jueves, 30 de agosto de 2012

EL SILENCIO DE LA CORCHEA


Dos corcheas y un silencio
 La voz de Angee era una voz muy especial. Era sensual cuando debía ser sensual, dulce cuando, por esas cosas que tienen los días, la vida se hacía amarga como el tabaco; y era su voz cariñosa cuando los ojos de otro ser así lo reclamaba desde muy lejos.  Angee tenía una voz capaz de descubrir para los demás los secretos de un mundo que nace cada mañana desde oriente, una voz tan cercana a la tierra como el agua cuando cae desde las verdes alturas y tan cautivadora como el canto de los pájaros en la ribera de un río. Voz de verdes bosques, voz de mujer desenfadada, voz de canzonetta sobre blanco al aire de la noche. Angee tenía una voz sencillamente muy especial.
Podía ser lo que su voz hubiera querido ser, pero la contrataron en Vodafone de operadora telefónica. Cuando el perfecto estúpido  conocedor de recursos humanos la escuchó hablar, creyó haber saltado por la ventana y haber comenzado a volar como la golondrina flotante lo hace sobre las nubes. Creyó surcar las olas del mar por cada sílaba pronunciada de Angee, que como si tal cosa reproducía una perfecta sinfonía. Los ojos de aquel yuppie guay empezaron  a dar vueltas de tragaperras creyendo que Angee aumentaría sus incentivos pordioseros a final de mes. “Estás contratada, empiezas mañana a las 8.00”, fueron sus únicas palabras durante la entrevista.
Angee, no solo aumentó los incentivos de aquel pordiosero conocedor de perfiles, sino que fue capaz de vender lo invendible gracias a su ya descrita voz. Poco a poco sus faenas telefónicas de “operadora encantadora” se hacían cada día más complejas y enrevesadas. No solo captaba más clientes que nadie, también se ocupaba de vender celulares totalmente descatalogados, ampliaba considerablemente los contratos de clientes desorientados y por supuesto recuperaba grandes cuentas de empresas absolutamente perdidas. Su voz, como digo, era una voz muy especial.
Pronto llegó la hora, para la encantadora Angee, de una tarea imposible para todas las demás celosas operadoras: “la captación de clientes potenciales de sobremesa”, que también podemos llamar “por culo del carajo en plena siesta a las 15.30 de la tarde”. Angee no temía aquel ridículo reto, sabía de lo que era capaz, conocía los tonos capaces de emitir sus cuerdas vocales, manejaba la musicalidad de las palabras y de las personas, controlaba los tiempos y casi los espacios, las corcheas y semicorcheas, las fusas y semifusas. Diría yo, que incluso sabía dibujar sonrisas telefónicamente.
La hora llegó, 15.30 de la tarde. Ring, ring, ring, ring…
-”¡¡¡Dígame!!!”, contestó de modo algo violento una voz varonil desencajada.
-“Buenas tardes, mi nombre es Angee, le llamo de Vodafone… 
Tras pronunciar melódicamente Angee esas 10 palabras, sorprendentemente solo pudo escuchar del otro lado del teléfono el siguiente sonido repetitivo emitido por ese extraño hombre, durante casi un minuto:
-“guau, guau, guau,…  guau, guau, guau… guau, guau, guau…guau… guau, guau, guau…… guau…, guau, guau…guau…   ”.
Era la imitación vulgar de un perro sordo, que no atendía a palabra amable alguna ni a tonalidades cautivadoras, solo sabía que le habían jodido la siesta y ladraba.
- “perdone…oiga perdone…mi nombre es Angee”, quiso engatusar de nuevo con su don innato la paciente y cautivadora Angee.
Por un momento el hombre perro calló, y tras unos segundos en silencio dijo:
-“Cómo me has dicho que te llamas ¿¿Angee??..., preguntó el perro ladrador ya hablador.
-“Sí caballero…, mi nombre es Angee…”, dijo Angee con una musicalidad más melosa si cabe.
-“¿Esto se está grabando, Angee?”, preguntó sorprendentemente el hombre perro de nuevo.
-“Sí caballero, pero solo por razones…”
Antes de poder Angee seguir con su discurso envolvente con tonalidades de verdes bosques y voz de canzonetta sobre blanco al aire de la noche, el hombre perro gritó:
-“Poooo´... yo me vi a cagá en tu puñetera mare Angee!! …”.
Angee colgó apresurada el teléfono infalible hasta ese momento y quedó enmudecida y envuelta en un absoluto silencio. Un silencio que ahora para ella se hacía necesario. Vió entonces de forma cristalina que su voz nunca mejoraría ciertos silencios fundados y que hay ciertos momentos donde debe mandar un silencio perpétuo.


