martes, 18 de diciembre de 2012

BELVEDERE, El último reflejo



Palacio Belvedere. Viena
Le resultaba familiar, pero no conocía a aquella mujer. Constanze al contemplarla justo frente suya, y en medio de aquel inmenso salón dorado vestido de fiesta, quedó hipnotizada por aquella figura andante esbelta, por aquel rostro curtido y sobre todo por aquellos penetrantes ojos mirones. Fue una visión temprana y fugaz, una visión distinguida por su delicadeza y por su intensidad.
La fiesta seguía su camino, que no era otro que el camino hacia la sensatez de la inconsciencia. Todos elegantes con sus mejores galas, todos, como disfrazados de sus mejores yos. En la noche lucían brillante los zapatos, volaban regaladas las sonrisas, los lazos brotaban en ellos y los tocados florecían grandeza de musas en ellas; y la música, (¡cómo no la música en Viena!), reinaba elevada sobre todo el firmamento.
Los besos de champán y bienvenida al nuevo año solaparon, en el espacio volátil, con los primeros bailes soberbios de miradas cruzadas o perdidas. Entonces Constanze, por segunda vez en la noche, detrás, en lo más hondo de aquel salón, como perdida entre todas las demás cabelleras fantasmales, volvió a asombrarse con aquel rostro tan familiar y desconocido que le observaba fijamente.
La noche seguía implacable su cauce, que no era otro que el cauce hacia los rincones sombríos y abandonados del corazón. Por las rendijas de la oscuridad se empezaban a perder las mejores galas. Tras unas horas todos se parecían ya, mucho más, a sí mismos. Ya por los ventanales del nuevo año se vertían cientos de ilusiones recién nacidas. Pero Constanze seguía confusa con aquella imagen que le perseguía y que no conseguía distinguir en aquel lujoso e inmenso salón.

“¿Quién eres?”, “¿acaso nos conocemos?”, “llevo observándole toda la noche y toda la noche preguntándome: ¿eres tú?”. Estos eran algunos de los pensamientos que reinaban en Constanze desde el primer encuentro fugaz; preguntas que no encontraban una respuesta.

En vísperas de que muriera la noche y que con ella lo hiciera la música,  contempló minuciosa todo a su alrededor, y mientras buscaba una vez más aquel rostro desconocido que perturbaba toda su armonía, leyó sorprendida un letrero dorado que decía: “Feliz Año 1.781”.
Como poseída por algún mensajero de Dios, corrió escaleras abajo, y comenzó su feroz estampida hacia los jardines de palacio. Allí, cual narciso en el arroyo, contempló en las aguas del estanque el reflejo del firmamento y las estrellas cristalinas heladas. Con cierto miedo, asomó su rostro curtido ante las aguas calmas y comprobó cuán natural y cruel era su reflejo.
“No te conozco; acaso si nos conocemos; llevo observándole toda la noche en los espejos y me he preguntado quién eras, pero ahora ya lo sé: no eres yo, has dejado de ser yo…”.
Y mientras todos daban la bienvenida a aquel nuevo año de 1.781, bajo la noche interminable de Viena, Constanze se despidió de ella misma.              

