Antes de subir a su auto, lo tenía obtusamente claro. Parecía que lo tenía más que claro, decidido. No parecía, lo tenía absolutamente decidido. Sus pasos iban al mismo ritmo que la tarde, a cada poco apagándose y ella lo sabía. A cada muy poco apagándose la tarde como también sus pasos lo hacían.
Lo tenía decidido y montó tranquila en su coche. El parabrisas sonaba. No había futuro, más bien, no había ningún mañana con él. Su tempestuosa relación se tenía que acabar ya. Había acabado en ese mismo momento. Lo tenía decidido, estaba claro. Había acabado hacía ya demasiado tiempo.
Se puso el cinturón de seguridad sin sentirse más segura por ello, y tomó su camino, que no era ni de ida ni de vuelta. Y tomó su camino como digo. La tarde, cercana a la noche, creaba en el horizonte figuras cercanas a su propia alma, en forma de nubes otoñales entre pinares. ¿Quién sabe cómo se dibuja un alma?, ¿quién, cómo palpita?, ¿quién, a dónde va?
Sintonizaba la tarde y su coche, curiosamente melodía de Bach. Sintonizaba la tarde con su alma.
Los metros en la carretera se hacían kilómetros en su camino, bajo un solo pensamiento. Su inconsciencia más absoluta y más clara, con el camino y la tarde, tomaba otros caminos inesperados: ¿había que dejarlo ahora?; ¿qué es realmente el amor, si no soportar?
Cuando bajó de su auto, curiosamente el parabrisas sonaba. Curiosamente, lo tenía obtusamente claro: lo amaba profundamente, ¿por qué no?.
Lo recibió, al verlo confundido entre figuras del horizonte, a besos. Sin saber por qué, cómo ni cuándo, en unos solos kilómetros volvía a amarlo.
Ella, que no podía engañarse a ella misma, cuando lo besó en la mejilla calurosa de la inconsciencia de su recibimiento, pensó pausadamente y sin el murmullo del parabrisas de fondo: ¿lo amo?
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