jueves, 25 de abril de 2013

LA CARRERA

Vespino SC de Bono

 Por estos lares del sur del viejo continente, en concreto 11.130, en nuestra perdida niñez se daban muchas historietas de motos y motoristas; la mayoría de historias siempre indocumentadas como las propias protagonistas. No sé cómo rodarán ahora estas motillos, puesto que ya no practico el vandalismo motorista piojero, pero entonces eran muchas las andanzas cúbicas forajidas.
Quiero recalcar que no hablo de moteros mundanos de cuero y casco, nunca lo fuimos; hablo de motocicletas chunguillas de bandazo lugareño, de motillos que normalmente tenían un sobrenombre cariñoso y cercano; hablo de biplazas fugitivas con alma juvenil. Entre las motillos de los colegas que recuerdo se encuentran: la “furia” (derbi varian sin metra-kit de escasa o nula potencia),  el wáter (escúter que por su color y tamaño recordaba fielmente la figura de tan querida pieza de baño), “la galac” (diminutivo de galaxia, de motor tan malo como desconocido), “rumbo a Conil” (hondita Px cuyo destino preferido era justo quien le daba su nombre); y otras muchas leyendas urbanas del asfalto más carrilero, cuyos sobrenombres mi  memoria olvidó,  como se olvidan los amores más queridos (recuerdo la anciana vespino de Mr.Watson color grana, entre otras muchas).

Vespino de Mr.Watson
Debo aclarar que normalmente estas motocicletas eran heredadas de hermanos mayores, primos o tíos, por tanto despreciadas por otros seres de nula sensibilidad. Fueron pues casi basura; luego basura rescatada. El rescate de estas viejas piezas normalmente consistía en cuatro pegatas guatiné y poco más. Algún atrevido las pintaba a spray o le metía algún escape chillón y guerrillero.
De las cientos de historias motoristas fugitivas que recuerdo con gran añoranza, quiero destacar por encima de todas, una: la carrera. Solíamos con estas motocicletas de 50c.c. realizar piques urbanos, carreras sin salida ni meta, pero con vencedores y vencidos.
Un buen día, mi querido amigo Bono, me emplazó a los nuevos y desérticos asfaltos del Novo. Venía con un coleguilla suyo, amante del motor que sigue siendo, y con sus dos balas dispuestas a un desenlace. La bala de Bono era un vespino celestino, heredado de su hermana mayor (luego Bono heredó una de mayor cilindrada de su hermano, ésta con algo más de caché). La de Albert, que así se llamaba su amigo, no la recuerdo. La mía: vespino AL de mi querida hermana mayor.
El caso es que por esos infinitos  y novos rincones asfálticos, que un olvidado día fueron tibias dunas y verdes pinos, comenzamos nuestra carrera sin salida y sin meta. Por allí nuestras cabelleras corrían motorizadas, desnudas y despeinadas (más por el viento que por la propia velocidad). Por allí nos emocionábamos con una rotonda, con una curvita y con poco más. Eran edades en las que uno siempre andaba emocionado por casi nada. Recuerdo una frase mítica de Bono que pregonó con vehemencia en público en cierta ocasión: “yo seré campeón del mundo de motociclismo” (realmente lo creía, lo que no sabíamos era el por qué).

Después de varios giros sin ton ni son, nos enfrentamos de bruces a nuestro mayor enemigo en la época: La Guardia Civil (los locales aún no tenían trascendencia alguna). En una de las rotondas (¿qué coño harían allí?), agazapados cual zorros viejos, descansaban una pareja de civiles, echando el cigarro supongo. “La cagamos”, me dije cuando nos pararon (supongo esto mismo pensaron mis dos compañeros de equipo).

-                                                            - “Los papeles” (frase mítica donde las haya), dijo uno de ellos.

Las escusas que uno se buscaba siempre eran muy baratas aunque cargadas de sentimentalismo, del tipo “yo es que vivo ahí al lado”, o “la moto es que  no es mía…”, o  “la he cogido un momentito…”, etc., etc.
El caso es que a Bono le preguntaron su nombre (no llevábamos entonces felizmente ninguna documentación en los bolsillos). Este ni corto ni perezoso, valiente e ingenuo, soltó lo siguiente:

-                                                     - “Mi nombre… Pepe Belizón”. Y se quedó tan pancho. Cualquier ser vivo hubiera sabido de inmediato que mentía. “Verá usté…, ES QUE LA MOTO NO ES MÍA…ES QUE ES DE MI HERMANO…y no tengo los papeles aquí…etc., etc., etc.”

-                                                       -  Pepe Belizón, ¿no?- dijo él guardia; y lo anotó en una libretilla, supongo haciendo el paripé. “¿Y su hermano cómo se llama?”

Entonces un segundo helado pasó por la mente de Bono y por las nuestras, y tan osado como dispuesto a usar sus artes más fugitivas cual “Torete”, soltó en voz alta y algo temblona, el siguiente nombre al vació más desesperado:

-                                                       -“JOSÉ BELIZON”

-                                           -“¿¿¡¡¡Tú Pepe y tu hermano José!!!!???...anda, anda, anda, anda…tirad por ahí y quitaros de en medio, que aquí no se puede estar…”

Aún me pregunto, qué coño hacían esos dos civiles en aquel tramo desértico de nuestra carrera; pero en aquel instante maravilloso y compasivo (de los que ya no quedan), arrancamos nuestras flechas libres cual pájaros costeros, y más radiantes que antes si cabe, y plenos de insensatez juvenil, volvimos de nuevo a ser felices.