    


  

viernes, 24 de agosto de 2012

THE PACIFIC. Parte II. DESEMBARCO

Miembros de La 3ª División aquella tarde
24 de agosto de 1940, 13.15 de la tarde. Nuestra nave, desbordada de un calor sofocante y de ciertos sudores fríos fruto de la noche anterior, desembarcó en aquella playa conocida como de la barrosa (latitud 36 20´48.26”N, longitud  6 9´52.40” W). Como nuestra división, otras cientos de miles se agolpaban en esa misma playa, en busca de una bocanada milagrosa de aire fresco. Cuando nos encontramos de bruces con aquella panorámica azul oceánica, olvidamos por un instante que vivíamos sumergidos en una cruel y despiadada guerra.  Pronto volvimos a nuestra realidad.
El “sargento Harry” dirigía la operación, no sin los nunca despreciables consejos del “Sargento Slot”, mi suegra. Miles de soldados como yo, acataban órdenes en la playa con primorosa premura. La primera decisión discutida por ambos sargentos fue donde establecer nuestro campamento base. Manteniendo un riguroso silencio sumiso, mi compañero Joe (mi suegro) y yo, esperábamos pacientes tal decisión, que se antojaba fundamental para el buen trascurrir de la jornada. Finalmente lo hicimos al resguardo de ciertos vientos frescos procedentes del noroeste, percibidos única y exclusivamente por el "sargento Slot".
Las escenas contempladas eran dantescas. Se me hace imposible trasmitirlo con palabras. La situación en la que se encontraban la mayoría de soldados en la playa era como la nuestra, lamentable. El griterío entre la multitud era insufrible. El caos era total.  
La situación empezó a mejorar considerablemente, una vez ya dispuestos en nuestro campamento, cuando el "sargento Slot" sacó de su petate cierta manutención refrigerada capaz de levantar el alma de un muerto: gazpacho y tortilla. Sabía bien lo que hacía. La cara de mi compañero Joe y la mía sufrieron una prodigiosa transformación. En aquel momento empezamos a establecer los puntos estratégicos mágicos que existían a nuestro alrededor, puntos top. Los puntos top eran algo así como  espejismos sobrenaturales, visiones que tomaban forma de mujer con medio cuerpo al desnudo. Sirenas. Eran innumerables, se hacían infinitos esos puntos y como la mayor de la drogas, nos transportaba por momentos a otro mundo desconocido. 
-          “Ssssssss, ¿ya vale no?”, nos corrigió el "sargento Harry" con cara de pocos amigos.
Nos fuimos entonces a la orilla. Allí la situación parecía ya controlada dentro de nuestra división, y la guerra, por un momento, parecía querer morir poco a poco. El sargento Harry se acercó a nosotros y con tono distendido comenzó a tratar con naturalidad temas banales, cosas como “qué fría está el agua”, “que de gente hay hoy…” y “que bien se está aquí…”. Joe y yo nos limitábamos a darle toda la razón en busca de la soñada peace.        
En ese instante, un viejo soldado conocido, compañero de muchas batallas, nos sorprendió en la orilla a los tres y con toda la imprudencia y crueldad del mundo soltó sin piedad alguna:
-          “¡¡Quillo que pasa!!, ya me han contao cojhones... ¿fue gorda la de anoche no?”.
El sargento Harry, con tan solo su mirada, disolvió de inmediato esa reunión. Joe compasivo agachó la cabeza. Quise matar a ese maldito soldado, quise que me tragara la tierra.
La guerra no había terminado, acababa de empezar y yo ya me preguntaba: ¿cuándo el alma humana entenderá como absurda una guerra?, ¿cuándo el alma humana dará paso a una paz sin vuelta atrás?, a una paz que se entienda como nuestro estado más avanzado; y sobre todo me preguntaba: ¿cuándo volveríamos a casa?.  
Fue un día como hoy, un viernes 24 de agosto de 1940.


