martes, 4 de diciembre de 2012

EN LA RIBERA DE CENTRAL PARK

Cada mediodía rigurosamente entraba al mismo restaurante en la ribera de Central Park. Cada mediodía, pedía una copa de vino francés, que degustaba pausadamente sin quitarse su guante de piel de la mano derecha. A media copa cada día, encendía un cigarrillo, y tras dos hondas caladas, que le transportaban al infinito, solía entrar ella.
Ella se sentaba también sola, pero lo hacía en la mesa con las mejores vistas del restaurante, casi de espaldas a él. También pedía una copa de vino, y también lo tomaba con una sola mano al desnudo.   
Fiona, como él se había atrevido a bautizarla, era una mujer de inciertas maneras. Quiso creerla italiana en su mente, por sus inconfundibles rasgos latinos. Le parecía amable, emotiva y condescendiente. Sin duda una hermosísima mujer, de ondulados cabellos y suave piel, de refinadas formas y movimientos persuasivos plenos de gracia. Nunca pudo distinguir su voz con claridad entre el rumor de aquel restaurante, pero prefirió imaginarse una voz limpia, como de otro tiempo.
No tenía Robert, cada mediodía, otra intención que no fuera sentirse elevado, salir poco a poco del fastidio de lo cotidiano. Y para ello solo tenía que mezclarse con esa luz que entraba tenue por la ventana y que moría justo en el rostro de Fiona. No pretendía otra cosa que no fuera sentirse vivo y extraño, sereno y en calma. Se sentía espectador único de esa fusión maravillosa que solo podía ser posible gracias a una luz caprichosa rebosante de paz que desembocaba en el dibujado rostro de Fiona iluminado.
Aquel mediodía, tras varias copas de vino francés, Robert perdió toda serenidad y toda calma. Había decidido conocerla. Se preguntaba: “¿no es, aún peor que perder, no intentar?”, “¿no es más doloroso saber de un paraíso perdido que ignorarlo?”
El alcohol le prestó toda la valentía que siempre había deseado y carecido. Se acercó despacio y titubeante hacia ella y le dijo las únicas palabras en italiano que sabía:
O sole 'O sole mio, Sta 'nfronte a te…”
Fiona, que sentada siguió, sorprendida por el arrebato de aquel extraño hombre y de una forma muy natural y repentina, dijo en un castellano sureño algo perturbado:
“¿Qué dise tú…rebaná…?”, y le sonrió sutilmente.
Robert, tras escuchar aquella voz angelical, y tras recibir con gusto aquella sonrisa eterna,  pese a no entender nada de lo que ella le había dicho, se desbordó en gozo. Todas sus intuiciones y pensamientos más elevados para con aquella mujer etérea, resultaban ser terrenales y ciertos. Quizás no era italiana, quizás debía aprender castellano, pero sin duda, se trataba de una misteriosa “ninfa del atardecer”.
Aquella noche, ya en casa, Robert buscó durante horas y sin resultado alguno, el significado de la maravillosa y enigmática palabra pronunciada por aquellos labios rosados: “rebaná”. Al amanecer decidió que se trataba de una misteriosa confidencia por descifrar.
Y es que no hay mejores caminos por trazar, que los caminos que uno va soñando.



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