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Palacio Belvedere. Viena |
Le resultaba familiar, pero no conocía a aquella mujer. Constanze al contemplarla justo frente suya, y en medio de aquel inmenso salón dorado vestido de fiesta, quedó hipnotizada por aquella figura andante esbelta, por aquel rostro curtido y sobre todo por aquellos penetrantes ojos mirones. Fue una visión temprana y fugaz, una visión distinguida por su delicadeza y por su intensidad.
La fiesta seguía su camino, que no era otro que el camino hacia la sensatez de la inconsciencia. Todos elegantes con sus mejores galas, todos, como disfrazados de sus mejores yos. En la noche lucían brillante los zapatos, volaban regaladas las sonrisas, los lazos brotaban en ellos y los tocados florecían grandeza de musas en ellas; y la música, (¡cómo no la música en Viena!), reinaba elevada sobre todo el firmamento.
Los besos de champán y bienvenida al nuevo año solaparon, en el espacio volátil, con los primeros bailes soberbios de miradas cruzadas o perdidas. Entonces Constanze, por segunda vez en la noche, detrás, en lo más hondo de aquel salón, como perdida entre todas las demás cabelleras fantasmales, volvió a asombrarse con aquel rostro tan familiar y desconocido que le observaba fijamente.
La noche seguía implacable su cauce, que no era otro que el cauce hacia los rincones sombríos y abandonados del corazón. Por las rendijas de la oscuridad se empezaban a perder las mejores galas. Tras unas horas todos se parecían ya, mucho más, a sí mismos. Ya por los ventanales del nuevo año se vertían cientos de ilusiones recién nacidas. Pero Constanze seguía confusa con aquella imagen que le perseguía y que no conseguía distinguir en aquel lujoso e inmenso salón.
“¿Quién eres?”, “¿acaso nos conocemos?”, “llevo observándole toda la noche y toda la noche preguntándome: ¿eres tú?”. Estos eran algunos de los pensamientos que reinaban en Constanze desde el primer encuentro fugaz; preguntas que no encontraban una respuesta.
En vísperas de que muriera la noche y que con ella lo hiciera la música, contempló minuciosa todo a su alrededor, y mientras buscaba una vez más aquel rostro desconocido que perturbaba toda su armonía, leyó sorprendida un letrero dorado que decía: “Feliz Año 1.781”.
Como poseída por algún mensajero de Dios, corrió escaleras abajo, y comenzó su feroz estampida hacia los jardines de palacio. Allí, cual narciso en el arroyo, contempló en las aguas del estanque el reflejo del firmamento y las estrellas cristalinas heladas. Con cierto miedo, asomó su rostro curtido ante las aguas calmas y comprobó cuán natural y cruel era su reflejo.
“No te conozco; acaso si nos conocemos; llevo observándole toda la noche en los espejos y me he preguntado quién eras, pero ahora ya lo sé: no eres yo, has dejado de ser yo…”.
Y mientras todos daban la bienvenida a aquel nuevo año de 1.781, bajo la noche interminable de Viena, Constanze se despidió de ella misma.
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