viernes, 5 de octubre de 2012

SIN TAPA NO HAY PARAISO

Después de avistar el amplio horizonte desde el puerto lo supe con trasparencia, no vendrían a por mí hasta pasado aquel terrible temporal. Finalmente fueron unas semanas. Armond ya me había hecho saber que un hombre como yo no tendría problemas en una ciudad como aquella.
Al principio aquella costa de Cádiz me pareció una cueva oscura pese a la amplitud de sus miras y su mar, un agujero profundo de donde jamás se podría escapar, una selva terriblemente poblada de altas sombras desconocidas e incontrolables. Los primeros días era un lugar escarchado, ruin y zafio. Las mañanas fueron corrigiendo a poco mi perspectiva. Y aunque se abría en mi mente la propia claridad de su cielo, cierta alegría superviviente y  vertederos de viveza propia de puertos, los adjetivos antes empleados no dejaban de estar mezclados con estos últimos en mi conciencia.
Al amanecer estudiaba, por matar el tiempo, algunos mapas que quedaron perdidos entre mi equipaje. Pronto conocí una vieja casa cerca del mar donde despachaban vino. Era un habitáculo oscuro, ruin y zafio, pero fue allí donde realmente se abrió la claridad de aquella costa atlántica a mis ojos.
Hombres como yo, solitarios, mataban allí su tiempo, o tal vez no, tal vez daban vida a sus ya acabados y monótonos días. Aquel vino amargo engañaba las inquietudes propias del ser. Primero las apartaba, luego las acogía con la ternura de una madre entre sus brazos, para finalmente tragarlas como se traga el vino, de una vez y sin remedio. Aquel lugar no dejaba de ser un perdido rincón del viejo mundo, sin más. No era el paraíso pero tampoco el fin de la tierra.
Cuando la hija de Ramón el tabernero salía de los fuegos, el paraíso parecía estar más cerca. Oliva era su nombre, no lo olvidaré, aún me gusta ese nombre desde entonces. Era una chica de paso atrevido, hermosa y morena como su nombre, de pelo ensortijado y vivo como el viento lo era sobre las calles de aquella pequeña ciudad. Sus ojos no miraban, brillaban una sola vez cuando salía a escena. Nos parecía al verla, que salía del mismísimo centro de la tierra. Oliva, precioso nombre que jamás tendré, daba con sus diminutos pies tantos pasos como vasos de vino descansaban sobre aquella tabla, y sobre cada uno de ellos, dejaba un trozo de paraíso en forma de queso.
Todos cada día esperábamos aquel ritual con verdadera paciencia. No sé si era por el hambre, por los andares de Oliva, por las moscas que acechaban nuestro vino o por la propia amargura de aquella uva, pero aquel queso en forma de tapa nos acercaba a la libertad, nos acercaba durante unos minutos al paraíso. Quizás solamente tapara durante unos segundos las inquietudes propias del ser. ¿Quién lo sabe?
Finalmente, tras unas semanas de espera, mi bandera llegó. Fue entonces cuando supe, que sin tapa no hay paraíso.           

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