miércoles, 26 de septiembre de 2012

FINALMENTE MURIÓ

Philip apagó la luz de su despacho y cerró la puerta. Eran las 2.00 de la mañana. Era la última luz que se apagaba en la fachada de ese precioso edificio. Demasiados papeles pendientes encima de la mesa, demasiado que era nada. Con el ruido de la puerta al cerrarse, justo en medio de una soledad de madrugada imponente y silenciosa, pareció despertar no solo su cuerpo sino su mente. Pareció despertar de entre las letras y los papeles y de entre la negra oscuridad, el Philip de siempre. Pareció despertar ese otro yo, que pensó nunca debió dejar morir. Y aquel cuerpo empezó dolorosamente a considerar que nada en su vida tenía sentido.
Tomó su coche con el mismo destino de cada noche, su casa. Pero en la soledad de aquella ciudad dormida se dejó llevar esa vez, como las aves migratorias lo hacen en otoño, por un impulso irracional e instintivo, casi electromagnético, que le hizo volar libre y seccionar con su coche calles  desconocidas.
Su mente volaba, se preguntaba y se respondía: no tiene sentido. Su alma compungida agachaba la cabeza. Y el Philip de siempre empezó a preguntarse por los caminos de su destino.
 Justo su coche descansaba ahora en el abandono de una delicada lluvia fina, por culpa de un semáforo rojo también sin sentido. Y algo excepcional hizo volcar las tripas del Philip de siempre. Una preciosa mujer se cruzó justo frente a sus ojos, y le lanzó una intensa, profunda y serena miraba. Fue un impacto, algo así como una llamada. Vestida de negro, la figura espectral vaporosa de esa mujer, tras aquella primera mirada impactante, comenzó paso a paso a cruzar la calle, que el coche de Philip respetaba, por aquel semáforo en rojo sin sentido. Arrastraba una maleta sobre sus ruedas y cargaba una bolsa sobre su delicado hombro.
Justo en aquel momento para Philip, los segundos paradójicamente se hicieron minutos. Se paró el tiempo, y por su cabeza penetró con fuerza una absurda idea instintiva e irracional, casi electromagnética, como la de las aves: “dejaría absolutamente todo y me iría con ella”. Por cada paso de la misteriosa y dulce mujer, a Philip aquella diminuta calle le pareció más amplia que extensos eran los campos Elíseos.
Justo en la mitad de la calle, enfrente de él y de su coche, la delgada mujer de vestido negro y botas altas militares y paso firme sugestivo, volvió a girar su bello rostro sobre el de Philip y con descaro y sin abrir la boca, lo llamó a gritos con sus inmensos ojos negros. Se miraron fijamente durante unos segundos. Él dentro de su coche, ella bajo la tibia lluvia. La absurda idea, ahora le pareció menos absurda y más cercana. Quedó sin semblante su rostro y su cuerpo en medio de aquella noche distinta parisina. No reaccionó y ella siguió su camino.
Los pasos de la mujer de botas y luz altas como las estrellas, siguieron su ritmo melódico. Ya en la otra orilla de la calle, y con su maleta a cuestas, la mujer se volvió a girar por última vez en busca de los resplandecientes ojos de Philip. Los volvió a encontrar. El la seguía impávido con la mirada hasta que la perdió de vista en medio de la neblina noche.
Finalmente el semáforo sin sentido se puso en verde. Philip volvió a ser el mismo Philip de siempre, aunque uno de los dos Philip, aquella noche finalmente murió.

martes, 18 de septiembre de 2012

LA MAFIA. PARTE IV. "EL SUCIO CALABRÉS"


