Ignoraba yo que
casi todo el mundo, alguna vez que otra en su historia, había compartido días y
noches con algún “vecin@ feliz” en su bloque. Este no era mi caso hasta hace
bien poco, bien lo sabe Dios.
Yo, acostumbrado a
pasar mis días retirado del ruido de la ciudad, alejado de la muchedumbre que todo lo
sabe y todo lo parla; yo, acostumbrado a convivir con el auxilio del sauce, el
cantar del ruiseñor, la voz del lirio, el verde del limón y el calor de la
tarde, hasta hace escasos días nunca había tenido ni sabido lo que era “una
vecina feliz”. Bien lo sabe Dios.
En el trascurso de
la mañana la vi llegar con sus maletas. Venía a quedarse, venía sola. Hermosa
como la juventud, lejana como el viento y desconocida como la revolución que
nos esperaba, la saludé:
- “¡Hola!, que hay” – le dije (aunque
quise decir, “soy tu vecino, pa´ lo que
quieras…vivo justo arriba”)
-“Hola” – me dijo a secas (aunque quizás
ella pensara, “el típico vecino pelmazo”)
La primera impresión
fue de compasión. La sentí como un ser en penumbra. Me pregunté cómo un alma
lejana había caído en aquel rincón del sur. Supuse que alguna razón de peso la
había traído hasta aquí. Supuse que no duraría mucho.
Durante la semana
parecía una margarita más del jardín. No se sentía, no se olía, casi no
respiraba ni llamaba la atención. Pero el fin de semana llegó, y se deshojó la margarita.
Justo minutos antes
de la media noche del sábado supe que ella no estaba sola. No era precisamente
una conversación lo que rompía el silencio de la noche. Mi parienta extremadamente
sorprendida me preguntó: “¿Qué son esos
ruidos? “. Le di al “mute” del mando de la tele y de repente me pareció
estar en medio de la selva más salvaje en la noche. Unos gritos animales que
procedían de su garganta vecinal se hicieron con todo. Se hicieron con mi
pequeño salón también. Sin lugar a dudas ella disfrutaba, aunque por la
intensidad del rítmico golpeo en las paredes y por lo irracional del aullido,
podría haber sido perfectamente una hiena enfurecida en plena lucha. El león
compañero, quizás el famoso Grey, era algo más cauto que ella, que producía todo
tipo de sonidos: graznidos semejantes al maullido de un gato, trompeteos de pava
real asombrosamente graves y por momentos chillidos que parecían los de un niño
pidiendo socorro. Subí el volumen de mi tele, pero fue inútil enmudecer aquel bárbaro,
admirable, feroz y natural encuentro en la selva que se había convertido el apartamento
de mi vecina.
No sé cómo sería el
cortejo previo, pero el encuentro fue bien intenso como digo, ya que se produjo
repetidamente en la oscuridad de la noche.
A la mañana siguiente
de domingo, sobre las diez, bajé plácidamente las escaleras y allí me la
encontré casualmente vestida. Lo primero que pensé irremediablemente con
seguridad fue: “ole, ole, oleeee…”; después
la saludé como si tal cosa:
-“Hola” – a secas. Ella me respondió cordialmente con
otro hola quizás más seco aún.
No sé lo que mi
vecina pensaría en ese momento, pero mientras me cruzaba con ella, yo pude pensar
lo siguiente: “que buena voz te ha dado Dios…”;
también pude pensar “viva el nokia de la
serpiente…”, y seguramente eso de: “noches alegres…mañanas tristes”. Pero
no lo pensé, bien lo sabe Dios.
Solamente al mirarla pensé: "Margarita...Marguerot"
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