Philip apagó la luz de su despacho y cerró la puerta. Eran las 2.00 de la mañana. Era la última luz que se apagaba en la fachada de ese precioso edificio. Demasiados papeles pendientes encima de la mesa, demasiado que era nada. Con el ruido de la puerta al cerrarse, justo en medio de una soledad de madrugada imponente y silenciosa, pareció despertar no solo su cuerpo sino su mente. Pareció despertar de entre las letras y los papeles y de entre la negra oscuridad, el Philip de siempre. Pareció despertar ese otro yo, que pensó nunca debió dejar morir. Y aquel cuerpo empezó dolorosamente a considerar que nada en su vida tenía sentido.
Tomó su coche con el mismo destino de cada noche, su casa. Pero en la soledad de aquella ciudad dormida se dejó llevar esa vez, como las aves migratorias lo hacen en otoño, por un impulso irracional e instintivo, casi electromagnético, que le hizo volar libre y seccionar con su coche calles desconocidas.
Su mente volaba, se preguntaba y se respondía: no tiene sentido. Su alma compungida agachaba la cabeza. Y el Philip de siempre empezó a preguntarse por los caminos de su destino.
Justo su coche descansaba ahora en el abandono de una delicada lluvia fina, por culpa de un semáforo rojo también sin sentido. Y algo excepcional hizo volcar las tripas del Philip de siempre. Una preciosa mujer se cruzó justo frente a sus ojos, y le lanzó una intensa, profunda y serena miraba. Fue un impacto, algo así como una llamada. Vestida de negro, la figura espectral vaporosa de esa mujer, tras aquella primera mirada impactante, comenzó paso a paso a cruzar la calle, que el coche de Philip respetaba, por aquel semáforo en rojo sin sentido. Arrastraba una maleta sobre sus ruedas y cargaba una bolsa sobre su delicado hombro.
Justo en aquel momento para Philip, los segundos paradójicamente se hicieron minutos. Se paró el tiempo, y por su cabeza penetró con fuerza una absurda idea instintiva e irracional, casi electromagnética, como la de las aves: “dejaría absolutamente todo y me iría con ella”. Por cada paso de la misteriosa y dulce mujer, a Philip aquella diminuta calle le pareció más amplia que extensos eran los campos Elíseos.
Justo en la mitad de la calle, enfrente de él y de su coche, la delgada mujer de vestido negro y botas altas militares y paso firme sugestivo, volvió a girar su bello rostro sobre el de Philip y con descaro y sin abrir la boca, lo llamó a gritos con sus inmensos ojos negros. Se miraron fijamente durante unos segundos. Él dentro de su coche, ella bajo la tibia lluvia. La absurda idea, ahora le pareció menos absurda y más cercana. Quedó sin semblante su rostro y su cuerpo en medio de aquella noche distinta parisina. No reaccionó y ella siguió su camino.
Los pasos de la mujer de botas y luz altas como las estrellas, siguieron su ritmo melódico. Ya en la otra orilla de la calle, y con su maleta a cuestas, la mujer se volvió a girar por última vez en busca de los resplandecientes ojos de Philip. Los volvió a encontrar. El la seguía impávido con la mirada hasta que la perdió de vista en medio de la neblina noche.
Finalmente el semáforo sin sentido se puso en verde. Philip volvió a ser el mismo Philip de siempre, aunque uno de los dos Philip, aquella noche finalmente murió.