martes, 4 de septiembre de 2012

EL ENTIERRO DE LA CABALLA

Descanse en paz
Creyó morirse un poco cuando murió prematuramente aquel verano a principios de septiembre. Ese verano bebió y se emborrachó, salió y entró, saltó y gritó, bailó y rió, flotó y hasta voló, y  de nuevo volvió a beber y salir, saltar y bailar y flotar. Incluso creyó nacer un poco más que ningún otro verano que recordara. Creyó rejuvenecer. Quizás por todo ello creyó morirse un poco aquel septiembre, pues sabía bien que aquellos días no volverían facilmente. 

Cuando se reencontró con los compis de la aún calurosa office, fingió felicidad en el reencuentro. ¿Qué sentimiento mandaba en su mente?, o mejor ¿qué sensación había mandado el último mes y medio para creer que nada le hacía feliz en su vida?, ¿qué había pasado ese verano que su alma andaba tan revuelta?. 

Pasó lo que pasa en casi todos los veranos: que el sol ceñido se puso más lentamente sobre el ancho mar cada tarde, que mandaba el verde luna, que las mañanas eran todas bienvenidas y las noches todas bien halladas, pasó que se andaba ligero de equipaje en días interminables, que se olvidaron las preguntas por encontrar las respuestas y que su mente dejó de ser fría porque así lo quiso el calor del sonido de su corazón caliente. Pasó, como digo, lo que pasa  en casi todos los veranos, que pasó tan corriendo que no tuvo tiempo de reconocerlo.

Pero ya no era verano en septiembre aun siéndolo, ya era otoño sin serlo. Y le pasó lo que pasa en los otoños cuando aún es verano, que aún no encontraba refugio su alma en el pecho de la madre naturaleza, que las ilusiones y libertades ligeras no se caían todavía al suelo como las hojas de los árboles lo hacen nimias en otoño, pasó que su alma quería abrigarse y su cuerpo todavía iba en chanclas, pasó que todo pasó  sin haber pasado del todo.

Así pues, aún siendo verano pero sin serlo, guardó en el armario aquel ridículo sombrerito de moda que había deslucido todo el verano en la playa, y sentada sola sobre la cama, guardó un prolongado silencio tributo al entierro de la caballa.

Pasado unos días, tan solo unos ligeros e inusitados días de septiembre, me reconoció envuelta en una larga bufanda parisina, que la estación que más le gustaba del año era el reflexivo otoño que tanto necesitaba, que el ruido del verano se le hizo insoportable, y que disfrutaba como nunca de afligidas tardes de largos paseos otoñales.

Pensé entonces: todos somos hijos de la misma naturaleza.  

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