martes, 19 de noviembre de 2013

SOLEDADES Y OTROS

                               
Salimos al pórtico a fumarnos unos furtivos cigarrillos. Recuerdo entonces como, pese a ser bien entrado el mes de noviembre, el sol calentaba a media mañana nuestras peladas y jóvenes nucas ansiosas y necesitadas de aire fresco y anhelos. Una densa nevada poblaba el bosque que nos contemplaba, transformándolo de verde río y sosegado cañaveral que fue a cortante y afilada navaja helada que ya sería.

El viejo frío no nos sorprendió en absoluto, puesto que esa misma noche, yo mismo recuerdo  dormir vestido de paisano y sin descalzar, con un gorro rojo y gris de lana que me tapaba hasta los ojos y que me regaló la tía Julia en agosto, “para cuando viniera el frío”. 

"Espero que hoy enciendan la caldera”, ese era el comentario menos recurrente y más frecuente que introducía cualquier conversación a pies del inmenso jardín del colegio, mientras adivinábamos juntos la mañana, unos sentados y encogidos en la imponente escalinata de piedra y otros sobre la hiriente balaustrada que la guardaba.  

Como se pueden imaginar, las conversaciones de doce jovencísimos colegiales internos, no iban más allá del tercer escalón, pero nuestras miradas y sueños sobrepasaban aquel frío y claro cielo azul que aparecía y desaparecía entre los árboles pelados de añoranza.

Quizás nos embargaba los álamos, quizás el deseo de ver a la familia pronto, quizás la llegada del frío, quizás el tabaco; o las ganas de ser, perder o ganar, vivir y sufrir, ¿quién puede saber qué? Pero doce jovencísimos colegiales internos nunca callan al unísono, ni tan siquiera uno a uno a solas consigo mismo frente a la soledad del espejo.

Entonces ocurrió, que entre los lejanos álamos de nuestros sueños,  Fidel adivinó la figura de un joven ciervo a lo lejos. Solo nos dijo a los demás: “Ehh!!”, y todos lo adivinamos en la misma lejanía. “Es joven, una cría”, dijo Fontán.

Permanecimos callados e inmóviles, como si una ráfaga de viento hubiera congelado nuestras jóvenes y locas inquietudes por un instante. El cervatillo nos contemplaba igualmente en su quietud a lo lejos. Era tan hermoso que pude sentir dolor en su belleza y  ya de lejos eso me conmovió sobremanera, como si ese resplandor hubiera existido en mí en algún otro tiempo perdido o soñado. 

El animal se acercó unos metros con cautela ante nuestro silencioso asombro, y se podía sentir claramente como nos contemplaba con la misma incredulidad que nosotros lo hacíamos. Permanecimos como esculturas elevadas e inmóviles en absoluto silencio durante unos segundos.

En esos interminables momentos, quién sabe qué sentimiento dominaba a mis compañeros, pero yo estaba seguro que sentían exactamente lo mismo que yo y lo mismo que aquel precioso animal. Era una especie de vacío, algo relacionado con el deseo y lo desconocido; como un trago de belleza; era saber que existía un mundo al que podía dominar con mis manos y mis ojos, era una profunda y calma tristeza, o inquieta melancolía; quizás soledad, soledad compartida.

Después de varios segundos eternos, no sé si dos o tres, en el silencio de nuestras jóvenes miradas, y con el aire y el frío de testigos, yo respiré hondamente…y el joven ciervo repentinamente desapareció como el relámpago del cielo, dejando en mí ese vacío inédito del que os hablo, como aquel que ya empieza a echar de menos.

Finalmente divisé como se perdía libre entre los árboles y el cielo limpio, que dominaban nuestro siempre horizonte sinfín.

Las conversaciones de los chicos continuaron como si tal cosa, sin ir más allá del tercer escalón.

Al tiempo de unos cigarros dijo Diego, “vaya con el ciervo”.

Luego la sirena sonó.



     
 



     

jueves, 7 de noviembre de 2013

EL CARTERO

Podía haber sido jueves, pero era viernes. Julito, uniformado entre legañas, se disponía a coger la vieja moto para proceder al reparto de cada día. Todo era exactamente igual que ayer y que antes de ayer. La vieja moto no arrancaría a la primera, recibiría unos buenos días insulsos de su compañero Gerardo (cartero como él), el nuevo frío otoñal rasgaría su barba curtida y recién afeitada, y quizás en algún camino perdido encontraría un bando de gorriones desafiantes que quisieran jugar bailando junto a su moto. Pero como cada día es inesperado y siempre nos regala matices distintos dentro de un mismo guión, extrañamente en el último momento, justo antes de salir pitando, el jefe de repartos Medina, hombre recto hasta en sus andares, se acercó apresurado a entregarle una última carta extraviada que debía entregar “ya mismo y sin falta”, según sus propias palabras.

La carta era urgente y certificada, remitente Delegación de Hacienda, dirigida a Doña María Benítez. No leyó el destino.

A Julito, por la monotonía de su trabajo, lo inesperado le excitaba, pero más nervioso aún le ponía que Medina le diera órdenes en plan general, y esa última carta de última hora, la colocó Julito justo donde no quería Medina que lo hiciera, la última dentro de su petada cartera de hebilla y cuero.

La mañana fue como tantas otras, pero era viernes, y los viernes, por ese gusanillo travieso e inexplicable que tienen los viernes, la moto corría más, la cartera solía pesar menos, el barro de ciertos caminos llegaba a ser hasta divertido, y el melancólico otoño se vestía de primeros  días de marzo. La mañana pasó corriendo como sus destinos (todos conocidos), y la totalidad de cartas se vomitaron de su cartera naturalmente. Eran pasadas las trece horas, y solo le quedaba aquella última carta urgente y certificada para Doña María Benítez. Por fin leyó el destino, C/Libertad, 7, una calle más que conocida, justo en el corazón del pueblo. Decidió Julito, no sé bien si por eso que era viernes, que dejaría ya la moto en el trabajo, y que iría andando a hacer dicha entrega certificada.

Cuando Julito descansó en el amable portal de la C/Libertad, 7, se sorprendió de no haberse fijado nunca en aquella céntrica casa. Era una vieja casa, que conservaba por su simple apariencia, la personalidad de un tiempo perdido. El doble portón de madera que daba a la calle, estaba abierto de par en par y sujeto por dos enormes piedras perfectamente redondeadas, y a Julito el simple hecho de no encontrar llamador eléctrico le relajó. Pasado el amplio zaguán, la casa y la vida giraba por completo entorno al patio central, que estaba como encajado en medio de aquel insólito espacio. Asomó medio cuerpo y entonces pegó una voz entre confiada y avergonzada  que curiosamente nunca antes había pegado: ¡cartero!

