martes, 27 de noviembre de 2012

COMPAÑEROS DE TRAVESÍA: ANDREA CALVINI

Con cierto embarazo cumplo un encargo que una lejana noche conileña me prometí: no olvidar jamás que el silencio sabe guardar mejor que nadie la verdad.
Hoy, fría mañana de un triste y sereno noviembre, por la vía Apia, después de mucho tiempo, me topé, montado en su carruaje, con un viejo amigo y compañero de travesías: Andrea Calvini. Aquella negra noche me vino inmediatamente al recuerdo.
Andrea era un forastero procedente de lejanas tierras interiores, donde él mismo nos contaba, que el pan duro minuciosamente picado, era un manjar y donde la caldereta, una fuente insaciable de vida. Sus historias de diversa índole culinaria, normalmente con mucho picante, y su fanfarrona palabrería, siempre me apasionaron. Pronto, muy pronto, tan pronto como se despidió de su cabellera su pelo, nos hicimos íntimos.  
Compartíamos en aquel entonces, junto a otros memorables camaradas, no solo aficiones, sino el ímpetu de una sangre caliente que solo la juventud puede dar. Aunque cierto es que nunca pude saber la edad de Andrea, en apariencia podía tener la edad de la Revolución.
Con los meses y los años, mi entendimiento con Calvini llegó a ser irracional. Nos entendíamos con una leve mueca, con una simple brisa en la mirada, nos entendíamos en el silencio y en el bullicio, en la salud y en la enfermedad, con y sin vino. Andrea solía repetir, entre otras muchas, una frase que aprendió de su admirado padre: “al pan, pan y al vino… como un rayo”. El vino, en aquellos años, estaba muy presente en nuestras vidas, y sobre todo en nuestros maltrechos cuerpos. Un vino que nos llevaba a galope por innumerables escapadas furtivas a las afueras de 11.130, y a los adentros de nuestros jóvenes espíritus. Quizás en busca de una libertad nunca conocida, quizás entonces cercana, quizás tan lejos como nunca.   
Lo cierto es que Andrea, al que le costaba un mundo despistar a la guardia real, aquel jueves noche pudo perderse entre la maleza de los bosques, y finalmente nos encontramos en Conil. Aparcó su carruaje en una calle empinada como nuestro codo, lo aparcó en un lugar que jamás olvidaré.
 No recuerdo aquella noche de jueves, pero la supongo: vino, Escocia, charla, risas, el win, el main y poco más. Ni que decir tiene que todo lo vivido, visto y hablado debía quedar sellado hasta el fin de los tiempos en nuestros corazones. Es decir: “nunca habíamos estado allí”, ya se sabe, había que mantener las formas con la guardia real.
La noche siguiente, algún feliz camarada, tuvo la feliz idea de pasar “otra noche” en esa misma plaza, que ya nada tenía de parecido a ella misma, por cuanto íbamos escoltados por toda la guardia al completo, y por tanto alejados de cualquier tipo de desmadre. Acogimos de todas formas de buen grado la ventura. El sello de la furtiva noche anterior estaba ya en nuestros corazones y mi entendimiento con Calvini era el de siempre.
Estando asentado de nuevo en Conil, justo donde Andrea había dejado su carruaje a buen recaudo la noche anterior, recibí una llamada telefónica inoportuna e inesperada:
Quillo, ¿dónde estáis?”, me preguntaron obviamente por nuestro posicionamiento en los coniles. Andrea( y yo bien lo sabía), soportaba estoico dentro de ese mismo coche, los regaños lógicos de la misma mujer con quien hoy lo vi pasear. Andrea, (y yo bien lo sabía sin verlo), habría negado ya, como San Pedro, hasta tres veces su estancia en Conil la noche anterior.
Después de un levísimo intento de explicarles donde debían de aparcar, inconsciente y comodón como siempre, y con mi cabeza en otros lares, ordené al interlocutor telefónico de aquel carruaje (también amigo y también despistado), lo siguiente:
                -  dile a Andrea que aparque  en el mismo sitio donde aparcó él anoche”.
Pude escuchar estupefacto en el silencio negro de la noche, mi mandato repetido sin poder dar marcha atrás:
-          Andrea, me dice este, que aparquemos donde mismo aparcaste tú anoche”.
Una doncella exclamó cortante:
-          ¡¿Cómo?!
El silencio se hizo, y durante medio segundo pude escuchar el desplome brutal del silencio cortante sobre la negra noche. En ese instante pude saborear la punta de la espada en mi pecho. En ese momento y sin verlo, supe la cara que tendría mi querido Andrea Calvini tras escuchar semejante infortunio.
Entonces colgué.    


