jueves, 10 de enero de 2013

BELVEDERE, El encuentro

Albertine era una mujer afortunada. Se puede decir que le sonreía serenamente el sol cada mañana y cada noche serenamente la luna. Desposeída de cualquier oscuridad que le hiciera caer en el tedio más absurdo, vivía lejana de la soberbia humana, lejos de la lógica vanidad de mujer hermosa que era, lejana a cualquier aspiración que no descansara cerca del simple hecho de vivir bajo la sencillez del peso de los días. Quiero decir no más, que era un alma limpia, pura y bella, y que con sencillez maestra se había aceptado tal cual era.

Esa tarde de viernes de enero, justo antes de empezar un nuevo año, más cargada de dicha que de ingenua esperanza, decidió atender aquella invitación que había recibido unos días atrás.

Las calles de la ciudad sonaban frías en las herraduras de los caballos, la pulcritud de la tarde callejera se mezclaba con la mezquindad de quienes corrían por la mala ventura de las artes y las hambres; su sonoro corazón, seguía los pasos hacia su encuentro más esperado en aquellos primeros días de año.

Decidió sentarse a esperar ese encuentro, arropada por un té, justo frente a las bellas vistas que le regalaba, de muy lejos y paradójicamente, el complejo palacio Belvedere. Precisamente un poco antes de sentarse, al entrar en aquel establecimiento de luz tenue, le llamaron la atención unas láminas que colgaban paralelas en la pared, y que mostraban la belleza de los dos edificios que tenía justo frente suya, enmudecidos tras la ventana: el Alto y el Bajo Belvedere; y entre ambos, como en la vida misma, sus dulces jardines alegóricos.

Esperó serena, contemplando la tarde Albertine, esperó mirando por la ventana la llegada de Constanze, esperó bajo la mirada perdida de aquellos dos edificios que tenían un solo nombre, pero distintas personalidades: Belvedere.

El tiempo pasaba, y poco a poco fue creyendo, que lo incierto de aquella cita con ella misma, iba dando paso a una nueva realidad más llevadera al menos: dentro de una sola vida se viven muchas vidas.

Cuando se vio reflejada en el cristal de la ventana, como en la primera noche de 1.781, pero esta vez como una Venus ante su espejo, adivinó que Constanze ya no vendría, que ya definitivamente solo vendría a sus días, a sus tardes y a sus noches, Albertine.

Así lo creyó aquella tarde y así sucedió finalmente; mientras su mirada se perdía entre los jardines del atardecer.

       







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