martes, 11 de diciembre de 2012

LA MAFIA. PARTE V. JHONNY PENTANGELI Y LA GUARDIA REAL


Fachada de los dos pabellones.Aravaca

Numerosas son las vivencias que mi alma ha compartido con el mayor de los varones de la familia Pentangeli, pero la presencia de tantos carabinieris en estas últimas semanas, ha avivado a fuego en mi recuerdo una de ellas, que con placer os cuento en este relato.
En el mes de las flores del año 1.933, Jhonny Pentangeli y un servidor, respirábamos los aires libres de la capital del reino, Madrid. Allí se supone que ambos estudiábamos, pero eso solo era una verdad a medias, pues nunca vi a Jhonny alrededor de ningún texto escrito. Allí, más bien nos fraguábamos hacía los caminos insondables de la realidad, más bien nos forjábamos levemente hacia lo inesperado de un futuro incierto, más bien vivíamos reinados por la hermosa alborada de nuestra juventud.  
Jhonny, que por entonces era una llama de fuego, formó a su alrededor una panda muy peligrosa a su imagen y semejanza. Recuerdo, entre muchos, al temible Raffaello Vallina, más conocido como “Felo”, al temperamental Giussepe Guerreri, al martillito punzante Enmmanuel Manuelillo,  al indomable Miquele Bretoni, y al siempre cuerdo y señori Franchesco Verino. Juntos, haciendo oídos sordos a la ley y a los consejos del clero, permanentemente violaban la todavía vigente por entonces ley seca.    
Aquella mañana de primavera de un 14 de mayo, inmerecidamente, el heredero del reino, Felipe de Borbón y Grecia y Príncipe de Asturias, condecoraba a los antiguos alumnos de nuestra residencia por su supuesta dedicación, aplicación y entrega. Todos debíamos acudir al acto, y entre todos obviamente se encontraba Jhonny. Nuestra residencia, debido a la citada visita del heredero, sufrió, como nos habían avisado semanas antes, un impresionante dispositivo de vigilancia desde la tarde anterior. Numerosos guardias del reino peinaron la zona y decenas de francotiradores custodiaban desde las azoteas del edificio, todas las inmediaciones colindantes. Estábamos francamente cercados.
Nos habían avisado igualmente, que nuestras habitaciones debían ser inspeccionadas bien temprana la mañana, y por supuesto, antes de la llegada del heredero del reino al recinto. Perros polizia estrictamente adiestrados, harían dicha función, para lo cual debíamos abandonar nuestros aposentos sobre las 9:30 de la mañana. Y la hora llegó. Y mis temores se cumplieron.
Jhonny, y la mayoría de los citados del grupo, salieron de parranda la noche anterior. La noche, por aquellos maravillosos años 30, no eran noches si no morían con la luz del alba en las espaldas.
Nos ordenaron a las 9.30, como estaba establecido,  desalojar nuestras habitaciones. Todos los estudiantes, con disciplina militar, tomamos los corredores y pasillos del edificio en dirección al patio exterior, donde debíamos esperar pacientes que terminaran con los registros. Todos lo hicimos; todos menos Jhonny Pentangeli.
Jhonny destacaba por su profundo e inmundo dormir tras las escapadas de safari. Se puede decir que tras consumir alcohol y tumbarse en la cama, entraba en una dimensión desconocida para el ser humano.
 Los perros comenzaron con su función, todos esperábamos en el patio, pero la habitación 105 del pabellón 1 de aquel colegio de Aravaca, permanecía cerrada con llave. Jhonny yacía dentro.
Avisé pronto a uno de los miembros del clero de la situación inoportuna, puesto que mi habitación se encontraba justo frente a la de Jhonny. Aquel cura me ordenó nervioso:
-          Despiértelo Cieza!!!, despiértelo!!!
Subí, sabiendo lo inmensamente complejo que me resultaría dicha labor. Golpeé aquella puerta blanca de madera hueca hasta dañarme los nudillos. La golpeé con toda mi violencia. Los carabinieris con sus perros adiestrados ya rondaban la habitación con cierta incredulidad. Jhonny seguía, como yo esperaba, en otra dimensión sobrehumana.
Con las cejas bruñidas por lo raro de la situación, se acercó un robusto polizia con su nervioso can, justo hasta donde yo me encontraba.
-          “¡Qué coño pasa aquí!”, me dijo nervioso.
-          “Está dormido. ¡Y no se despertará!” Le dije con sumo respeto mirando hacia arriba.
-          “¡Aparte joder!”, me impuso con clarividencia.
La violencia de los brazos de aquel guardia real, evidentemente no era la mía, y comenzó a gritar, si cabe más nervioso que yo mismo:
-          ¡Abra!, ¡abra!, ¡abra o tiro la puerta! El perro contagiado por el nerviosismo de su compañero, empezó a ladrar como un animal.
En aquel momento Jhonny,  ajeno a la visita del joven monarca, abrió la puerta de su habitáculo en calzoncillos pelones, absolutamente dormido. El perro, fiel a sus principios, se abalanzó contra él de un solo impulso, haciéndole perder pie y desposeyéndolo, sin cuidado alguno, de la ultratumba en la que se veía inmerso Jhonny tras aquella interminable noche.
-          “¡¿Esto qué es joe?!”,  gritó Pentangeli.
En cuestión de segundos el olfato de aquel perro, pudo comprobar mejor que ningún otro ser, los mundos desconocidos de un joven estudiante en Madrid, y los entendió como inofensivos para la seguridad del heredero.
Jhonny finalmente despertó abandonando esa otra dimensión desconocida para cualquier humano. Quizás, esa otra dimensión donde se sueña, cual Hipnos, con alguna de las tres gracias.



