Una vez al año, esa era aproximadamente la media de veces que Richard se encontraba con Raquel. Quizás nunca llegaron a dirigirse la palabra, quizás lo hicieran vagamente alguna vez, quizás aún no había llegado el momento, quizás fuese mejor así. Lo cierto es que, aunque llevaban vidas completamente al margen el uno del otro, vidas como desconectadas, como de otros hemisferios, diferentes y a ciegas… extrañamente esa única vez al año que solían toparse casualmente, resultaba ser una situación incómoda para los dos. Se intuían, se veían, se sentían... pero casi se evitaban.
Se conocían sus nombres, claro que sí. Diría que, aunque de espaldas, se sabían más o menos el uno del otro. Amigos en común...un mismo cielo en común...vientos y tempestades en común...y también ecos de carcajadas y excesos de costumbres en común. Pero no más.
¿Qué misteriosa razón entonces podía provocar que su corazón palpitara a otro ritmo más intenso cuando la veía? ¿Qué estúpida niñería podía hacer que ese casual encuentro en silencio, callara otras voces el resto del año? ¿Existía quizás un sentimiento preso que no se atrevía a salir por miedo al desenlace?
Richard tenía la convicción, aunque fuese ligera y atrevida, que Raquel también se preguntaba a solas esas mismas cuestiones, que él mismo ahora se hacía en el jardín. Tenía la extraña sensación que ella sentía algo muy parecido en cada uno de esos imprevistos encuentros anuales, en los que solo se dedicaban alguna tímida mirada introvertida y fugaz. Pero, ¿quién podía saberlo?, es más, ¿a quién podría importarle, si a él mismo esa misma tarde ya no le importaría?
Quizás fuese mejor así, quizás no había llegado el momento, quizás de otra manera resultara ser, tan solo, lodo en el camino. Finalmente Richard se autoconvenció preguntándose: “además, ¿quién no se enamoró de alguien que nunca lo supo?”.
Richard mientras pensaba a solas, sentado sobre el murete de su jardín, sobre su encuentro la tarde anterior con Raquel, tan casual y recóndito, tan fugaz, puntual e irritante, recibió la inesperada visita de un bellísimo pato de plumas blancas y negras. ¡Era tan dócil!, que parecía no poder volar. Resultó ser un pato mudo.
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