jueves, 22 de noviembre de 2012

LA HUIDA


Ella le cogió de la mano, le miró a los ojos y le dijo:
ya sabes que eres para mi lo primero, ya sabes cuánto te necesito, cuánto te quiero y lo que significas para mi…”.En ese momento el día se nubló, dejó de ser día, se apagaron los destellos azulinos de sus ojos y se hizo profundamente de noche. La ventana del salón, como cada noche, quedaba ligeramente entreabierta. Corría el aire y parecía que la ciudad seguía viviendo alta y libre como siempre.
Tomó el pasillo con un sigilo propio de felino mientras ella descansaba. Volvió la cabeza y miró por última vez, sin expresividad alguna, la que había sido su casa los últimos tres años. Con suma facilidad tomó la ventana entreabierta y saltó de un tercer piso al vacío.
Cuando aterrizó sobre la negra noche, la calle estaba mojada y sus ojos brillantes y azulinos se volvieron a iluminar intensamente. En ese mismo momento, pensativo, susurró: “no hay quién entienda a estos humanos…”, que en el lenguaje de los gatos es algo así como “miau”.



Escrito para Microvidas

jueves, 8 de noviembre de 2012

ZIHUATANEJO


Zihuatanejo

Muchos hombres mueren guardando la esperanza de descansar en el paraíso. Nosotros dos lo hicimos el 7 de noviembre de 1952.
La primera vez que me topé con “er Carli”, no pude más que pensar, que se trataba de un fruto inmaduro en el suelo. Me equivoqué. Pocos días después se había ganado, por mérito propio, la simpatía y el beneplácito de la mayoría de los chicos del penal. Pocos días después, la cárcel de Shawshank parecía su casa:
““Ande ve…ande ve…en!!...no me habei dejao ni un poquito de bayoneza!!!”, solía recriminar Carli a gritos a los chicos en el comedor. En realidad se encontraba más a gusto que un cochino en un charco y era sabedor de los muchos años que tendría que sobrevivir junto a ellos.   
Los chicos lo pasaban muy bien con “Er Carli”. Reían con sus tremendas ocurrencias, gozaban de su ingenua juventud,  y quedaban estupefactos con el uso del lenguaje que un chico de pueblo sureño podía llegar a hacer. En realidad su lenguaje era un ultraje a la razón, una ofensa al decoro, pero en el fondo era una pechá de reí horroroza, que diría él.
Para mí “Carli” fue un arcoíris justo en medio de la tormenta, una bocanada de esperanzas para mis sueños, una flecha que apuntaba al paraíso. Era justo lo que yo no era. Fresco, apuesto y descarado, con un indiscutible don de gentes, charlatán como pocos y empedernido contador de trolas. Yo sabía que su cara y su flequillo tenían ese no sé qué, capaz de embaucar al pontífice maximus de Roma, y a todo su séquito detrás.
Una mañana gris le confesé: “tengo un plan para fugarnos”. Lo había estado meditando y estudiando profundamente durante más de cinco años, hasta llegar a tenerlo interiorizado con todo lujo de detalles. Todo estaba trazado, todo era perfecto, y necesitaba a alguien fresco y optimista como “er Carli”. Antes que me dejara abrir la boca para contarle mi plan, me dijo seguro de sus palabras: “Er mío es mejón”. Solo llevaba encerrado dos meses escasos.
Quillo, zaldremos a cuchará…lo he visto en una película gueníjima…”, me dijo ávido mientras sus ojos brillaban como el firmamento que jamás contemplé. La idea me pareció tan ridícula como deslumbrante sus ojos, pero continúo exponiéndome su plan: “nos jartamos de nozilla a cucharazo limpio…y despué nos zampamos un gorpe de kiwi de eze a zaco… Er tema e que nos vamos a cagá como las vaca de Roche viuda…y nos van a tene que mandá pa Puerto Rea por cojone…”. He de aclarar, que para “er Carli”, Puerto Rea era sinónimo de hospital. “En Puerto Rea me ligo a la médica, y amono que nos vamos con el tango…”
Créanme, me pareció tan ridículo, que me eché a reír a carcajadas. Mi risa contagió a la de “er Carli”, que creyó aún más si cabe en su plan de gastroenteritis aguda. Después de reír, nuestras miradas se clavaron intensamente como espadas en la arena. Y me dijo “totá… si zale mal, por lo meno nos queamos perita…”.
Fue entonces que me dije, ¿no es la vida quizás una simpleza que nos empeñamos torpes en enredar?, ¿no es todo el universo una inmensa y oscura casualidad?, ¿no es mejor dejarse llevar por unos ojos que brillan como el firmamento que por la razón?
Muchos hombres mueren guardando la esperanza de descansar en el paraíso. Nosotros dos lo hicimos el 7 de noviembre de 1952. Fue en Zihuatanejo.