Una anciana, que estaba camuflada entre las horneadas macetas de barro que poblaban el centro de aquel patio, con voz serena contestó “buenas tardes, pase, pase…”. Julito poco a poco y a medida que entraba en aquel patio que un día fue blanco, fue relajándose libremente en su interior, como deshojándose cual los sauces lo hacían por los caminos; y tras la sincera invitación de la anciana a sentarse, no rechazó descansar unos minutos.

Vengo a entregar una carta a Doña María Benítez”, dijo mientras se miraba en un enorme espejo arañado, que descansaba impávido justo al final del patio. La anciana sin dejar de coser, llamó levemente y con afinada voz a María, que del mismo modo liviano respondió, como si de dos instrumentos orquestados se tratara. “Está liada con el almuerzo”, dijo la anciana, justificando así su ausencia, y le ofreció a Julito una cervecita, “que estará usted cansado de tanto camino”.

Así comenzó una conversación tan banal como cordial y confiada; una conversación agradable y educada sin prisas, que trascurrió con la misma espontaneidad que pasaban los minutos y con la misma sencillez con la se colaba la luz por entre la montera de aquel patio.

El intenso olor del almuerzo procedía de algunos de los múltiples habitáculos de la vieja casa, pero se apropiaba de toda ella sin remedio, y aún más de Julito. Ese olvidado y maravilloso olor a cocido…, la silla que tomó, el espejo y los muebles desencolados, los quietos y verdes helechos, aquella anciana a su lado comentándole no sé qué de los tiempos… la luz templada y los dibujos de las losetas…, sin duda le hicieron volver atrás, le hicieron parecerse así mismo, le hicieron ser educado y amable.

Dicen que las relaciones humanas cambian según el espacio vital en el que la gente se mueve. Lo cierto es que Julito, no sé si porque era viernes, marchó de la casa con la sensación del deber cumplido y en paz consigo, y con la carta urgente y certificada dentro de su cartera sin entregar.  

   


          

jueves, 24 de octubre de 2013

CARLITO´S WAY

Leí una vez sobre la amistad algo así como que es el escalón más alto que tiene el amor. No sé si será verdad o no, pero lo cierto es que Carlito entonces,  era el último peldaño de mi precipicio. Hoy os contaré mi pequeña y difusa historia con Carlito Sifone, e intentaré explicaros cómo un corazón puede vivir en dos cuerpos, y un alma en dos corazones.

Carlito nació en mi mismo barrio, ya sabéis, aquel suburbio  tétrico francamente inmejorable a las afueras de la ciudad. Nuestra escuela fue, como la de tantos otros, las puertas y las ventanas, las piedras y las frutas, la vida en la calle. Desde muy pronto supe que nuestra ligadura sería prolongada en el ruido de los tambores, en el silencio de los amaneceres, en el vaivén de las noches opuestas, en el camino que no tiene vuelta atrás. Jugábamos a ser hombres.

En algún momento de la vida, probablemente demasiado pronto, notas en tus venas infantiles que estás con él. Sabía yo que él estaba conmigo, y ya entonces no hay vuelta atrás, como decía repetidamente Carlito.

Qué os puedo contar de unos críos que van juntos avanzando, como lo hace el río verde entre montañas podridas de hielo. Qué de particular tiene que se va abriendo la ribera a tus orillas cada día, que lo desconocido toma forma y cuerpo, y que te amoldas a lo que hay para sobrevivir dentro de ti. Que mayor placer vivo puede existir que el saber que te esperan, que siempre te están esperando.  Sueñas cada mañana, como yo soñaba entonces con Carlito, con la dicha de llevar a los amigos hasta el fin de los días a cuestas, para morir luego juntos en Roma.

Entonces ocurrió que pasa el tiempo. Pero pese a todo, y aunque no lo hablamos nunca, ambos lo sabíamos.

Tomó Carlito su camino, como yo un día tomé el mío, pero ya no era el mismo camino. Ambos pensamos que nuestros senderos nos llevarían al mismo lugar, y que allí, alguna tarde gris de octubre, nos encontraríamos a las tres en punto. Y de nuevo como si tal cosa, no hablaríamos nunca de lo ocurrido. Pero no fue así, porque ya no jugábamos a ser hombres.

Ayer tarde, recibí esta carta de Carlito, que dice así:
“Yo he terminado, espero que tú hayas terminado también. Por mi parte, he intentado que no tuvieras ninguna queja de mí. Siempre tendrás mi afecto”.

Sabía Carlito, como lo sabía yo, que ya no latía aquel mismo corazón en dos cuerpos distintos, que  habíamos caído, como juramos no hacerlo, en el precipicio de nuestras propias cascadas; que los sueños, sueños son, y que siempre habrá un entonces.

Lo que no sabía Carlito, es que no hacía falta escribirlo en ninguna carta, ni gritarlo a ningún viento perdido, ni guardar ningún afecto desengañado. Lo que olvidó Carlito es que en una amistad, como en el amor, ya no hay vuelta atrás.

Porque pese a todo, aunque no lo hablamos nunca, ambos sabíamos que en el camino, como en el del amor, los amigos se pierden, y hasta se olvidan.     


jueves, 17 de octubre de 2013

DULCE OCTUBRE

Tal día como hoy hace treinta y cuatro años, exactamente a esta misma hora, entró por primera vez en aquella maravillosa, vieja y blanca panadería, que se sostenía a duras penas en medio de aquella interminable cuesta de dormido pueblo blanco. Pudo ser como entrar en el cielo que Dios creó tantas veces atrás, pudo parecerle tres escalones de barro que se alzaban mojados, pudo no ser una verdad a medias. Se tomó unos segundos para asimilarlo sin vehemencia, sin pasión desmesurada o alucinógena. Entonces profundamente respiró.

¿Existe algún olor más celeste que el del pan?, ¿no es una panadería como volver a la absoluta verdad de la niñez?, ¿no se abandona lo que somos para volver a ser lo que fuimos?, ¿acaso no huele como si sonaran limpios y eternos acordes de lira y flauta? 