Estado en el que encontraron su Cadillac

He deliberado mucho antes de escribir este documento. Me juego la vida y lo sé. Finalmente me he decidido. Dejaré por escrito mis vastos conocimientos sobre uno de los soldados más brutales y con el instinto más animal que he conocido. Carnívoro como un león en Namibia, depredador como el chacal, cilíndrico como la ballena e imponte como el oso polar. Hablo de mi querido sobrino Vincent, más conocido en la vieja  Sicilia como “el sucio calabrés”. De cierta ascendencia isleña, en un principio se le conoció como “el sucio isleño”, pero fue en Calabria donde nació, donde se mal crió y donde dio rienda suelta al depredador insondable que llevaba dentro.
Vincent, desde muy niño, siempre fue chico de pocas palabras,  de pocos amigos y de muy buen saque. Sin embargo, se rodeó desde muy joven de gente de malas artes, y montó un clan de sucios negocios y de muy peligrosas formas. No respetaba nunca la ley seca, ni ciertas leyes no escritas para la mafia. Frecuentaba peñas y otros antros, con tipos como Franchesco “Il Monagillo”, Orrequia “Il Siñori” y por supuesto con el buscado y temido John Poup, con quien mantenía una relación especial. Con él hizo fortuna en sucios negocios. El dinero en sus manos moría, ese era su gran secreto: el gastapoc o también llamado gañotil.
En la familia desde muy pronto nos percatamos de las singulares formas de Vincent al relacionarse con su entorno. Sus costumbres eran propias de capo experimentado: buen comer, buen beber y nada de mujeres. Corrió el rumor que era misógino, pero doy fe que no es así.  Recuerdo que durante años, cuando nos sentábamos para almorzar, mantenía extrañamente un brazo debajo de la mesa, como aquel que está manco. Una rara costumbre, que con el tiempo entendí: “Vincent, era un tipo bien agarrado y siempre escondería algo en su otra mano”.
Le entusiasmaban las viejas costumbres de los viejos capos, pero las ejercía de una forma contemporánea y a su medida. En carnavales gafa palillo y codo, en semana santa el más semanasantero, en feria feriante, si se iba a los toros el primero con entrada, camisa y puro. El flamenco lo que más. Caballos, apuestas, boxeo, todo. Nunca le vi la cartera, ese era su vicio más conocido, el ya nombrado gañotil. Dicen que ya bien avanzado el siglo, una tarde de verano convidó a pescaíto a ciertos colegas suyos. Quisieron dejar el momento inmortalizado con una fotografía. No sé si sería verdad, lo dudo.
Buena mano en la cocina y defensor de aquello de que “el arquitecto no debe viajar” era hombre de su casa. Su manos eran tan buenas en la cocina como infalibles y despiadadas lo eran para con sus enemigos. Le gustaba en igual medida el palique, el palillo, el arroyuelo, reñidero o chiclanero. Siempre servido bien frío y al gañotil. Y por su puesto fiel y sutil defensor del granero (de su oriunda familia calabresa).   
Recuerdo que durante algún tiempo conducía un precioso y deslumbrante cadillac negro, todo un clásico, que por supuesto le regalaron. Un coche de gran categoría, y de gran motor y consumo. Lo abandonó, según supe, friamente en medio de una carretera porque según él: le robaba dinero todos los días.
Así era mi sobrino Vincent, de crueles y ocultas intenciones con todo aquello que podía suponer una leve amenaza a su desconocida cartera.   
  

viernes, 14 de septiembre de 2012

"¿FUISTE FELIZ?"

-        “¿Fuiste feliz?”

-      “Un hombre se le acercó, sí, un hombre se le acercó. Bien lo recuerdo. Un hombre se le acercó. Podía ser uno de esos días que tanto corren en septiembre. Podía ser bien temprana la mañana. Bien lo recuerdo. ¿Que por qué lo recuerdo?, lo recuerdo. Un hombre se le acercó." 

