
Carlito nació en mi
mismo barrio, ya sabéis, aquel suburbio tétrico francamente inmejorable a las afueras
de la ciudad. Nuestra escuela fue, como la de tantos otros, las puertas y las
ventanas, las piedras y las frutas, la vida en la calle. Desde muy pronto supe
que nuestra ligadura sería prolongada en el ruido de los tambores, en el
silencio de los amaneceres, en el vaivén de las noches opuestas, en el camino
que no tiene vuelta atrás. Jugábamos a ser hombres.
En algún momento de
la vida, probablemente demasiado pronto, notas en tus venas infantiles que
estás con él. Sabía yo que él estaba conmigo, y ya entonces no hay vuelta
atrás, como decía repetidamente Carlito.
Qué os puedo contar
de unos críos que van juntos avanzando, como lo hace el río verde entre
montañas podridas de hielo. Qué de particular tiene que se va abriendo la
ribera a tus orillas cada día, que lo desconocido toma forma y cuerpo, y que te
amoldas a lo que hay para sobrevivir dentro de ti. Que mayor placer vivo puede
existir que el saber que te esperan, que siempre te están esperando. Sueñas cada mañana, como yo soñaba entonces
con Carlito, con la dicha de llevar a los amigos hasta el fin de los días a
cuestas, para morir luego juntos en Roma.
Entonces ocurrió
que pasa el tiempo. Pero pese a todo, y aunque no lo hablamos nunca, ambos lo
sabíamos.
Tomó Carlito su
camino, como yo un día tomé el mío, pero ya no era el mismo camino. Ambos
pensamos que nuestros senderos nos llevarían al mismo lugar, y que allí, alguna
tarde gris de octubre, nos encontraríamos a las tres en punto. Y de nuevo como
si tal cosa, no hablaríamos nunca de lo ocurrido. Pero no fue así, porque ya no
jugábamos a ser hombres.
Ayer tarde, recibí
esta carta de Carlito, que dice así:
“Yo he terminado, espero que tú hayas terminado también.
Por mi parte, he intentado que no tuvieras ninguna queja de mí. Siempre tendrás
mi afecto”.
Sabía Carlito, como
lo sabía yo, que ya no latía aquel mismo corazón en dos cuerpos distintos,
que habíamos caído, como juramos no
hacerlo, en el precipicio de nuestras propias cascadas; que los sueños, sueños
son, y que siempre habrá un entonces.
Lo que no sabía
Carlito, es que no hacía falta escribirlo en ninguna carta, ni gritarlo a
ningún viento perdido, ni guardar ningún afecto desengañado. Lo que olvidó Carlito
es que en una amistad, como en el amor, ya no hay vuelta atrás.
Porque pese a todo,
aunque no lo hablamos nunca, ambos sabíamos que en el camino, como en el del
amor, los amigos se pierden, y hasta se olvidan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario