martes, 15 de enero de 2013

LA METAMORFOSIS DE ANA


Cuando desperté una mañana después de un sueño intranquilo, me encontré sobre la cama a un inmenso ser impresionante y descomunal, hasta ese momento inimaginable para mis sentidos, que parecía ser Ana. Al elevar, tumbado aún, un poco mi “cabeza”, adiviné un gran vientre abombado en la penumbra, un volumen tridimensional sobrecogedor en forma de gran arco sobre el cobertor, justo a mi lado. No era un sueño.
Permanecí conmovido, inmóvil y absolutamente en silencio en la cama aquella mañana, mientras Ana, cual ser primigenio, gruñía entre sollozos (por no decir roncaba como un cochinillo);  e inmediatamente en ese mismo instante comencé a atar cabos.
Empecé a entender el porqué meses atrás, Ana había pasado de ser una dulce mujer de rodillas infantiles a tener cuádriceps de gran forzudo de circo; el porqué había pasado de tener tobillos angelicales de porcelana fina a mover robustas trócolas metidas en manteca (tobillos que ya tristemente no cabían en sus pequeñas y queridas zapatillas de paño azules). Ahora, de forma clarividente, entendí el porqué, al contemplar sus divinas formas, se reflejaban en mi mente (venían a mi mente), de forma destemplada, dos grandes e infladas boyas de playa que mis manos ansiosas trincaban vehemente.
“¿Qué pasaría -pensé- si durmiese un poco más y olvidase todas las chifladuras?”
Pero esto era algo absolutamente imposible. Entendí entonces como Ana había pasado de comer ordenadamente, atendiendo a su estricto reloj biológico, a querer zampar a cada instante, cual triki, incluso hasta los papeles de las magdalenas (como yo mismo pude hacer en tiempos pretéritos).
Intenté mantener la calma, aún tumbado en silencio con los ojos de par en par clavados en el techo. Recordé entonces, que hacía ya varias semanas, sus delicados dedos femeninos parecían más bien de muñeca chochona, regordetes y sin  fuerza alguna. Entendí entonces que Ana, ya no pudiera abrir un simple bote de espárragos, como hiciera con suma facilidad antaño. Y lo más sobrecogedor (y lo que afirmo ahora como absolutamente cierto): su alianza ya no lucía en su dedo anular, literalmente no le cabía y terminó deformándose.
En aquella mañana, como os digo,  cobraron en mi mente demasiadas cosas sentido. Que Ana se quedara dormida por los rincones, cual “Tempra”, dejó de ser alarmante para mí, en ese instante de eclipse de sol bombero. Pasó a ser banal.
En aquel instante de temprana mañana, aún acostado en la cama, y con aquellas imponentes vistas, como sacadas de la alta montaña, supe que un gran cambio se avecinaba, Dios mediante.
     

jueves, 10 de enero de 2013

BELVEDERE, El encuentro

Albertine era una mujer afortunada. Se puede decir que le sonreía serenamente el sol cada mañana y cada noche serenamente la luna. Desposeída de cualquier oscuridad que le hiciera caer en el tedio más absurdo, vivía lejana de la soberbia humana, lejos de la lógica vanidad de mujer hermosa que era, lejana a cualquier aspiración que no descansara cerca del simple hecho de vivir bajo la sencillez del peso de los días. Quiero decir no más, que era un alma limpia, pura y bella, y que con sencillez maestra se había aceptado tal cual era.

Esa tarde de viernes de enero, justo antes de empezar un nuevo año, más cargada de dicha que de ingenua esperanza, decidió atender aquella invitación que había recibido unos días atrás.

Las calles de la ciudad sonaban frías en las herraduras de los caballos, la pulcritud de la tarde callejera se mezclaba con la mezquindad de quienes corrían por la mala ventura de las artes y las hambres; su sonoro corazón, seguía los pasos hacia su encuentro más esperado en aquellos primeros días de año.

