jueves, 24 de octubre de 2013

CARLITO´S WAY

Leí una vez sobre la amistad algo así como que es el escalón más alto que tiene el amor. No sé si será verdad o no, pero lo cierto es que Carlito entonces,  era el último peldaño de mi precipicio. Hoy os contaré mi pequeña y difusa historia con Carlito Sifone, e intentaré explicaros cómo un corazón puede vivir en dos cuerpos, y un alma en dos corazones.

Carlito nació en mi mismo barrio, ya sabéis, aquel suburbio  tétrico francamente inmejorable a las afueras de la ciudad. Nuestra escuela fue, como la de tantos otros, las puertas y las ventanas, las piedras y las frutas, la vida en la calle. Desde muy pronto supe que nuestra ligadura sería prolongada en el ruido de los tambores, en el silencio de los amaneceres, en el vaivén de las noches opuestas, en el camino que no tiene vuelta atrás. Jugábamos a ser hombres.

En algún momento de la vida, probablemente demasiado pronto, notas en tus venas infantiles que estás con él. Sabía yo que él estaba conmigo, y ya entonces no hay vuelta atrás, como decía repetidamente Carlito.

Qué os puedo contar de unos críos que van juntos avanzando, como lo hace el río verde entre montañas podridas de hielo. Qué de particular tiene que se va abriendo la ribera a tus orillas cada día, que lo desconocido toma forma y cuerpo, y que te amoldas a lo que hay para sobrevivir dentro de ti. Que mayor placer vivo puede existir que el saber que te esperan, que siempre te están esperando.  Sueñas cada mañana, como yo soñaba entonces con Carlito, con la dicha de llevar a los amigos hasta el fin de los días a cuestas, para morir luego juntos en Roma.

Entonces ocurrió que pasa el tiempo. Pero pese a todo, y aunque no lo hablamos nunca, ambos lo sabíamos.

Tomó Carlito su camino, como yo un día tomé el mío, pero ya no era el mismo camino. Ambos pensamos que nuestros senderos nos llevarían al mismo lugar, y que allí, alguna tarde gris de octubre, nos encontraríamos a las tres en punto. Y de nuevo como si tal cosa, no hablaríamos nunca de lo ocurrido. Pero no fue así, porque ya no jugábamos a ser hombres.

Ayer tarde, recibí esta carta de Carlito, que dice así:
“Yo he terminado, espero que tú hayas terminado también. Por mi parte, he intentado que no tuvieras ninguna queja de mí. Siempre tendrás mi afecto”.

Sabía Carlito, como lo sabía yo, que ya no latía aquel mismo corazón en dos cuerpos distintos, que  habíamos caído, como juramos no hacerlo, en el precipicio de nuestras propias cascadas; que los sueños, sueños son, y que siempre habrá un entonces.

Lo que no sabía Carlito, es que no hacía falta escribirlo en ninguna carta, ni gritarlo a ningún viento perdido, ni guardar ningún afecto desengañado. Lo que olvidó Carlito es que en una amistad, como en el amor, ya no hay vuelta atrás.

Porque pese a todo, aunque no lo hablamos nunca, ambos sabíamos que en el camino, como en el del amor, los amigos se pierden, y hasta se olvidan.     


jueves, 17 de octubre de 2013

DULCE OCTUBRE

Tal día como hoy hace treinta y cuatro años, exactamente a esta misma hora, entró por primera vez en aquella maravillosa, vieja y blanca panadería, que se sostenía a duras penas en medio de aquella interminable cuesta de dormido pueblo blanco. Pudo ser como entrar en el cielo que Dios creó tantas veces atrás, pudo parecerle tres escalones de barro que se alzaban mojados, pudo no ser una verdad a medias. Se tomó unos segundos para asimilarlo sin vehemencia, sin pasión desmesurada o alucinógena. Entonces profundamente respiró.

¿Existe algún olor más celeste que el del pan?, ¿no es una panadería como volver a la absoluta verdad de la niñez?, ¿no se abandona lo que somos para volver a ser lo que fuimos?, ¿acaso no huele como si sonaran limpios y eternos acordes de lira y flauta? 

Tras girar la cabeza con la soltura y rapidez de un ave serena, Lorenzo se encontró de bruces con aquellos ojos desnudos de par en par. Era los ojos de Consolación, que ayudaba. Fue entonces cuando le pareció la calle, que ahora estaba más afuera que antes, un oscuro pinar sonoro.

Tal día como hoy hace treinta y cuatro años, exactamente a esta misma hora, cuando las hojas también caían de los árboles como hoy, Lorenzo comprendió por qué se llueven los caminos, por qué descansan las cenizas y por qué fluyen los peligros de cualquier amanecer. Aquellos ojos desnudos de Consolación.

