maleteros abiertos de par en par de su preciado autobús. Eran las calurosas tres y cuarto de la tarde. Tenía un pitillo casi consumido en su boca, que contribuía, en los mismos bajos del bus, a una sensación de calor peligroso. En ese mismo momento, mientras yo me quejaba por una mañana cualquiera, le escuché decir con voz muy agarrada: “esto es vida…y mañana puede esperar…”.
Comprendí  entonces lo mismo que comprendieron los jóvenes ancianos al escapar del bus sin reparar en ello; la vida no está para comprenderla sino para saber disfrutarla (que diría alguien con mucho coco algún lejano día)…y comprendí en ese instante que el amigo Gregorio sabía hacerlo…a su manera…  
 



No hay comentarios:

Publicar un comentario