viernes, 5 de abril de 2013

LA SONRISA

Tenía la fantástica costumbre de sonreír todo el tiempo. Daba igual la hora del día, daba igual donde se encontrara, daba igual quién tuviera delante, Ro siempre sonreía. Temprano o tarde, en el ascensor a solas ante el espejo o en pleno funeral, entre amigos de siempre o entre perfectos desconocidos; ella  siempre dibujaba una sonrisa amablemente a los demás. 
Ese gesto tan barato, tan asequible a cualquiera, la hacía sencillamente encantadora. Bueno, debo aclarar…, ese gesto y una tez tan clara y tan pura como el alba más temprana imaginable.
Su abanico de sonrisas era infinito, y no había una sola de ellas que se pareciera a otra. Todas cautivadoras. De una forma inmensamente natural y abrumadora, su amable gesto modelaba tonalidades que no poseía ni la propia naturaleza. Sonrisas coloradas y amables como el atardecer soñado, otras tan azuladas y simpáticas como el garabato de un niño; sonreía a veces limonadas de agua caliente, otras trasmitían verde calma en la ribera; otras muchas purificadora plata luz de luna. 
¿Cómo no caer embelesado entonces en sus maneras?, si cuando su voz terminaba esperaba la sonrisa del universo más lejano. Sus formas eran normalmente fugaces, fugaces como el tiempo.
¿Qué sabía Martin de aquella mujer? Exactamente nada. Ro le miró por primera vez, mientras ambos esperaban que el ascensor bajase del cielo, y ella le regaló una sonrisa que podría haberse semejado al delicioso aroma del lirio. Al tomar juntos el elevador, tras la inquieta mirada de Martin, Ro volvió sonrojada a sonreírle delicadamente una segunda vez. Ambos a solas ascendían. A Martin aquel despegue inesperado, bañado de aquella mujer encantadora,  le empezaba a parecer el vuelo alado de su corazón en llamas hacia la planta 46.
Pero de repente sucedió lo nunca jamás esperado por Martin. Un intenso olor a “aquello”, de procedencia inequívoca “el callejón de la peste”, se fue haciendo dueño del pequeño habitáculo donde ascendían. El espacio se redujo a la nada, el tiempo quedó enterrado en la arena. Del ascenso celestial, se bajó de inmediato, a las hondas tinieblas del hedor más profundo. Del lirio aroma de vuelo celestial  al viejo nido de abubillas. “Traviata tremens”.   
Martin, que sabía igual de bien que Ro, la procedencia exacta de aquel tufo intestinal maldito, miró fijamente los ojos oleados, como la mar, de aquella frágil mujer.
Ella entonces sutilmente le sonrió.
Aquella inolvidable sonrisa inspiró a Martin tan solo dos vulgares palabras: “hija” y “puta”.
Y es que hay cosas, que ni la mejor de las sonrisas puede cambiar.

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