                   

viernes, 5 de abril de 2013

EL PATO MUDO

Se despertó en silencio. La casa extrañamente callaba. Aquel sábado la luz de un nuevo día iluminaba el triste y despeinado jardín resacoso de invierno. Y en el jardín, como si le estuviese esperando aquel pensamiento suyo, se sentó a conversar a solas con él.
Una vez al año, esa era aproximadamente la media de veces que Richard se encontraba con Raquel. Quizás nunca llegaron a dirigirse la palabra, quizás lo hicieran vagamente alguna vez, quizás aún no había llegado el momento, quizás fuese mejor así. Lo cierto es que, aunque llevaban vidas completamente al margen el uno del otro, vidas como desconectadas, como de otros hemisferios, diferentes y a ciegas… extrañamente esa única vez al año que solían toparse casualmente, resultaba ser una situación incómoda para los dos. Se intuían, se veían, se sentían...  pero casi se evitaban.
Se conocían sus nombres, claro que sí. Diría que, aunque de espaldas, se sabían más o menos el uno del otro. Amigos en común...un mismo cielo en común...vientos y tempestades en común...y también ecos de carcajadas y excesos de costumbres en común. Pero no más.
¿Qué misteriosa razón entonces podía provocar que su corazón palpitara a otro ritmo más intenso cuando la veía? ¿Qué estúpida niñería podía hacer que ese casual encuentro en silencio, callara otras voces el resto del año?  ¿Existía quizás un sentimiento preso que no se atrevía a salir por miedo al desenlace?
Richard tenía la convicción, aunque fuese ligera y atrevida, que Raquel también se preguntaba a solas esas mismas cuestiones, que él mismo ahora se hacía en el jardín. Tenía la extraña sensación que ella sentía algo muy parecido en cada uno de esos imprevistos encuentros anuales, en los que solo se dedicaban alguna tímida mirada introvertida y fugaz. Pero, ¿quién podía saberlo?, es más, ¿a quién podría importarle, si a él mismo esa misma tarde ya no le importaría?
Quizás fuese mejor así, quizás no había llegado el momento, quizás de otra manera resultara ser, tan solo, lodo en el camino. Finalmente Richard se autoconvenció preguntándose: “además, ¿quién no se enamoró de alguien que nunca lo supo?”.
Richard mientras pensaba a solas, sentado sobre el murete de su jardín, sobre su encuentro la tarde anterior con Raquel, tan casual y recóndito, tan fugaz, puntual e irritante, recibió la inesperada visita de un bellísimo pato de plumas blancas y negras. ¡Era tan dócil!, que parecía no poder volar. Resultó ser un pato mudo.

  



  

LA SONRISA

Tenía la fantástica costumbre de sonreír todo el tiempo. Daba igual la hora del día, daba igual donde se encontrara, daba igual quién tuviera delante, Ro siempre sonreía. Temprano o tarde, en el ascensor a solas ante el espejo o en pleno funeral, entre amigos de siempre o entre perfectos desconocidos; ella  siempre dibujaba una sonrisa amablemente a los demás. 
Ese gesto tan barato, tan asequible a cualquiera, la hacía sencillamente encantadora. Bueno, debo aclarar…, ese gesto y una tez tan clara y tan pura como el alba más temprana imaginable.
Su abanico de sonrisas era infinito, y no había una sola de ellas que se pareciera a otra. Todas cautivadoras. De una forma inmensamente natural y abrumadora, su amable gesto modelaba tonalidades que no poseía ni la propia naturaleza. Sonrisas coloradas y amables como el atardecer soñado, otras tan azuladas y simpáticas como el garabato de un niño; sonreía a veces limonadas de agua caliente, otras trasmitían verde calma en la ribera; otras muchas purificadora plata luz de luna. 
¿Cómo no caer embelesado entonces en sus maneras?, si cuando su voz terminaba esperaba la sonrisa del universo más lejano. Sus formas eran normalmente fugaces, fugaces como el tiempo.
¿Qué sabía Martin de aquella mujer? Exactamente nada. Ro le miró por primera vez, mientras ambos esperaban que el ascensor bajase del cielo, y ella le regaló una sonrisa que podría haberse semejado al delicioso aroma del lirio. Al tomar juntos el elevador, tras la inquieta mirada de Martin, Ro volvió sonrojada a sonreírle delicadamente una segunda vez. Ambos a solas ascendían. A Martin aquel despegue inesperado, bañado de aquella mujer encantadora,  le empezaba a parecer el vuelo alado de su corazón en llamas hacia la planta 46.
Pero de repente sucedió lo nunca jamás esperado por Martin. Un intenso olor a “aquello”, de procedencia inequívoca “el callejón de la peste”, se fue haciendo dueño del pequeño habitáculo donde ascendían. El espacio se redujo a la nada, el tiempo quedó enterrado en la arena. Del ascenso celestial, se bajó de inmediato, a las hondas tinieblas del hedor más profundo. Del lirio aroma de vuelo celestial  al viejo nido de abubillas. “Traviata tremens”.   
Martin, que sabía igual de bien que Ro, la procedencia exacta de aquel tufo intestinal maldito, miró fijamente los ojos oleados, como la mar, de aquella frágil mujer.
Ella entonces sutilmente le sonrió.
Aquella inolvidable sonrisa inspiró a Martin tan solo dos vulgares palabras: “hija” y “puta”.
Y es que hay cosas, que ni la mejor de las sonrisas puede cambiar.