Adela tenía la
estúpida e ingenua costumbre de intentar ser diferente y genuina como forma de
vida, una costumbre por cierto tristemente muy extendida en nuestros días.
Supongo que lo cotidiano le asqueaba, lo simple le repelía y lo mundano y
conocido destemplaba profundamente su flequillo ignorante e infantiloide.
No se trataba de ir
a la última, de ir a hombros de lo más vanguardista, de ser la más cool…no, que va…, se trataba de hacer
todo aquello que “no pertenecía”. No era una rebelde sin causa, quería serlo, que
es absolutamente distinto.
El caso es que Adela
ya no tenía veinte años, sino el doble, y el caso es que era verano. En verano
todo el mundo parece necesitar un chapuzón exfoliante de rutina en el océano; pero
Adela había pensado que este verano, porque sí, le apetecía conocer la
frondosidad de los interminables abetos de La Selva Negra, y patear sus soñados
senderos sombríos para terminar de morir sumergida en uno de sus inmensos lagos
abiertos. La verdad es que lo imaginado en su cabeza sonaba muy bien.
Pero para su querido amado Arthur (Arturo para su padre
y su madre, Arthur para Adela), La Selva Negra resultaba un poco rollo, y más
en verano. Arthur era más convencional, y la idea de una playita, un
chiringuito, un vámonos que nos vamos con el tango…y una cervecita “bien fría”,
le ponía mucho más.
Arthur, conocedor de sus virtudes, convenció en
aquella templada noche metropolitana, de ventanales abiertos y sol rendido al
otro lado del mundo, que la mejor opción de ese caluroso verano era el océano.
Convenció a Adela que los caminos del océano son infinitos, mucho más que los
senderos de un bosque sombrío, y que un solo sorbo de agua salada te puede trasportar a cualquier orilla de la mente. Comentó
que los caminos modernos no siempre producen los efectos pintorescos que la imaginación ilusa sueña, y que en lo cotidiano
de un mar de espuma, además de domingueros de barriga curtida y aliento
avinagrado, se encuentra la mayor amplitud que un ser humano puede divisar ante
sí: la mar.
Tras el rollaso de Arthur (Arturo para su padre
y su madre), Adela no pudo decir que no, aunque en su interior seguía soñando
con aquel lago idílico rodeada de asientos de piedra. Pero finalmente aceptó.
Decidida a poner un
toque distinto a su mar, quiso ella que no fuese mar su playa, sino océano, tal
y como el pirata de Arthur había soñado aquella noche inspirada. Esta vez sería
el desconocido y lejano océano
Atlántico, y más en concreto la vieja esquina de Gades y sus alrededores.
Se bajó del coche
tras el largo viaje, y su blanco sombrero from
California llegó en un segundo donde ya no pudo recuperarlo…
-“Levante…”, escuchó
de lejos a un paisano.
Durante más de diez
días dominó aquel territorio el más genuino de los vientos de la zona…pa´ que…
Desde aquel día
Arthur pasó a ser Arturito para Adela…
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