               


 
  

   

       

martes, 4 de diciembre de 2012

EN LA RIBERA DE CENTRAL PARK

Cada mediodía rigurosamente entraba al mismo restaurante en la ribera de Central Park. Cada mediodía, pedía una copa de vino francés, que degustaba pausadamente sin quitarse su guante de piel de la mano derecha. A media copa cada día, encendía un cigarrillo, y tras dos hondas caladas, que le transportaban al infinito, solía entrar ella.
Ella se sentaba también sola, pero lo hacía en la mesa con las mejores vistas del restaurante, casi de espaldas a él. También pedía una copa de vino, y también lo tomaba con una sola mano al desnudo.   
Fiona, como él se había atrevido a bautizarla, era una mujer de inciertas maneras. Quiso creerla italiana en su mente, por sus inconfundibles rasgos latinos. Le parecía amable, emotiva y condescendiente. Sin duda una hermosísima mujer, de ondulados cabellos y suave piel, de refinadas formas y movimientos persuasivos plenos de gracia. Nunca pudo distinguir su voz con claridad entre el rumor de aquel restaurante, pero prefirió imaginarse una voz limpia, como de otro tiempo.
No tenía Robert, cada mediodía, otra intención que no fuera sentirse elevado, salir poco a poco del fastidio de lo cotidiano. Y para ello solo tenía que mezclarse con esa luz que entraba tenue por la ventana y que moría justo en el rostro de Fiona. No pretendía otra cosa que no fuera sentirse vivo y extraño, sereno y en calma. Se sentía espectador único de esa fusión maravillosa que solo podía ser posible gracias a una luz caprichosa rebosante de paz que desembocaba en el dibujado rostro de Fiona iluminado.
Aquel mediodía, tras varias copas de vino francés, Robert perdió toda serenidad y toda calma. Había decidido conocerla. Se preguntaba: “¿no es, aún peor que perder, no intentar?”, “¿no es más doloroso saber de un paraíso perdido que ignorarlo?”
El alcohol le prestó toda la valentía que siempre había deseado y carecido. Se acercó despacio y titubeante hacia ella y le dijo las únicas palabras en italiano que sabía:
O sole 'O sole mio, Sta 'nfronte a te…”
Fiona, que sentada siguió, sorprendida por el arrebato de aquel extraño hombre y de una forma muy natural y repentina, dijo en un castellano sureño algo perturbado:
“¿Qué dise tú…rebaná…?”, y le sonrió sutilmente.
Robert, tras escuchar aquella voz angelical, y tras recibir con gusto aquella sonrisa eterna,  pese a no entender nada de lo que ella le había dicho, se desbordó en gozo. Todas sus intuiciones y pensamientos más elevados para con aquella mujer etérea, resultaban ser terrenales y ciertos. Quizás no era italiana, quizás debía aprender castellano, pero sin duda, se trataba de una misteriosa “ninfa del atardecer”.
Aquella noche, ya en casa, Robert buscó durante horas y sin resultado alguno, el significado de la maravillosa y enigmática palabra pronunciada por aquellos labios rosados: “rebaná”. Al amanecer decidió que se trataba de una misteriosa confidencia por descifrar.
Y es que no hay mejores caminos por trazar, que los caminos que uno va soñando.