Tras girar la cabeza con la soltura y rapidez de un ave serena, Lorenzo se encontró de bruces con aquellos ojos desnudos de par en par. Era los ojos de Consolación, que ayudaba. Fue entonces cuando le pareció la calle, que ahora estaba más afuera que antes, un oscuro pinar sonoro.

Tal día como hoy hace treinta y cuatro años, exactamente a esta misma hora, cuando las hojas también caían de los árboles como hoy, Lorenzo comprendió por qué se llueven los caminos, por qué descansan las cenizas y por qué fluyen los peligros de cualquier amanecer. Aquellos ojos desnudos de Consolación.

Desde aquel iluminado día gris de octubre, todas las mañanas más tempranas que el sol, Lorenzo entraba en el cielo de aquella interminable cuesta de dormido pueblo blanco. Era entonces cuando entre estantes de imperfecto cristal gastado, asomaba la harina y asomaba el calor, la dulzura se convertía en materia y Francisca, que así se llamaba la dueña del viejo horno, le daba los buenos días más dulces  que jamás nadie conoció.

Quizás no se crea, pero durante mil seiscientas cincuenta y cuatro mañanas, Lorenzo entró de la misma forma en aquella panadería, sin olvidar uno solo el primero de ellos. Con el trascurso de los meses fue capaz de conocer el olor de las baldosas que pisaba,  estrenó modales de dulzura contagiados,  adivinó nuevas formas de pan entre los dedos, liberó su terca soledad de presta juventud,  y aunque no se crea, se serenó caballeroso ante la desnudez de los ojos de Consolación. Nunca conoció su tímida voz, aún amándola, pero supo distinguir cualquier sensación como lejana al profundo olor del perfume limpio, ingenuo y doliente que cargaba el alma de Consolación.

Hace un minuto, y quizás no me crean, salió de su tímida boca callada lo siguiente:

“…tal día como hoy hace treinta y cuatro años, exactamente a esta misma hora, me enamoré perdidamente de usted; le faltaba un botón  a su camisa…”.      

Lorenzo entonces sonrió…      


  

martes, 8 de octubre de 2013

ETERNA JUVENTUD. FLOR DE MAYO

Voy a proseguir con inmensa fortuna, después de un largo estío, con mis cortos e insípidos relatos. Os dejo, ahora que sigo haciéndome cada segundo más viejo, con la historia del joven Underwood, que tanto llamó mi atención:

Hermosa y atrevida es la juventud, fugaz y florida, una y no más; así es la juventud y así la sentía Underwood en su vientre, mientras observaba un solo horizonte lejano en el mar desde tierra.

Los tres mástiles desplegaban sutiles rayos de limpia y blanca claridad azul en el Mayflower, y soplaba brisa, ahora sí, de nuevos vientos y extraños mundos dentro de su alma. Volaba una llamada entre las velas, o más bien latía. David Underwood, recién cumplidos los catorce años de edad, inexplicablemente sentía como su fuego se rociaba de calma observando el único horizonte que conocía: el horizonte del mar en el puerto de Southampton.

¿Qué valor tendría la existencia, si abandonaba los latidos que golpeaban su corazón?, ¿qué fuerza podría impedirle embarcar?, qué importaba este mundo sin encontrar respuestas del suyo propio. Underwood sentía que su paz estaba en busca de ese horizonte lejano, bello y azul. Nada más.

Tras varias semanas de sufrida navegación e interminables contratiempos, cada tarde el joven Underwood, descansaba en lo más alto del palo de mesana. Su libertad lucía resplandor en aquel inmenso horizonte que contemplaba, que ya no era uno solo y lejano, eran cientos dentro de la nave. El joven Underwood conoció la más absoluta de las libertades encima de aquel palo rodeado de mar calma.

Después de un mundo de sal, un tiempo de otro tiempo, de un sinfín de desatinos y del más bravo de los oleajes; después de un minúsculo mundo reducido a madera, después de todo un océano de desesperación…, la tripulación y todos sus pasajeros pisaron la nueva tierra. Underwood también lo hizo.

La juventud no se arma de cuestiones, no teme por el futuro, no busca una falsa seguridad mundana, no espera, no se viste de apariencia, no miente, no valora; simplemente se vive como se muere. El joven Underwood sabía, que tras un imposible, su corazón latía junto al inmenso océano, y decidió volver a él.

Curiosamente los profundos ojos negros de una mujer que nunca conocería, se clavaron en su pecho el mismo día que zarparon de vuelta al viejo reino. Encontró sin duda, un motivo.

De vuelta como digo, en el Mayflower, de nuevo los horizontes y el zumbido inquieto, belleza pura y libertad, hilo conductor, pulso en las muñecas…eterna juventud. No había preguntas, tampoco pues respuestas.

Fue en una mañana de 1.621 cuando el joven Underwood, rodeado de todos los horizontes azules imaginables, cayó en el silencio del mar desde el alto palo de mesana. Allí, en uno de sus horizontes soñados, quedó en calma su juventud para siempre.


Me pregunto yo: ¿cayó o se lanzó?, pero esto a quién le puede importar ahora.

martes, 9 de julio de 2013

LA SELVA NEGRA

Adela tenía la estúpida e ingenua costumbre de intentar ser diferente y genuina como forma de vida, una costumbre por cierto tristemente muy extendida en nuestros días. Supongo que lo cotidiano le asqueaba, lo simple le repelía y lo mundano y conocido destemplaba profundamente su flequillo ignorante e infantiloide.

No se trataba de ir a la última, de ir a hombros de lo más vanguardista, de ser la más cool…no, que va…, se trataba de hacer todo aquello que “no pertenecía”. No era una rebelde sin causa, quería serlo, que es absolutamente distinto.

El caso es que Adela ya no tenía veinte años, sino el doble, y el caso es que era verano. En verano todo el mundo parece necesitar un chapuzón exfoliante de rutina en el océano; pero Adela había pensado que este verano, porque sí, le apetecía conocer la frondosidad de los interminables abetos de La Selva Negra, y patear sus soñados senderos sombríos para terminar de morir sumergida en uno de sus inmensos lagos abiertos. La verdad es que lo imaginado en su cabeza sonaba muy bien.

Pero para  su querido amado Arthur (Arturo para su padre y su madre, Arthur para Adela), La Selva Negra resultaba un poco rollo, y más en verano. Arthur era más convencional, y la idea de una playita, un chiringuito, un vámonos que nos vamos con el tango…y una cervecita “bien fría”, le ponía mucho más.

Arthur, conocedor de sus virtudes, convenció en aquella templada noche metropolitana, de ventanales abiertos y sol rendido al otro lado del mundo, que la mejor opción de ese caluroso verano era el océano. Convenció a Adela que los caminos del océano son infinitos, mucho más que los senderos de un bosque sombrío, y que un solo sorbo de agua salada te puede  trasportar a cualquier orilla de la mente. Comentó que los caminos modernos no siempre producen los efectos pintorescos que la  imaginación ilusa sueña, y que en lo cotidiano de un mar de espuma, además de domingueros de barriga curtida y aliento avinagrado, se encuentra la mayor amplitud que un ser humano puede divisar ante sí: la mar.

Tras el rollaso de Arthur (Arturo para su padre y su madre), Adela no pudo decir que no, aunque en su interior seguía soñando con aquel lago idílico rodeada de asientos de piedra. Pero finalmente aceptó.

Decidida a poner un toque distinto a su mar, quiso ella que no fuese mar su playa, sino océano, tal y como el pirata de Arthur había soñado aquella noche inspirada. Esta vez sería el desconocido y  lejano océano Atlántico, y más en concreto la vieja esquina de Gades y sus alrededores.

Se bajó del coche tras el largo viaje, y su blanco sombrero from California llegó en un segundo donde ya no pudo recuperarlo…

-“Levante…”, escuchó de lejos a un paisano.

Durante más de diez días dominó aquel territorio el más genuino de los vientos de la zona…pa´ que…


Desde aquel día Arthur pasó a ser Arturito para Adela…

lunes, 24 de junio de 2013

SENSE AND SENSIBILITY

No seré yo quien critique una borrachera cojonuda, no…porque ni puedo, ni debo, ni así lo siento; no, porque además sinceramente las adoro; no seré yo quien censure una pérdida de papeles al viento, no… si además es en la feria de San Antonio con vino de la tierra. ¡Ojo!, no quisiera yo parecer, con esto del vino, un carca de cata clavelero y tuitero tan en boga en estos tiempos, porque tampoco pongo yo un solo pero a una buena cogorza desmesurada procedente de Escocia, Estocolmo o Cuba y alrededores…que para el caso y el gañote borrachín es lo mismo.

Como todo buen trompazo sin límites, esta tranca de la que hoy hablaré empezó por ser ligera como la tarde y suave melodía sinfónica como la brisa de junio. Qué maravillosos pasos son los primeros de todo camino…los primeros vasos de toda leña. El alma poco a poco se eleva ingrávido, fruto de la desesperanza de vivir, del goce del saber que todo acaba, que nada empieza y que difícilmente algo tiene demasiado sentido y sensibilidad.

Sin más rodeos, yo por suerte, me hallaba justo allí, en “la cajeta” junto al enclenque Andrea Calvini y al pequeño gran hombre protagonista de esta historia: “Yerman Multison”. Todos a mi alrededor eran conocidos, todos conversaban, todos disfrutaban de un atardecer tan púrpura como irreal; y todos, o casi todos, bebían como si se fuese a acabar el mundo esa misma noche.

La mayoría de conversaciones que se dan en la feria y fiestas de San Antonio, son molto complicadas, aunque no diría que banales. Se da la peculiaridad que los horarios para el personal son muy diversos y amplios. Mientras unos empiezan con la  guaracha a la hora que cae el sol, a la fresquita, otros a esa misma hora son auténticos “molletosos puros”, parte ya de un crepúsculo decadente e insostenible y sencillamente insoportables para gente “fresca”. No es exactamente el caso que hoy os cuento.

El pequeño Yerman había ya empezado hacía varias horas con su feriante tarde avinagrada; Calvini andaba aún fresco cual cogollo de lechuga sin aliñar. Yo justo al lado de ambos, expectante a tan peculiar pareja de varones. Yerman estaba contento, quizás más contento que ebrio, y le fluían las ideas más que nunca, e intentaba exponerlas como si tal cosa, como si se acabara de levantar de la cama. Obviamente a mis ojos y a los de cualquier humano no era en absoluto así. Andrea mientras conversaba con Yerman, como tantas otras veces, estaba a la guarda de sus dos pequeños ángeles, Lola e Inés. La tarde fluía y se cerraba, justo igual que los propios ojos ya  firmemente encogidos y felices del pequeño gran Yerman, que pudo parecerme en esos momentos claramente de ascendencia oriental.

A escasos metros de mí, podían parecer dos adultos más conversando en una feria. Justo donde yo estaba, podía sentir, adivinar e incluso oler, que uno de ellos, Yerman, flotaba excelso entre las nubes.Pero de repente, como suele ser habitual en Calvini, la ligera tragedia impuso su ritmo:

-“¡¿dónde está Lola?!”, ¿¿dónde está Lola??!!”, nervioso gritó…Había perdido entre cervezas, unos segundos de vista a su hija, quizás minutos…y no la encontraba entre la multitud.

Yerman claramente aturdido, bajó de los cielos donde se encontraba su mente, y en un arrebato de honra, intentó volverse de nuevo terrenal, de nuevo como si tal cosa, y pronunció repetidamente con cierta dificultad lo siguiente:

“…Omo iba estía…omo iba estía…omo iba estía…”

Cualquiera podría haber interpretado que tras bajar de nuevo a la tierra, Yerman hablaba un lejano idioma ancestral indescifrable. Yo, conociendo bien a tan cabal personaje, supe que quería ayudar a Calvini en su ligerísima perturbación, y que lo que realmente quería decir, impedido por su lánguida lengua bañada en alcohol, era: …“¿Cómo iba vestida?..., ¿Cómo iba vestida?...¿cómo iba vestida?”

No pude más que reírme vilmente, viéndome claramente reflejado en otras muchas situaciones en las que yo mismo he estado de igual semblanza. Pero claramente y con rotundidad en ese instante, supe que Yerman, el pequeño gran Yerman, como diría el eterno poeta sevillano, “estaba borracho de vida, y no lo sabía…; estaba vivo como pocos…”, como solo él podía y sabía estarlo.



 



jueves, 23 de mayo de 2013

PROFUNDIDADES MARINAS

Ejemplares con los que solíamos cantar: "ole, ole, ole..."
Si comparara la vida con un pequeño jardín, probablemente yo sería no más que un arbusto de hojas manchadas de blanco relleno, a veces bello, la mayoría desapercibido. Mi suerte sería la de estar siempre rodeado de otros árboles, de otras plantas, de flores y frutos, de aromas y raíces, de otros, que son mis amigos y familia. En ese pequeño jardín en el que vivo, mi amigo Raffaello sería como un claro y hermoso limonero, que siempre crece vital en busca de luz, siempre dando sombra, siempre ahí donde todos quieren, verde y limón, hermoso limonero.

Con Raffaello, hombre listo como un rayo, vendedor de lo vendible y no vendible, de buen lance en el comer y sobresaliente en el beber, he vivido no sé cuántas estaciones. Ahora que entra el veranito, quisiera recordar una historia de profundidades marinas, de brumas y tormentas.
      
Raffaello siempre desde muy pequeño (y aún ahora me atrevería a decir), mostró rarezas y costumbres propias de otras edades. Se hizo, por ejemplo, “radioaficionado” mientras todos a su edad manejaban un patín o surfeaban; conducía, desde muy joven, viejos Mercedes Benz de escaso roneo para las féminas de la época.  Los inviernos los pasaba “rascando el micro” o “reponiendo”, siempre entre carcasas y fotolitos.

Mientras aquel verano para todos era sol y playa, para él era “empatillar” y “coreanas”.

Muy influenciado desde siempre por su querido padre, al que todos terminamos llamando cariñosamente Fae, utilizaba ciertas expresiones y actuaba de una forma, que solo podía provenir del baqueteo callejero de nuestra vieja capital. Debido a esto, mi vocabulario y mi mente, no pudo más que crecer desordenadamente.

Raffaello, vendedor de lo vendible e invendible como digo, siempre nos llevaba a su terreno. Aquella magnífica noche de verano, estrellada e inolvidable, nos embarcamos en el “Bruma” (bote de unos 10 pies de eslora), en busca de la mojarra. Embarcamos Bono, Raffaello, Fae y un servidor. Para mí era como partir al nuevo mundo, como adentrarnos en los océanos más desconocidos, una partida al azar, un lanzar la moneda; aunque en realidad no íbamos más allá del “caño Chanarro”.

Bono y yo, éramos unos perfectos y novatos marineros para el capitán general Fae, éramos manejables y discretos; su hijo Raffaello, teniente del navío, solía calentarle el ciruelo, olvidando que su padre era capitán y patrón de la embarcación. Solían discutir posicionamientos, estrategias, travesías, mercancías, empleo del material de abordo, coreanas o de canutillo, y un largo etcétera. Bono y yo sin embargo, teníamos muy claro aquello de donde manda patrón…

El embarque ya fue un espectáculo. Fae trajo una tele en miniatura (hablo de 1923), para ver un combate de boxeo que daban esa noche estrellada. Finalmente, como muchos otros inventos suyos, encerraba ciertos problemas técnicos que impidió aquella retransmisión nocturna a bordo. Pero la verdadera novedad tecnológica aquella noche era un “sonda” de pesca (hablo de 1923), que nos marcaba profundidades y por supuesto dibujaba ilusionantes bancos de peces a nuestros pies.

La noche empezó, como empiezan y terminan casi todas las noches de pesca, como el culo. Eso sí, de comer y beber hasta la colcha. De reír y chalar lo que más. El teniente del navío Rafaello era marino poco aventurero, amante de las aguas conocidas y cercanas, casi orillero diría yo, miedoso dirían otros, respetuoso a la mar diría él.  Fae padre, cansado de tinto y casera, y harto de no coger nada, decidió adentrarse en aguas y caños desconocidos, guiado por su fantástico sonda, en busca de la ansiada mojarra.

-          -Recoge el resón…”, ordenó decidido Fae con ese tono suyo tan peculiar. “Aquí no hay pescao…”

-          -“¿Dónde vamos?”, preguntó su hijo inquieto.

-          -“Yo que sé Fali…a ver si cogemos argo...”.

Bono y yo callábamos, pero a Raffaello aquello le hizo poca gracia, ¿no saber hacia dónde íbamos?...todo un peligro desventurado. El capitán Fae, ordenó a su hijo que le fuera indicando la profundidad marcada por el famoso sonda; aunque se fiaba claramente más por su intuición y conocimientos marineros que por el moderno aparato.

De esa forma, partimos de madrugada hacia las confluencias de cientos de caños que se entrelazan en aquel sobrecogedor rincón del atlántico, cercano al jardín de las hespérides, donde el paisaje despliega una magnificencia extraordinaria.

-          -“Esto marca 2 metros de profundidad papá…”. Avisó Raffaello desde su desconfianza.

El capitán Fae pasó totalmente del aviso. El silencio se hizo. Pasado unos segundos volvió a cantar:

-          -“Esto marca 1 metro…”, esta vez su voz ya estaba irritada.

Fae seguía a la suyo, en silencio absoluto, posiblemente hasta los mismísimos de su primogénito.

-          -"¡Cero cinco…papaaaá!, cero tres, cero dos….papaaaaaá…!!!"

Fae calló…entonces un ruido ensordecedor nos invadió los pies: gouuuuuuuuuuooooo.

-          -"¡¡¡¡Fali hemos encallao!!!!", gritó Fae, en ese mismo tono suyo tan peculiar.

Bono y yo nos fuimos rápidamente a proa, para hacer contrapeso ordenados por el capitán, allí nos partimos literalmente en dos de risa…A Raffaello le toco mojarse entero en plena madrugada para sacar nuestra pequeña embarcación a flote ordenado por su admirado padre y patrón del "Bruma".

Y es que ya se sabe, donde manda patrón no manda marinero…ni teniente…ni lugarteniente…



  
   


jueves, 9 de mayo de 2013

EL FRAUDE


Últimamente son muchas las veces que me viene a la memoria la historia del soldado  Kyu. Se trata de una vieja historia que en cierta ocasión me leyeron y que, aunque no dice mucho, os cuento. Trataré de trasmitirla tal cual la recuerdo; trataré de deshacerme fielmente de ella sin hacerlo:


Como una corriente helada, así sintió Kyu el proyectil que alcanzaba su arteria femoral.  El destrozo a vista de trinchera no pareció gran cosa, pero lo era. Inclinó la mirada hacia su horizonte y en aquel limpio instante, algo, como traído de esa otra parte, transformó todo en su mente.

Su corazón empezó a correr de prisa. No cesaba en el empeño. Las balas seguían peinando su cabeza oriental. El estruendo general no callaba. Aquel trozo de tierra que defendía volaba  por los aires. Sin embargo a Kyu todo ese momento a su alrededor, le pareció absolutamente bello.

¿Qué pasó? No lo sé. Todo cobraba ahora sentido y su corazón cansado no cesaba de bombear.

