viernes, 24 de agosto de 2012

THE PACIFIC. Parte II. DESEMBARCO

Miembros de La 3ª División aquella tarde
24 de agosto de 1940, 13.15 de la tarde. Nuestra nave, desbordada de un calor sofocante y de ciertos sudores fríos fruto de la noche anterior, desembarcó en aquella playa conocida como de la barrosa (latitud 36 20´48.26”N, longitud  6 9´52.40” W). Como nuestra división, otras cientos de miles se agolpaban en esa misma playa, en busca de una bocanada milagrosa de aire fresco. Cuando nos encontramos de bruces con aquella panorámica azul oceánica, olvidamos por un instante que vivíamos sumergidos en una cruel y despiadada guerra.  Pronto volvimos a nuestra realidad.
El “sargento Harry” dirigía la operación, no sin los nunca despreciables consejos del “Sargento Slot”, mi suegra. Miles de soldados como yo, acataban órdenes en la playa con primorosa premura. La primera decisión discutida por ambos sargentos fue donde establecer nuestro campamento base. Manteniendo un riguroso silencio sumiso, mi compañero Joe (mi suegro) y yo, esperábamos pacientes tal decisión, que se antojaba fundamental para el buen trascurrir de la jornada. Finalmente lo hicimos al resguardo de ciertos vientos frescos procedentes del noroeste, percibidos única y exclusivamente por el "sargento Slot".
Las escenas contempladas eran dantescas. Se me hace imposible trasmitirlo con palabras. La situación en la que se encontraban la mayoría de soldados en la playa era como la nuestra, lamentable. El griterío entre la multitud era insufrible. El caos era total.  
La situación empezó a mejorar considerablemente, una vez ya dispuestos en nuestro campamento, cuando el "sargento Slot" sacó de su petate cierta manutención refrigerada capaz de levantar el alma de un muerto: gazpacho y tortilla. Sabía bien lo que hacía. La cara de mi compañero Joe y la mía sufrieron una prodigiosa transformación. En aquel momento empezamos a establecer los puntos estratégicos mágicos que existían a nuestro alrededor, puntos top. Los puntos top eran algo así como  espejismos sobrenaturales, visiones que tomaban forma de mujer con medio cuerpo al desnudo. Sirenas. Eran innumerables, se hacían infinitos esos puntos y como la mayor de la drogas, nos transportaba por momentos a otro mundo desconocido. 
-          “Ssssssss, ¿ya vale no?”, nos corrigió el "sargento Harry" con cara de pocos amigos.
Nos fuimos entonces a la orilla. Allí la situación parecía ya controlada dentro de nuestra división, y la guerra, por un momento, parecía querer morir poco a poco. El sargento Harry se acercó a nosotros y con tono distendido comenzó a tratar con naturalidad temas banales, cosas como “qué fría está el agua”, “que de gente hay hoy…” y “que bien se está aquí…”. Joe y yo nos limitábamos a darle toda la razón en busca de la soñada peace.        
En ese instante, un viejo soldado conocido, compañero de muchas batallas, nos sorprendió en la orilla a los tres y con toda la imprudencia y crueldad del mundo soltó sin piedad alguna:
-          “¡¡Quillo que pasa!!, ya me han contao cojhones... ¿fue gorda la de anoche no?”.
El sargento Harry, con tan solo su mirada, disolvió de inmediato esa reunión. Joe compasivo agachó la cabeza. Quise matar a ese maldito soldado, quise que me tragara la tierra.
La guerra no había terminado, acababa de empezar y yo ya me preguntaba: ¿cuándo el alma humana entenderá como absurda una guerra?, ¿cuándo el alma humana dará paso a una paz sin vuelta atrás?, a una paz que se entienda como nuestro estado más avanzado; y sobre todo me preguntaba: ¿cuándo volveríamos a casa?.  
Fue un día como hoy, un viernes 24 de agosto de 1940.


   

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