viernes, 4 de enero de 2013

BELVEDERE, Paseo azúl

Descorazonada por la llegada de un nuevo año, suspiraba sonrisas de adolescente cada mañana al despertar, aunque ya gastaba cuarenta años bien cumplidos y la sonrisa le duraba bien poco. No tenía un plan de futuro, como marcan ahora los degenerados canones de “mercado”; no tenía idea de cómo sería su mañana; ni tan siquiera de dónde pasaría esa misma triste tarde de enero. Así habían pasado sus años y sus días, sus horas y minutos, así le pasaba la vida y la vida pasaba así a su alrededor.

Esta circunstancia, de beberse maravillosamente la vida sin medida, que podía parecerle tan romántica y feroz en otro tiempo, le empezó a resultar cruel en esos primeros días de año; diría que empezó a resultarle cercana a una enfermedad incurable degenerativa, que había nacido justamente en su reflejo mismo, la primera noche del año en el Belvedere.

Todo su pasado, despues de aquel último reflejo, le parecía como arrancado del corazón, como desposeído de ella misma, como si ya no le perteneciera, como si le perteneciera a otra persona. ¡Qué poco se sabe del corazón!

Aquella mañana, desde el ventanal de su casa, Constanze vió trascurrir de nuevo la vida de los demás bajo un limpio cielo azúl. Pero está vez no se iba a quedar inmóvil. Quizás el propio cielo azúl, quizás el movimiento incesante de personas que perseguían sus vidas, quizás el nuevo año o el último reflejo en el estanque, hizo que se planteara una cuestión, que se le antojaba trascendental para sus días: ¿existe otro yo desconocido?

Hasta ese momento, la idea que había reinado por encima de todas las demás en su vida, era que no existía su futuro, porque estaba convencida que el propio futuro no existe, que el futuro nunca llega, que solo lo imaginámos para despues olvidarlo o confundirlo y mezclarlo con lo presente.

Pero en aquella mañana limpia de enero buscó quizás una idea dulce (y turbia aún), que pudiera disipar pronto su  deseo y melancolía. Quizás existía otra Constanze, que ni ella misma ni el mundo conocían todavía; lejos de la imposibilidad, lejos de sus vicios y sus virtudes; y que creyera en el mañana hasta amarlo, como amaba y añoraba ahora sus días pasados.

Constanze decidió dar un paseo bajo aquella bóveda infinita, pura y azúl del cielo de Viena. Despues de atravesar a pleno sol los jardines helados de palacio y de respirar más profundamete que lo hacía la ciudad, la idea de otra Constanze, celosa y pura, empezó a cautivar su pensamiento menos pueril.

Aquel viernes de 1.781, decicidió aceptar una invitación que había desechado días atrás.

    

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