Como en una visión divina se imagino libre en todos aquellos lugares que tanto había soñado. Lugares del ancho mundo que no conocía, y que por tanto, no existían. Imagino dos naranjos y una encina verde, los imaginó dentro de un patio blanquecino. Le pareció estar desnudo entre praderas tendidas de trigo. Se imaginó prendado como una antorcha iluminada sobre mares profundos. Dulcemente, se reconoció feliz junto a una mujer serena, ambos, juntos como digo, bebiendo  de una misma fuente clara. Encontró en el aire que respiraba, finura plena de gracia, dicha. Allí se sintió ángel de libertad sin cabida de venganza. Y conoció y entendió con desconocida generosidad, casi de repente, todos aquellos principios opuestos a sus propias creencias, leyes y costumbres. Respiró.

Kyu encontró en ese momento la belleza en el hombre, y lo hizo paradójicamente enterrado en aquella trinchera olvidada y perdida. Se sintió pleno, se sintió vacío al completo, se sintió en absoluta libertad. Si se puede decir, se sintió feliz. Las tonalidades habían cobrado todo su sentido; cobraron el sentido que nunca antes tuvieron.

Kyu resolvió con fuerza su duda, y dijo en voz baja a nadie: “La vida no es un fraude”. Lo dijo   en total armonía, como si no procediera su voz de su cuerpo. Su corazón siguió empeñado en no cesar, y no lo hizo. Entonces, el soldado Kyu, más vivo que nunca, perdió el conocimiento.

Fueron siete los caballos que pisaron su cuerpo. Fueron siete los sapos verdes que saltaron.  Fue entonces su corazón cansado y libre…



Así termina la historia del soldado Kyu. ¿Qué pasó?, no lo sé. Menudo fraude, ¿no?
     




jueves, 25 de abril de 2013

LA CARRERA

Vespino SC de Bono

 Por estos lares del sur del viejo continente, en concreto 11.130, en nuestra perdida niñez se daban muchas historietas de motos y motoristas; la mayoría de historias siempre indocumentadas como las propias protagonistas. No sé cómo rodarán ahora estas motillos, puesto que ya no practico el vandalismo motorista piojero, pero entonces eran muchas las andanzas cúbicas forajidas.
Quiero recalcar que no hablo de moteros mundanos de cuero y casco, nunca lo fuimos; hablo de motocicletas chunguillas de bandazo lugareño, de motillos que normalmente tenían un sobrenombre cariñoso y cercano; hablo de biplazas fugitivas con alma juvenil. Entre las motillos de los colegas que recuerdo se encuentran: la “furia” (derbi varian sin metra-kit de escasa o nula potencia),  el wáter (escúter que por su color y tamaño recordaba fielmente la figura de tan querida pieza de baño), “la galac” (diminutivo de galaxia, de motor tan malo como desconocido), “rumbo a Conil” (hondita Px cuyo destino preferido era justo quien le daba su nombre); y otras muchas leyendas urbanas del asfalto más carrilero, cuyos sobrenombres mi  memoria olvidó,  como se olvidan los amores más queridos (recuerdo la anciana vespino de Mr.Watson color grana, entre otras muchas).

Vespino de Mr.Watson
Debo aclarar que normalmente estas motocicletas eran heredadas de hermanos mayores, primos o tíos, por tanto despreciadas por otros seres de nula sensibilidad. Fueron pues casi basura; luego basura rescatada. El rescate de estas viejas piezas normalmente consistía en cuatro pegatas guatiné y poco más. Algún atrevido las pintaba a spray o le metía algún escape chillón y guerrillero.
De las cientos de historias motoristas fugitivas que recuerdo con gran añoranza, quiero destacar por encima de todas, una: la carrera. Solíamos con estas motocicletas de 50c.c. realizar piques urbanos, carreras sin salida ni meta, pero con vencedores y vencidos.
Un buen día, mi querido amigo Bono, me emplazó a los nuevos y desérticos asfaltos del Novo. Venía con un coleguilla suyo, amante del motor que sigue siendo, y con sus dos balas dispuestas a un desenlace. La bala de Bono era un vespino celestino, heredado de su hermana mayor (luego Bono heredó una de mayor cilindrada de su hermano, ésta con algo más de caché). La de Albert, que así se llamaba su amigo, no la recuerdo. La mía: vespino AL de mi querida hermana mayor.
El caso es que por esos infinitos  y novos rincones asfálticos, que un olvidado día fueron tibias dunas y verdes pinos, comenzamos nuestra carrera sin salida y sin meta. Por allí nuestras cabelleras corrían motorizadas, desnudas y despeinadas (más por el viento que por la propia velocidad). Por allí nos emocionábamos con una rotonda, con una curvita y con poco más. Eran edades en las que uno siempre andaba emocionado por casi nada. Recuerdo una frase mítica de Bono que pregonó con vehemencia en público en cierta ocasión: “yo seré campeón del mundo de motociclismo” (realmente lo creía, lo que no sabíamos era el por qué).

Después de varios giros sin ton ni son, nos enfrentamos de bruces a nuestro mayor enemigo en la época: La Guardia Civil (los locales aún no tenían trascendencia alguna). En una de las rotondas (¿qué coño harían allí?), agazapados cual zorros viejos, descansaban una pareja de civiles, echando el cigarro supongo. “La cagamos”, me dije cuando nos pararon (supongo esto mismo pensaron mis dos compañeros de equipo).

-                                                            - “Los papeles” (frase mítica donde las haya), dijo uno de ellos.

Las escusas que uno se buscaba siempre eran muy baratas aunque cargadas de sentimentalismo, del tipo “yo es que vivo ahí al lado”, o “la moto es que  no es mía…”, o  “la he cogido un momentito…”, etc., etc.
El caso es que a Bono le preguntaron su nombre (no llevábamos entonces felizmente ninguna documentación en los bolsillos). Este ni corto ni perezoso, valiente e ingenuo, soltó lo siguiente:

-                                                     - “Mi nombre… Pepe Belizón”. Y se quedó tan pancho. Cualquier ser vivo hubiera sabido de inmediato que mentía. “Verá usté…, ES QUE LA MOTO NO ES MÍA…ES QUE ES DE MI HERMANO…y no tengo los papeles aquí…etc., etc., etc.”

-                                                       -  Pepe Belizón, ¿no?- dijo él guardia; y lo anotó en una libretilla, supongo haciendo el paripé. “¿Y su hermano cómo se llama?”

