martes, 31 de julio de 2012

RELÁJATE Y DISFRUTA DEL VERANO

¡Disfruta del verano y relájate!, le gritó su mujer aquella mañana de verano a Jorge, harta de verlo estresado hasta las cejas, harta de sus comeduras de coco sin salida, y harta sobre todo de los mil y un suspiros de su marido al amanecer. Pero para Jorge era difícil concebir un verano placentero encerrado como un pájaro en la ciudad, ahogado entre e-mails y abrasado a la parrilla por un asfalto solitario, y enterrado, como digo, en multitud de papeles que por supuesto eran, para cualquier otro ser humano, banales.
Así que aquella tarde, después de innumerables tardes a la deriva, Jorge decidió tomar las riendas de su destino, y nada más llegar a casa y cerrar el viejo y aburrido portón, exclamó con un tono meloso y de antigua canción de circo: “¡nos vamos de vacaciones a Cádiz!”.
 Sin perder un segundo y con extrema premura, como aquel que piensa que Cádiz podía arder entre llamas aquella misma tarde como ardió Troya, se dispuso a dar órdenes de general a su mujer y a sus dos hijas, y perdido en el fondo de su armario, rebuscó  su vieja vestimenta veraniega. Jorge con la misma fatiga y alta tensión que de costumbre, atestó tambien las olvidadas maletas hasta casi no poder cerrarlas y partió rumbo al mar.
Llegaron a Cádiz pasadas las nueve de la tarde, después de un intenso y sofocante viaje en coche. Era esa hora donde los colores se pierden con el sol, donde el mar en verano pasa a descansar de los humanos y donde los mismos jartibles de siempre sacan la misma monótona fotografía de casi siempre titulada “atardecer en la playa”.
-          “¡Hoy vamos a cenar pescaíto frito joder!”, comentó Jorge a su familia como una obligación ineludible, a bocinazo limpio, nada más salir del coche que guardaba ya un intenso olor a nervios.
Cuando por fin salieron del hotel donde se hospedaban, duchados todos, fresquitos, bien peinados y con la ropa estrecha  veraniega de otras temporadas, Jorge, tomándole gusto a eso de llevar las riendas de su destino, se acercó a un anciano que descalzo, y sentado en un banco de una plazoleta, contemplaba gustoso la caída de la tarde. Le preguntó impaciente:
-          Oiga por favor, ¿conoce usted un buen restaurante donde comer pescaíto frito?
El anciano muy pensativo y tomándose unos pocos segundos, que para Jorge resultaban interminables y desesperantes, contestó con mucha parsimonia:
-          “…Ajú…”, (solo dijo eso). Apurado y mirando a todas partes continuó con su interminable procesar. El anciano le explicó amablemente:
-          Mire usted, aquí pescao güeno hay en musho sitio, pero me están disiendo (lo dijo como si tuviera un pinganillo en la oreja), que frente ar muelle hay un sitio mu güeno y mu baratito, así que tire to´ de frente por iguá y er bá que está allí, ése e…”la primera de Cádiz” creo que se llama…
Cuando el estresado Jorge y sus tres mujeres llegaron por fin al bar, donde buscaban el ansiado pescaíto frito como un tesoro perdido cualquiera, desde lejos atisbaron un par de mesas en la terreza vacías, y Jorge aún más alterado si cabe, voló unos metros nervioso hasta  tirarse encima de una de las mesas libres cual aguila perdicera, y con el móvil por el suelo y mirándo a su mujeres satisfecho les gritó de lejos: “tenemos mesa cariño!, aquí!, aquí!”.
En ese momento se escuchó una voz, profunda muy del lugar, que venía de dentro del bar:
-          “cucha, cucha, cucha…ande va?...ande va?...asqui de prisa ni mijita ehh…esperarse un poquito… que no pasa na joe…que yo llevo to la tarde aquí solo esperando que lleguen ustedes…”, y se echó a reir.
Aquel hombre, que no parecía camarero por su vestimenta pantalón americano, polito verde claro de raya blanca y su gran bigote, templó definitivamente a Jorge, a su mujer y dos niñas, que empezaron a olvidar desde ese instante los móviles.
Despues de esperar un rato sentados a la mesa bajo el cielo estrellado de Cádiz, despues de comer buen pescado, y sobre todo despues de ver como se iba la luz del local una y otra vez por un mal contacto en una de las viejas freidoras, y comprobar que la gente se lo tomaba aquello a guasa y se reía cantando al unísono y de broma “cumpleaños feliz”, Jorge tomó concienca que nunca sería dueño de su destino, y que si algún día llegara a serlo, no sería en ese rincón del mundo. 





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