Desde aquel iluminado día gris de octubre, todas las mañanas más tempranas que el sol, Lorenzo entraba en el cielo de aquella interminable cuesta de dormido pueblo blanco. Era entonces cuando entre estantes de imperfecto cristal gastado, asomaba la harina y asomaba el calor, la dulzura se convertía en materia y Francisca, que así se llamaba la dueña del viejo horno, le daba los buenos días más dulces  que jamás nadie conoció.

Quizás no se crea, pero durante mil seiscientas cincuenta y cuatro mañanas, Lorenzo entró de la misma forma en aquella panadería, sin olvidar uno solo el primero de ellos. Con el trascurso de los meses fue capaz de conocer el olor de las baldosas que pisaba,  estrenó modales de dulzura contagiados,  adivinó nuevas formas de pan entre los dedos, liberó su terca soledad de presta juventud,  y aunque no se crea, se serenó caballeroso ante la desnudez de los ojos de Consolación. Nunca conoció su tímida voz, aún amándola, pero supo distinguir cualquier sensación como lejana al profundo olor del perfume limpio, ingenuo y doliente que cargaba el alma de Consolación.

Hace un minuto, y quizás no me crean, salió de su tímida boca callada lo siguiente:

“…tal día como hoy hace treinta y cuatro años, exactamente a esta misma hora, me enamoré perdidamente de usted; le faltaba un botón  a su camisa…”.      

Lorenzo entonces sonrió…      


  

martes, 8 de octubre de 2013

ETERNA JUVENTUD. FLOR DE MAYO

Voy a proseguir con inmensa fortuna, después de un largo estío, con mis cortos e insípidos relatos. Os dejo, ahora que sigo haciéndome cada segundo más viejo, con la historia del joven Underwood, que tanto llamó mi atención:

Hermosa y atrevida es la juventud, fugaz y florida, una y no más; así es la juventud y así la sentía Underwood en su vientre, mientras observaba un solo horizonte lejano en el mar desde tierra.

Los tres mástiles desplegaban sutiles rayos de limpia y blanca claridad azul en el Mayflower, y soplaba brisa, ahora sí, de nuevos vientos y extraños mundos dentro de su alma. Volaba una llamada entre las velas, o más bien latía. David Underwood, recién cumplidos los catorce años de edad, inexplicablemente sentía como su fuego se rociaba de calma observando el único horizonte que conocía: el horizonte del mar en el puerto de Southampton.

¿Qué valor tendría la existencia, si abandonaba los latidos que golpeaban su corazón?, ¿qué fuerza podría impedirle embarcar?, qué importaba este mundo sin encontrar respuestas del suyo propio. Underwood sentía que su paz estaba en busca de ese horizonte lejano, bello y azul. Nada más.

Tras varias semanas de sufrida navegación e interminables contratiempos, cada tarde el joven Underwood, descansaba en lo más alto del palo de mesana. Su libertad lucía resplandor en aquel inmenso horizonte que contemplaba, que ya no era uno solo y lejano, eran cientos dentro de la nave. El joven Underwood conoció la más absoluta de las libertades encima de aquel palo rodeado de mar calma.

Después de un mundo de sal, un tiempo de otro tiempo, de un sinfín de desatinos y del más bravo de los oleajes; después de un minúsculo mundo reducido a madera, después de todo un océano de desesperación…, la tripulación y todos sus pasajeros pisaron la nueva tierra. Underwood también lo hizo.

La juventud no se arma de cuestiones, no teme por el futuro, no busca una falsa seguridad mundana, no espera, no se viste de apariencia, no miente, no valora; simplemente se vive como se muere. El joven Underwood sabía, que tras un imposible, su corazón latía junto al inmenso océano, y decidió volver a él.

Curiosamente los profundos ojos negros de una mujer que nunca conocería, se clavaron en su pecho el mismo día que zarparon de vuelta al viejo reino. Encontró sin duda, un motivo.

De vuelta como digo, en el Mayflower, de nuevo los horizontes y el zumbido inquieto, belleza pura y libertad, hilo conductor, pulso en las muñecas…eterna juventud. No había preguntas, tampoco pues respuestas.

Fue en una mañana de 1.621 cuando el joven Underwood, rodeado de todos los horizontes azules imaginables, cayó en el silencio del mar desde el alto palo de mesana. Allí, en uno de sus horizontes soñados, quedó en calma su juventud para siempre.


Me pregunto yo: ¿cayó o se lanzó?, pero esto a quién le puede importar ahora.