Entonces un segundo helado pasó por la mente de Bono y por las nuestras, y tan osado como dispuesto a usar sus artes más fugitivas cual “Torete”, soltó en voz alta y algo temblona, el siguiente nombre al vació más desesperado:

-                                                       -“JOSÉ BELIZON”

-                                           -“¿¿¡¡¡Tú Pepe y tu hermano José!!!!???...anda, anda, anda, anda…tirad por ahí y quitaros de en medio, que aquí no se puede estar…”

Aún me pregunto, qué coño hacían esos dos civiles en aquel tramo desértico de nuestra carrera; pero en aquel instante maravilloso y compasivo (de los que ya no quedan), arrancamos nuestras flechas libres cual pájaros costeros, y más radiantes que antes si cabe, y plenos de insensatez juvenil, volvimos de nuevo a ser felices.






                   

viernes, 5 de abril de 2013

EL PATO MUDO

Se despertó en silencio. La casa extrañamente callaba. Aquel sábado la luz de un nuevo día iluminaba el triste y despeinado jardín resacoso de invierno. Y en el jardín, como si le estuviese esperando aquel pensamiento suyo, se sentó a conversar a solas con él.
Una vez al año, esa era aproximadamente la media de veces que Richard se encontraba con Raquel. Quizás nunca llegaron a dirigirse la palabra, quizás lo hicieran vagamente alguna vez, quizás aún no había llegado el momento, quizás fuese mejor así. Lo cierto es que, aunque llevaban vidas completamente al margen el uno del otro, vidas como desconectadas, como de otros hemisferios, diferentes y a ciegas… extrañamente esa única vez al año que solían toparse casualmente, resultaba ser una situación incómoda para los dos. Se intuían, se veían, se sentían...  pero casi se evitaban.
Se conocían sus nombres, claro que sí. Diría que, aunque de espaldas, se sabían más o menos el uno del otro. Amigos en común...un mismo cielo en común...vientos y tempestades en común...y también ecos de carcajadas y excesos de costumbres en común. Pero no más.
¿Qué misteriosa razón entonces podía provocar que su corazón palpitara a otro ritmo más intenso cuando la veía? ¿Qué estúpida niñería podía hacer que ese casual encuentro en silencio, callara otras voces el resto del año?  ¿Existía quizás un sentimiento preso que no se atrevía a salir por miedo al desenlace?
Richard tenía la convicción, aunque fuese ligera y atrevida, que Raquel también se preguntaba a solas esas mismas cuestiones, que él mismo ahora se hacía en el jardín. Tenía la extraña sensación que ella sentía algo muy parecido en cada uno de esos imprevistos encuentros anuales, en los que solo se dedicaban alguna tímida mirada introvertida y fugaz. Pero, ¿quién podía saberlo?, es más, ¿a quién podría importarle, si a él mismo esa misma tarde ya no le importaría?
Quizás fuese mejor así, quizás no había llegado el momento, quizás de otra manera resultara ser, tan solo, lodo en el camino. Finalmente Richard se autoconvenció preguntándose: “además, ¿quién no se enamoró de alguien que nunca lo supo?”.
Richard mientras pensaba a solas, sentado sobre el murete de su jardín, sobre su encuentro la tarde anterior con Raquel, tan casual y recóndito, tan fugaz, puntual e irritante, recibió la inesperada visita de un bellísimo pato de plumas blancas y negras. ¡Era tan dócil!, que parecía no poder volar. Resultó ser un pato mudo.

  



  

LA SONRISA

Tenía la fantástica costumbre de sonreír todo el tiempo. Daba igual la hora del día, daba igual donde se encontrara, daba igual quién tuviera delante, Ro siempre sonreía. Temprano o tarde, en el ascensor a solas ante el espejo o en pleno funeral, entre amigos de siempre o entre perfectos desconocidos; ella  siempre dibujaba una sonrisa amablemente a los demás. 
Ese gesto tan barato, tan asequible a cualquiera, la hacía sencillamente encantadora. Bueno, debo aclarar…, ese gesto y una tez tan clara y tan pura como el alba más temprana imaginable.
Su abanico de sonrisas era infinito, y no había una sola de ellas que se pareciera a otra. Todas cautivadoras. De una forma inmensamente natural y abrumadora, su amable gesto modelaba tonalidades que no poseía ni la propia naturaleza. Sonrisas coloradas y amables como el atardecer soñado, otras tan azuladas y simpáticas como el garabato de un niño; sonreía a veces limonadas de agua caliente, otras trasmitían verde calma en la ribera; otras muchas purificadora plata luz de luna. 
¿Cómo no caer embelesado entonces en sus maneras?, si cuando su voz terminaba esperaba la sonrisa del universo más lejano. Sus formas eran normalmente fugaces, fugaces como el tiempo.
¿Qué sabía Martin de aquella mujer? Exactamente nada. Ro le miró por primera vez, mientras ambos esperaban que el ascensor bajase del cielo, y ella le regaló una sonrisa que podría haberse semejado al delicioso aroma del lirio. Al tomar juntos el elevador, tras la inquieta mirada de Martin, Ro volvió sonrojada a sonreírle delicadamente una segunda vez. Ambos a solas ascendían. A Martin aquel despegue inesperado, bañado de aquella mujer encantadora,  le empezaba a parecer el vuelo alado de su corazón en llamas hacia la planta 46.
Pero de repente sucedió lo nunca jamás esperado por Martin. Un intenso olor a “aquello”, de procedencia inequívoca “el callejón de la peste”, se fue haciendo dueño del pequeño habitáculo donde ascendían. El espacio se redujo a la nada, el tiempo quedó enterrado en la arena. Del ascenso celestial, se bajó de inmediato, a las hondas tinieblas del hedor más profundo. Del lirio aroma de vuelo celestial  al viejo nido de abubillas. “Traviata tremens”.   
Martin, que sabía igual de bien que Ro, la procedencia exacta de aquel tufo intestinal maldito, miró fijamente los ojos oleados, como la mar, de aquella frágil mujer.
Ella entonces sutilmente le sonrió.
Aquella inolvidable sonrisa inspiró a Martin tan solo dos vulgares palabras: “hija” y “puta”.
Y es que hay cosas, que ni la mejor de las sonrisas puede cambiar.