Y aquel viejo con el alma ya desgastada pero radiante, quedó pensativo durante cinco minutos con los ojos abiertos en absoluto silencio despues de pronunciar esas intrigantes palabras. Quedó con la mirada perdida, eclipsaba más bien, mientras su amigo de tardes caídas esperaba la ansiada respuesta.
No dijo nada durante esos cinco minutos mudos. Y se relató a sí mismo y en silencio lo siguiente: 
 Bien lo recuerdo. Para todo siempre hay una primera vez, que dicen, y las primeras veces siempre se recuerdan. Mejor diría que las primeras veces siempre se aman, siempre se quedan, nunca se olvidan. Quedan presas para siempre en un ancho rincón de nuestro corazón. Aún me pregunto por qué llevé a mi nieto aquella mañana a pescar a la playa. Fue su primera vez.
¡Qué ilusión tenía! Tendría él unos ocho años... Era como ahora. Era septiembre. Como ahora el sol salía más tarde en las mañanas y el cielo se hacía más ancho y más limpio a mis ojos. A mis ojos, menos azul y algo más melancólico también.¡Qué sé yo!...
Era la hora que la luna se entiende con el mar. Llevaba una vieja y diminuta caña, ridícula. Cuando llegamos a la playa, la marea estaba profundamente vacía. Parecía que la orilla se había marchado con los turistas. Parecía haberse ido con el verano. Vimos las largas y escultóricas sombras de cinco pescadores y sus diez cañas, golpearon nuestras vergüenzas. Lo recuerdo bien. Eran pescadores sacados del cine: media barba desaliñada, viejas gorras corroídas por el yodo, cigarrillos a media asta y de muy pocas palabras.  Buscaban en septiembre la dorada, la ansiada dorada. Lo recuerdo.
Uno de ellos se acercó para decirnos que nuestra diminuta caña no era para pescar en la orilla, no era para lanzar. Tenía razón. Después de un largo rato quise quitar la desbordante ilusión a mi nieto. Era imposible. No se cansaba de lanzar y de recoger algas.
De repente el milagro. Rafalillo empezó a gritar con sus desvergonzados y vibrantes ocho años a los cuatro vientos libres: ¡ha picado, ha picado! Se comía la vida, el pez picó el anzuelo. Un pescador se acercó. Mi nieto se negó a la ayuda. Se comía la vida. Poco a poco y mucho a mucho aquel pez plateado como la luna, suspiró en sus manos. 
Un hombre se le acercó, sí un hombre se le acercó. Bien lo recuerdo. Aquel hombre paseaba sobre una inmensa orilla de horas tempranas. Un hombre se le acercó. Mis tobillos en la orilla se arrugaban viejos. 
Aquel amable señor preguntó conociendo ya la respuesta: "¿has pescado algo?"
Y el vivo reflejo de sus azules ojos como el mar, hablando con aquel desconocido, eclipsó la orilla, eclipsó mi mundo, navegó todos los mares y me eclipsó. Se borró mi vida y mi edad."
Rompió el largo silencio y por fin dijo :
- "¿Si fui feliz?, sí. Rotundamente sí”.




martes, 11 de septiembre de 2012

FLOR DEL DESIERTO

Una calle daba a la otra, y la otra a la otra, así sucesivamente hasta un número de veces infinito dentro de un laberinto interminable de paredes, en una mañana calurosa sin luz de día que penetrara mis pupilas. Mi camello, que era mi carro, iba repleto y cansado en aquel desierto disfrazado de oasis, poblado de enseres engañosos; enseres que al menos nos mantendrían con vida aproximadamente unos diez días según primerizas experiencias. 

A cada instante en aquel desierto disfrazado de oasis, como una gota que cae constante y nada compasiva en la memoria y en la razón, se escuchaba una casi infantil melodía que decía así:

- "Mercadona, pum,... mercadona, pam...mercadona...pum..."

La misión estaba casi realizada, la lista entera tachada, el camello ansiaba animal como yo, la larga partida de vuelta a casa, mi verdadero oasis. Pero algo faltaba en el petate, yo inexperto hombre azul, algo que no me gustaba buscar, algo que no sabía cómo encontrar, algo que en un desierto disfrazado de oasis puede llamarse suavizante Flor (según las indicaciones del mapa jerogrífico que alumbraba mi tarea). 

En un giro temeroso en las paredes tentadoras de los dulces, me encontré con ella, dulce tambien flor. El saludo fue más que deseado obligado, pues no había salida en aquella estación. Más que cordial fue afectuoso, más que intenso inesperado. Dos minutos de excesivo reencuentro de miradas ya perdidas en el tiempo y olvidadas en el espacio, mientras la saliva de ambos malgastaba las palabras que explicaban nuestras vulgares circunstancias. Nos despedimos los dos felizmente.

Pensé: "que de tiempo..." y tambien pensé "que bien...".

- "Mercadona, pum,... mercadona, pam...mercadona...pum...". La cansina melodía infantiloide me devolvió a la misión, de la que no debía descentrarme más: suavizante Flor. El viento no soplaba.