   

martes, 21 de agosto de 2012

THE PACIFIC - Parte I. LA RESACA


Desayuno de soldado

La guerra  pasó a ser una realidad inevitable e insufrible para nuestros cuerpos ya maltrechos y desnutridos en aquella calurosa mañana de verano. La guerra pasó a ser ese ente impensable e inhumano, ese ente tristemente aceptado, que tan solo unas horas antes, era absolutamente inconcebible dentro de mi estrecha mente callejera. Pero la guerra estaba encima ya de nuestras cabezas. Y esa era nuestra realidad.
La noche fue larga en la trinchera, más que larga intensa y más que intensa desmedida. Noche rota por innumerables fogonazos de metralla cristalina justo en medio de la oscuridad que da la luz de las estrellas apagadas. Demasiadas luces rotas en la noche. Demasiadas estrellas apagadas.
Eran las nueve en punto de la mañana y haciendo un esfuerzo sobre humano me desperté para desayunar sin gana alguna de desayunar, en medio de aquel calor asiático y empapado absolutamente en sudor. En aquel salón a solas el “Sargento Harry”, con la cara totalmente limpia y despejada, estaba justo en frente mía, tomando un tazón de café sólo. Me miró de arriba abajo y de abajo a arriba, como miran los sargentos en la mañana, como pasando revista de reojo y sin omitir sonido alguno prosiguió con su desayuno. Yo aún dormido y desventurado, me atreví insolente, a quitarle hierro aquel asunto de los japos, sabiendo que la guerra, como digo, estaba ya encima de nuestras cabezas sobrevolando.
-          “Buenos días mi sargento”, dije con media voz aún dormida.
El sargento no se inmutó de primeras, prosiguió a solas con su tazón de café sólo. Tras unos segundos volvió la mirada hacia mí. De nuevo me examinó de arriba abajo y de abajo a arriba, como preguntándose qué clase de soldado era yo, como preguntándose quién era yo, cómo preguntándose qué coño hacía yo justamente allí, junto a él.
Por segunda vez, infeliz y miedoso, me atreví a dirigirme al “Sargento Harry” con la voz ya algo más despierta, esperando que sus palabras fueran reconfortantes y me devolviera a esa otra realidad que yo sí conocía, esa otra realidad que estuviera más cerca de la paz, que estuviera lejos de aquel océano desgraciado:
-          Vaya nochecita de calor…”, le dije esperando claramente una respuesta compasiva.
El sargento Harry se levantó de la mesa donde me disponía para desayunar junto a él y después de unos segundos, con tono sereno y severo, alargando la musicalidad de sus palabras dijo:  
-          Vaya, vaya, vayaaaaaa…”, y se fue a la cocina con paso firme.
Desde la distancia, el “Sargento Harry” sin abandonar el tono sereno y severo, me impuso su particular condena al entender que mis actos de la noche anterior podían ser considerados como una desmesurada salida de tono y muy fuera de lugar borrachera. Yo acaté órdenes.
Ese santo día de resaca lo pasé enterito entero en la playa con mis suegros. Debo aclarar que a mi suegra se le conoce como “Sargento Slot”.  


   

viernes, 17 de agosto de 2012

ELOGIO A LA MAR

Le gustaba pescar en soledad. Pasar horas interminables muy a solas mar adentro, le acercaba más que ninguna otra cosa a su gente, a su tierra (que era la mar) y a su tiempo. Estaba todo tan cerca a tan solo unas millas, y le parecía todo tan lejos, que confundía  y aceptaba en su mente ya ambos conceptos como similares. Sus teorías pesqueras y marinas, y por consiguiente lunares, me parecían más extensas y fundamentadas que la de cualquier otro marino, pero sobre todo me parecían más interesantes, puesto que las hacía todas extensibles a la vida humana. Se llamaba Marlow, y su estampa era la de un viejo pescador descamisado, fornido  y calado a golpes de mar hasta los huesos. Le distinguía su exagerada y sobresaliente mandíbula, más propia de pez que de hombre.  

Cuando al amanecer pisaba tierra, despues de toda una noche conversando a solas con el otro mundo, que para él nacía y yacía en el océano, Marlow solía beber dos tragos de aguardiente, que parecían tener el efecto de devolverlo a esta vida terrenal, vulgar y cotidiana. Quedaba entonces lejos de los dioses que lo comprendían y de las ninfas que lo enamoraban. En tierra hablaba poco, más que hablar sentenciaba, y guardaba mucho.

No comprendía Marlow una vida sin mar, quizás no se pueda comprender para alguien como él. Alguien para quien el azúl es mar, la tierra que frutos da es mar, el horizonte lejano mar, el amanecer y el ocaso mar; mar las nubes y los vientos, mar el pan y el vino, el sol y la sal, lo conocido y desconocido. Le debemos todo, según Marlow, al mar: no solo la apertura a nuevos mundos, a otras civilizaciones, tambien le debemos lo ancho de nuestra mente, lo más íntimo de nuestro ser al mar. Nuestros miedos y nuestros límites, nuestras luces y sombras no son otra cosa sino reflejos de un mar proyectado. Naufragios y tesoros, todo se le debe a la mar. Para Marlow tierra firme, pasaba a ser una anécdota temporal, algo que cree ser firme no es más que un engaño, una burla para los sentidos. En la mar reina lo eterno y etéreo, nuestras preguntas y respuestas, la luz y las tinieblas, el temporal y la calma, ¿donde mejor se reflejan que en la mar?.

Indignaba a Marlow el trato de los humanos al mar. La única especie, decía, que no lo respetaba, la única especie que lo dasafiaba, la única que siempre perdía. La más avanzada, ignorante y desdichada.
No me sorprendió la mañana que apareció su barca desnuda con su ropa mojada y fatigada en la orilla sin su cuerpo dentro. Era una muerte anunciada. Solía decir, "lo que la mar me dió, a la mar lo devolveré" y se entregó entero. 

Marlow lo sabía y conocía, la mar, el primer y último paso a la luz.



    




  

martes, 7 de agosto de 2012

CERCA DEL CIELO DE YAKARTA

Sonaba música folk en directo de fondo, las luces de la ciudad de Yakarta se confundían con las estrellas desde aquella vista de rascacielos infinito, el viento se deslizaba violento sobre las melenas atrevidas que desfilaban sugerentes en la terraza exterior, la noche descansaba ya de un insoportable  y caluroso día mientras Martin esperaba paciente, en la barra de aquel idílico restaurante, que llegara Jeanne. Había reservado mesa ella y él paciente le esperaba.
Se habían conocido esa misma semana en la recepción del hotel, él viajaba por trabajo, Jeanne necesitaba un respiro. Ambos parecían haber encontrado el uno en el otro su otra mitad perdida en aquella inundada y caótica ciudad.
Después de media hora de dulce amarga soledad y tras la segunda amable invitación de la atenta y atractiva camarera, Martin pidió un deseado bloody mary.  La noche parecía joven, la gente se animaba, la música inspiraba cada minuto un poco más a los cuerpos y Martin seguía con ánimo intangible a la espera de la esperada Jeanne.
Después de varias canciones  oscuras y de mucha contemplación, Martin pidió su segundo bloody mary. Después pidió el tercero y después del tercero el cuarto. Tras el quinto, la atractiva camarera le volvió a invitar a un trago de ron, y tras ese tambien inspirador trago perdió la cuenta y empezó a mezclarse con la noche que le rodeaba con envidiable soltura. Una exótica flor vestida de mujer se acercó a un ya indefenso y solitario Martin, que gustoso, borracho y ajeno aceptó su cautivador perfume.
Dos horas más tarde de la pactada hora, apareció por aquella última planta cerca del cielo de Yakarta, Jeanne. Desde muy lejos observó como Martin se mezclaba vivo con la música, como se deslizaba ágil por entre las luces y como besaba pausado e irreflexivo los labios irresistibles de aquella exótica flor vestida de mujer. Su supuesta otra mitad se había reducido a añicos en cuestión de dos interminables horas. Se acercó impávida hacia un perdido y encontrado Martin y le dijo:
“Ese hombre que está sentado mirándonos a los dos, me dijo esta tarde que no eras hombre para mí, que no me mereces en absoluto…y que no serías capaz de esperarme dos horas solo en este restaurante…tenía razón”.
Jeanne, sin escuchar una sola palabra de Martin, se volvió orgullosa de inmediato hacia el ascensor, que tan solo dos horas antes  creía le subiría al cielo, y tragándose sus lágrimas bajó hacia sus penumbras de nuevo. Volvía a necesitar un respiro.
Martin borracho, confuso y mezclado con el cielo de Yakarta, confesó casi sin poder pronunciar palabra,  a la exótica flor vestida de mujer lo siguiente:
Ese hombre que está sentado mirándonos a los dos, me dijo esta tarde que ella no era mujer para mí,  que no me merecía en absoluto…y que me dejaría esperando y plantado como un imbécil durante justo dos horas en este restaurante, porque está con otro hombre…y tenía razón”. 
Ese hombre que sembró la maliciosa duda en dos almas perdidas, encontradas y enamoradoras y que estaba sentado cerca del cielo de Yakarta era el diablo. Ese hombre era yo.