martes, 26 de marzo de 2013

CAMPANO´S STORIES

Hay historias, que por estúpidas no se olvidan.
Disfrutábamos verde campo, verde cielo y el tesoro inmenso de una inquietante y verde juventud. No fue en Escocia, ya me hubiese gustado, fue en Campano. No fue en su venta, ya me hubiese gustado más aún; fue concretamente en su campo de golf. Pongamos, ya que estamos, era Semana Santa.
Por aquel entonces, mi pasión por el golf nacía. He de confesar que ha nacido tantas veces como ha muerto, aunque siempre resucita, I don´t know why.  Mi compañero de 9 hoyos por entonces era Mr. Watson, cuyo padre era socio del citado club. En la club house, reinaban las leyes latinas de otro viejo y golfo amigo conocido, que siempre me colaba de guatiné, y que por razones obvias oculto severamente su identidad: su nombre era Currito.
Corría la leyenda leyendosa, que María Jimenez tenía un chalet justo al margen derecho  de la estrecha calle del hoyo 6 (par 5). Había pasado por allí cientos de veces y nunca la vi. Pero aquel día algo extraño sucedió.
Mi partida seguramente iría como siempre: comercial tipo Nick Price o fatá der tó. Y llegamos al tee del hoyo 6. De Watson me resulta inolvidable su penetrante hierro 5, que inexperto entonces con las maderas, solía tomar en las salidas. Yo el hierro 5 de Watson, lo cambiaba por mi mítica madera 5, que nunca jamás me dio una satisfacción, pero que tanto adoraba.
Mi bola fue directa al margen derecho de la calle, reinada por un clásico slice porrillero. La bola pareció caer en el chalet de la famosa folclórica. Watson y yo fuimos en busca de la bola.
Cuando con paso firme, de golfero malo,  nos acercamos a la valla del viejo chalet, había un hombre de pelo cano regando plácidamente su jardín de gramón descuidado. La bola brillaba en medio de su verde. Él estaba de espaldas a la bola, a nosotros y al campo. Parecía no querer saber nada del resto del mundo, y mucho menos de dos panolis como nosotros.  
Se volvió tras mi llamada, y ¡coño!, ¡era “el estudiante”!. Watson y yo nos quedamos con la cara de pavo que se queda uno cuando ve a un famoso. De mala ostia, o eso me pareció a mí, fue a por mi bola a regañadientes, mientras en voz muy baja y para sí mismo, maldecía el golf y su mismísima puñetera madre. Su amabilidad le pudo y nos tiró la bola de vuelta por encima de la valla.
Pero aquello, el encontrarnos con el mítico “estudiante”, no podía quedar así. Y del alma me salió lo siguiente, justo tras devolvernos la bola:
-          ¡¡Graciaaaaa…Sancho Gracia…!!, cometiendo así un fatídico error, tan infantil como estúpido.  
Pepe Sancho, que en gloria esté, se cagó entonces en mi puñetera madre  a boca llena y muy de verdad. También lo hizo en la madre que parió el golf… con sus muertos y todo, y eso que por lo visto jugaba. Bien que hizo. 
   

martes, 19 de marzo de 2013

MARGARITA...MARGUEROT


Ignoraba yo que casi todo el mundo, alguna vez que otra en su historia, había compartido días y noches con algún “vecin@ feliz” en su bloque. Este no era mi caso hasta hace bien poco, bien lo sabe Dios.

Yo, acostumbrado a pasar mis días retirado del ruido de la ciudad, alejado de la muchedumbre que todo lo sabe y todo lo parla; yo, acostumbrado a convivir con el auxilio del sauce, el cantar del ruiseñor, la voz del lirio, el verde del limón y el calor de la tarde, hasta hace escasos días nunca había tenido ni sabido lo que era “una vecina feliz”.  Bien lo sabe Dios.
  
En el trascurso de la mañana la vi llegar con sus maletas. Venía a quedarse, venía sola. Hermosa como la juventud, lejana como el viento y desconocida como la revolución que nos esperaba, la saludé:

- “¡Hola!, que hay” – le dije (aunque quise decir, “soy tu vecino, pa´ lo que quieras…vivo justo arriba”)
-“Hola” – me dijo a secas (aunque quizás ella pensara, “el típico vecino pelmazo”)

La primera impresión fue de compasión. La sentí como un ser en penumbra. Me pregunté cómo un alma lejana había caído en aquel rincón del sur. Supuse que alguna razón de peso la había traído hasta aquí. Supuse que no duraría mucho.

Durante la semana parecía una margarita más del jardín. No se sentía, no se olía, casi no respiraba ni llamaba la atención. Pero el fin de semana llegó, y se deshojó la margarita.

Justo minutos antes de la media noche del sábado supe que ella no estaba sola. No era precisamente una conversación lo que rompía el silencio de la noche. Mi parienta extremadamente sorprendida me preguntó: “¿Qué son esos ruidos? “. Le di al “mute” del mando de la tele y de repente me pareció estar en medio de la selva más salvaje en la noche. Unos gritos animales que procedían de su garganta vecinal se hicieron con todo. Se hicieron con mi pequeño salón también. Sin lugar a dudas ella disfrutaba, aunque por la intensidad del rítmico golpeo en las paredes y por lo irracional del aullido, podría haber sido perfectamente una hiena enfurecida en plena lucha. El león compañero, quizás el famoso Grey, era algo más cauto que ella, que producía todo tipo de sonidos: graznidos semejantes al maullido de un gato, trompeteos de pava real asombrosamente graves y por momentos chillidos que parecían los de un niño pidiendo socorro. Subí el volumen de mi tele, pero fue inútil enmudecer aquel bárbaro, admirable, feroz y natural encuentro en la selva que se había convertido el apartamento de mi vecina.

No sé cómo sería el cortejo previo, pero el encuentro fue bien intenso como digo, ya que se produjo repetidamente en la oscuridad de la noche.

A la mañana siguiente de domingo, sobre las diez, bajé plácidamente las escaleras y allí me la encontré casualmente vestida. Lo primero que pensé irremediablemente con seguridad fue: “ole, ole, oleeee…”; después la saludé como si tal cosa:

-“Hola” –  a secas. Ella me respondió cordialmente con otro hola quizás más seco aún.

No sé lo que mi vecina pensaría en ese momento, pero mientras me cruzaba con ella, yo pude pensar lo siguiente: “que buena voz te ha dado Dios…”; también pude pensar “viva el nokia de la serpiente…”,  y seguramente eso de: “noches alegres…mañanas tristes”Pero no lo pensé, bien lo sabe Dios.

Solamente al mirarla pensé: "Margarita...Marguerot"