Decidió sentarse a esperar ese encuentro, arropada por un té, justo frente a las bellas vistas que le regalaba, de muy lejos y paradójicamente, el complejo palacio Belvedere. Precisamente un poco antes de sentarse, al entrar en aquel establecimiento de luz tenue, le llamaron la atención unas láminas que colgaban paralelas en la pared, y que mostraban la belleza de los dos edificios que tenía justo frente suya, enmudecidos tras la ventana: el Alto y el Bajo Belvedere; y entre ambos, como en la vida misma, sus dulces jardines alegóricos.

Esperó serena, contemplando la tarde Albertine, esperó mirando por la ventana la llegada de Constanze, esperó bajo la mirada perdida de aquellos dos edificios que tenían un solo nombre, pero distintas personalidades: Belvedere.

El tiempo pasaba, y poco a poco fue creyendo, que lo incierto de aquella cita con ella misma, iba dando paso a una nueva realidad más llevadera al menos: dentro de una sola vida se viven muchas vidas.

Cuando se vio reflejada en el cristal de la ventana, como en la primera noche de 1.781, pero esta vez como una Venus ante su espejo, adivinó que Constanze ya no vendría, que ya definitivamente solo vendría a sus días, a sus tardes y a sus noches, Albertine.

Así lo creyó aquella tarde y así sucedió finalmente; mientras su mirada se perdía entre los jardines del atardecer.

       







viernes, 4 de enero de 2013

BELVEDERE, Paseo azúl

Descorazonada por la llegada de un nuevo año, suspiraba sonrisas de adolescente cada mañana al despertar, aunque ya gastaba cuarenta años bien cumplidos y la sonrisa le duraba bien poco. No tenía un plan de futuro, como marcan ahora los degenerados canones de “mercado”; no tenía idea de cómo sería su mañana; ni tan siquiera de dónde pasaría esa misma triste tarde de enero. Así habían pasado sus años y sus días, sus horas y minutos, así le pasaba la vida y la vida pasaba así a su alrededor.

Esta circunstancia, de beberse maravillosamente la vida sin medida, que podía parecerle tan romántica y feroz en otro tiempo, le empezó a resultar cruel en esos primeros días de año; diría que empezó a resultarle cercana a una enfermedad incurable degenerativa, que había nacido justamente en su reflejo mismo, la primera noche del año en el Belvedere.

Todo su pasado, despues de aquel último reflejo, le parecía como arrancado del corazón, como desposeído de ella misma, como si ya no le perteneciera, como si le perteneciera a otra persona. ¡Qué poco se sabe del corazón!

Aquella mañana, desde el ventanal de su casa, Constanze vió trascurrir de nuevo la vida de los demás bajo un limpio cielo azúl. Pero está vez no se iba a quedar inmóvil. Quizás el propio cielo azúl, quizás el movimiento incesante de personas que perseguían sus vidas, quizás el nuevo año o el último reflejo en el estanque, hizo que se planteara una cuestión, que se le antojaba trascendental para sus días: ¿existe otro yo desconocido?

Hasta ese momento, la idea que había reinado por encima de todas las demás en su vida, era que no existía su futuro, porque estaba convencida que el propio futuro no existe, que el futuro nunca llega, que solo lo imaginámos para despues olvidarlo o confundirlo y mezclarlo con lo presente.

Pero en aquella mañana limpia de enero buscó quizás una idea dulce (y turbia aún), que pudiera disipar pronto su  deseo y melancolía. Quizás existía otra Constanze, que ni ella misma ni el mundo conocían todavía; lejos de la imposibilidad, lejos de sus vicios y sus virtudes; y que creyera en el mañana hasta amarlo, como amaba y añoraba ahora sus días pasados.

Constanze decidió dar un paseo bajo aquella bóveda infinita, pura y azúl del cielo de Viena. Despues de atravesar a pleno sol los jardines helados de palacio y de respirar más profundamete que lo hacía la ciudad, la idea de otra Constanze, celosa y pura, empezó a cautivar su pensamiento menos pueril.

Aquel viernes de 1.781, decicidió aceptar una invitación que había desechado días atrás.