A esa hora mañanera extremadamente temprana, donde no hay espacio para la melancolía, solo para aquellos cuya noche nunca termina, a las 7.00 en punto de la mañana, Ramón tomaba del brazo cada día su peculiar bicicleta y solía dar un placentero paseo con vistas al océano. Un paseo por las nubes.
No tenía nada de particular su paseo, a esa hora donde la mayoría de los cuerpos duermen y las almas sueñan, solo podía contemplar la inmensidad de las aguas azules hasta tocar en un gris horizonte, solo disfrutaba del libre vuelo de las gaviotas sobre el viento y la mar, solo gozaba del sonido de las olas desfalleciendo en la orilla, solo podía oír el silencio de una ciudad sin coches y el pum-pum de su viejo corazón bajo su pecho golpear. Como digo nada de particular, pero Ramón saboreaba esos momentos como un niño saborea un caramelo.
Su caramelo se empezaba a volver amargo cuando se cruzaba, junto a la catedral, con un joven basurero ejerciendo su trabajo. ¿No hay mayor dignidad que la de un basurero barriendo las calles?, me preguntaba yo, ¿por qué entonces Ramón se empezaba a cabrear tanto?, ¿quizás porque el basurero ya no era barrendero y con su potente y ruidosa máquina aspiradora cojonera podía despertar a toda una ciudad?, ¿quizás porque mientras la máquina aspiraba las miserias de una ciudadanía éstas podían quedar ocultas para siempre?. Qué sé yo..., lo cierto es que cuando Ramón pasaba a la vera del joven basurero le saludaba gustosamente en voz alta gritándole:
“¡Buenos días… cabronaso!”, con un claro acento de la capital.
El chaval entre el espantoso ruido de la máquina cojonera y sus cascos de protección puestos, no se enteraba del cortés saludo de Ramón, y solía levantarle la mano a modo de saludo muy amablemente.
El paseo de Ramón proseguía salpicado por la mar, salpicado por la arena y por la calma serena de un silencio envolvente, pero cuando llegaba a la altura del paseo marítimo empezaba a romperse en pedazos esa armonía placentera prácticamente del todo. Tenía que ir, con su fantástica bicicleta, sorteando a cada poco a jóvenes y no tan jóvenes atletas que como él disfrutaban del temprano amanecer, y eso parecía no gustarle demasiado. Ramón usando su vista de lince y su astucia de viejo zorro, cuando observaba a un deportista con los cascos puestos engullido por la música, al pasar de nuevo a su vera, no perdonaba eso de: “buenos días…cabronaso”, y proseguía con su parsimoniosa pedalada.
Lo de “cabronaso” no era invariable, y a veces lo cambiaba por “mamonaso”, por “sieso” o por “sijoputa”, según le cogiera.
No encontraba yo explicación a esa extraña conducta de Ramón, un hombre aparentemente educado.
Una de esas mañanas donde no cabe espacio para la melancolía, y corroído por la curiosidad, pude saber que Ramón cuando llegaba a casa tras su paseo matutino, se colocaba hermética y cuidadosamente sus cascos en sus oídos, y su mujer Antonia, que había perdido la chaveta hace algunos años, le saludaba amablemente cada mañana en voz alta y gritándole:
Una de esas mañanas donde no cabe espacio para la melancolía, y corroído por la curiosidad, pude saber que Ramón cuando llegaba a casa tras su paseo matutino, se colocaba hermética y cuidadosamente sus cascos en sus oídos, y su mujer Antonia, que había perdido la chaveta hace algunos años, le saludaba amablemente cada mañana en voz alta y gritándole:
“¡Buenos días cabronaso!”, que variaba según le cogiera por “mamonaso, sieso o sijoputa”, con un acento claramente de la capital.
Pude comprender esa misma mañana gris, que siempre existe una explicación para una conducta, por rara que nos parezca, y que siempre hay un cabronaso, mamonaso, sieso o sijuputa que no se entera…
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