Hay historias, que por estúpidas no se olvidan.
Disfrutábamos verde campo, verde cielo y el tesoro inmenso de una inquietante y verde juventud. No fue en Escocia, ya me hubiese gustado, fue en Campano. No fue en su venta, ya me hubiese gustado más aún; fue concretamente en su campo de golf. Pongamos, ya que estamos, era Semana Santa.
Por aquel entonces, mi pasión por el golf nacía. He de confesar que ha nacido tantas veces como ha muerto, aunque siempre resucita, I don´t know why. Mi compañero de 9 hoyos por entonces era Mr. Watson, cuyo padre era socio del citado club. En la club house, reinaban las leyes latinas de otro viejo y golfo amigo conocido, que siempre me colaba de guatiné, y que por razones obvias oculto severamente su identidad: su nombre era Currito.
Corría la leyenda leyendosa, que María Jimenez tenía un chalet justo al margen derecho de la estrecha calle del hoyo 6 (par 5). Había pasado por allí cientos de veces y nunca la vi. Pero aquel día algo extraño sucedió.
Mi partida seguramente iría como siempre: comercial tipo Nick Price o fatá der tó. Y llegamos al tee del hoyo 6. De Watson me resulta inolvidable su penetrante hierro 5, que inexperto entonces con las maderas, solía tomar en las salidas. Yo el hierro 5 de Watson, lo cambiaba por mi mítica madera 5, que nunca jamás me dio una satisfacción, pero que tanto adoraba.
Mi bola fue directa al margen derecho de la calle, reinada por un clásico slice porrillero. La bola pareció caer en el chalet de la famosa folclórica. Watson y yo fuimos en busca de la bola.
Cuando con paso firme, de golfero malo, nos acercamos a la valla del viejo chalet, había un hombre de pelo cano regando plácidamente su jardín de gramón descuidado. La bola brillaba en medio de su verde. Él estaba de espaldas a la bola, a nosotros y al campo. Parecía no querer saber nada del resto del mundo, y mucho menos de dos panolis como nosotros.
Se volvió tras mi llamada, y ¡coño!, ¡era “el estudiante”!. Watson y yo nos quedamos con la cara de pavo que se queda uno cuando ve a un famoso. De mala ostia, o eso me pareció a mí, fue a por mi bola a regañadientes, mientras en voz muy baja y para sí mismo, maldecía el golf y su mismísima puñetera madre. Su amabilidad le pudo y nos tiró la bola de vuelta por encima de la valla.
Pero aquello, el encontrarnos con el mítico “estudiante”, no podía quedar así. Y del alma me salió lo siguiente, justo tras devolvernos la bola:
- ¡¡Graciaaaaa…Sancho Gracia…!!, cometiendo así un fatídico error, tan infantil como estúpido.
Pepe Sancho, que en gloria esté, se cagó entonces en mi puñetera madre a boca llena y muy de verdad. También lo hizo en la madre que parió el golf… con sus muertos y todo, y eso que por lo visto jugaba. Bien que hizo.
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