  

viernes, 3 de agosto de 2012

EL PARAISO PERDIDO

-          "Cari de verdad, yo creía que al final me iba a quedar en Madrid en agosto, pero my pather se puso hecho una fiera conmigo…y me ha obligado a venir con ellos al aparta…créeme por fa…por fa…estoy mogollón de agobiado…"
Esto fue lo que en primera instancia pude oír, a un Justin Bieber de la vida, hablando por su móvil de penúltima generación un 2 de agosto, mientras no dejaba de dar vueltas alrededor de su pelo y del borde de la piscina comunitaria. El chaval,  con esa edad donde empieza a morir la inocencia, unos 15 años, se movía vasilón como él sólo, y parecía contar con sus pasos una y otra vez el perímetro de la piscina donde los demás nos dábamos un chapuzón agostero. Mientras, él, sin descanso, hablaba a borbotones.  Entendí que Justin, llamémoslo así, estrenaba veraneo por el color de su piel, pero también parecía estrenar su peinado despeinado riguroso, sus andares “aquí está el tío…”, sus chancletazos surferos a compás, sus gafitas de sol rojas y su reloj también rojo a juego con su bañador, que también era de penúltima generación.
No quiero parecer indiscreto, aunque lo sea, pero era inevitable escuchar su pública conversación privada, puesto que como comento, lo hacía alrededor de la piscina entre todos los bañistas y en voz bastante alta. No conseguía el chaval convencer ni consolar a una dolida novieta, a la que también podíamos todos escuchar a través del móvil, que se había quedado en Madrid sola solita sola, sin playa y obviamente sin noviete. Lo pactado parecía haber sido que ambos pasarían un caluroso, entiendo que en todos los sentidos, y no sé si tranquilo mes de agosto, juntos en la capital. Pero a Justin, según sus palabros, su pather le había obligado a pasar un mes de agosto en familia, jodido en la playa sin dar golpe en bañador, gafas de sol y chancletas todo el día vasilando.
Los ”gordis”, “cielos”, “caris”, “vidas” y demás sobrenombres que Justin utilizaba en la conversación no parecían consolar a la descorazonada novieta que había quedado en tierra sin paraíso, y Justin, por minuto que pasaba, parecía gritar más fuerte y estar más fuera de sí (hasta dar un por culo del carajo, escribiendo pronto y malamente que se suele decir).
Un grupito de chicas sabuesas satánicas de 11.130, con medio verano encima de sus jóvenes y exuberantes pieles, no perdía hilo de la conversación de Justin ni ocasión para reír ostentosamente ante las chorradas pijoteras que soltaba Justin por la boca,  del tipo: “dame un beso…por fa…por fa…por fa…por fa…cari…por fa…”.   
No entendía yo ese exagerado sofocón de esa novieta madrileña en tierra, ni entendía yo el postureo chocante, capitalino y ostentoso de Justin alrededor de la piscina, y mucho menos las risas indiscretas exageradas y sedientas del grupo bronceado de chicas satánicas.
 Al día siguiente pude ver como el tremendo Just iba del brazo con una de las chicas sabuesas y satánicas que tanto se reía de sus chorradas en la piscina el día anterior, y como ésta le besaba sabia y ardiente su boca capitalina que parecía haber dejado de ser charlatana; y entendí el mosqueo  de la intuitiva novieta que se quedó a la sombra del oso y del madroño, a sabiendas de el paraíso perdido y de las manzanas podridas derramadas por el suelo.
"De Madrid al cielo", me dije estúpidamente para mis adentros no sé por qué.