Al instante de dar por finiquitado aquel reencuentro con ella, en la pared perdida de utensilios para el hogar, donde no estaba el suavizante Flor, apareció ella de nuevo como esa flor perdida. Ahora la conversación se limitó a una sonrisa por su parte mientras yo estupidamente le dije: "al lío..."

Pensé: "que imbécil...al lío" y tambien pensé: "que mal".

El tercer reencuentro fue en la pared de refrigerados. Fue la perdición de mi paciencia y de mi sensibilidad, fue el culmen de la incomodidad donde manda el no saber que hacer, que decir, ni hacia donde mirar. No habíamos venido hasta allí a reencontrarnos, pero aquel laberinto así parecía querelo. Entendí que debía seguir sonriendole en aquella desembocadura nuestra; ella más fría en apariencia, no lo entendió de la misma forma y prosiguió con su misión severa. Miró mi camello, sin mirar a mis ojos, y miró la pared. 

Pensé: "me largo..." y tambien pensé: "le den por culo al suavizante Flor".

Pude escapar de aquella encruzijada sin salida, de aquel desierto vestido de oasis, de aquellas infatigables galerías y una vez desatado de aquella ligadura de misión, durante los diez días siguientes supe que algo cambió en mi persona. Cuando tres días despues me puse una camisa limpia, mi rostro no tuvo más remedio que protestarse a sí mismo.

Pensé: "¡mamá rasca...!" y tambien pensé: "flor del desierto..."   









   

martes, 4 de septiembre de 2012

EL ENTIERRO DE LA CABALLA

Descanse en paz
Creyó morirse un poco cuando murió prematuramente aquel verano a principios de septiembre. Ese verano bebió y se emborrachó, salió y entró, saltó y gritó, bailó y rió, flotó y hasta voló, y  de nuevo volvió a beber y salir, saltar y bailar y flotar. Incluso creyó nacer un poco más que ningún otro verano que recordara. Creyó rejuvenecer. Quizás por todo ello creyó morirse un poco aquel septiembre, pues sabía bien que aquellos días no volverían facilmente. 

Cuando se reencontró con los compis de la aún calurosa office, fingió felicidad en el reencuentro. ¿Qué sentimiento mandaba en su mente?, o mejor ¿qué sensación había mandado el último mes y medio para creer que nada le hacía feliz en su vida?, ¿qué había pasado ese verano que su alma andaba tan revuelta?. 

Pasó lo que pasa en casi todos los veranos: que el sol ceñido se puso más lentamente sobre el ancho mar cada tarde, que mandaba el verde luna, que las mañanas eran todas bienvenidas y las noches todas bien halladas, pasó que se andaba ligero de equipaje en días interminables, que se olvidaron las preguntas por encontrar las respuestas y que su mente dejó de ser fría porque así lo quiso el calor del sonido de su corazón caliente. Pasó, como digo, lo que pasa  en casi todos los veranos, que pasó tan corriendo que no tuvo tiempo de reconocerlo.

Pero ya no era verano en septiembre aun siéndolo, ya era otoño sin serlo. Y le pasó lo que pasa en los otoños cuando aún es verano, que aún no encontraba refugio su alma en el pecho de la madre naturaleza, que las ilusiones y libertades ligeras no se caían todavía al suelo como las hojas de los árboles lo hacen nimias en otoño, pasó que su alma quería abrigarse y su cuerpo todavía iba en chanclas, pasó que todo pasó  sin haber pasado del todo.

Así pues, aún siendo verano pero sin serlo, guardó en el armario aquel ridículo sombrerito de moda que había deslucido todo el verano en la playa, y sentada sola sobre la cama, guardó un prolongado silencio tributo al entierro de la caballa.

Pasado unos días, tan solo unos ligeros e inusitados días de septiembre, me reconoció envuelta en una larga bufanda parisina, que la estación que más le gustaba del año era el reflexivo otoño que tanto necesitaba, que el ruido del verano se le hizo insoportable, y que disfrutaba como nunca de afligidas tardes de largos paseos otoñales.

Pensé entonces: todos somos hijos de la misma naturaleza.