jueves, 17 de octubre de 2013

DULCE OCTUBRE

Tal día como hoy hace treinta y cuatro años, exactamente a esta misma hora, entró por primera vez en aquella maravillosa, vieja y blanca panadería, que se sostenía a duras penas en medio de aquella interminable cuesta de dormido pueblo blanco. Pudo ser como entrar en el cielo que Dios creó tantas veces atrás, pudo parecerle tres escalones de barro que se alzaban mojados, pudo no ser una verdad a medias. Se tomó unos segundos para asimilarlo sin vehemencia, sin pasión desmesurada o alucinógena. Entonces profundamente respiró.

¿Existe algún olor más celeste que el del pan?, ¿no es una panadería como volver a la absoluta verdad de la niñez?, ¿no se abandona lo que somos para volver a ser lo que fuimos?, ¿acaso no huele como si sonaran limpios y eternos acordes de lira y flauta? 

Tras girar la cabeza con la soltura y rapidez de un ave serena, Lorenzo se encontró de bruces con aquellos ojos desnudos de par en par. Era los ojos de Consolación, que ayudaba. Fue entonces cuando le pareció la calle, que ahora estaba más afuera que antes, un oscuro pinar sonoro.

Tal día como hoy hace treinta y cuatro años, exactamente a esta misma hora, cuando las hojas también caían de los árboles como hoy, Lorenzo comprendió por qué se llueven los caminos, por qué descansan las cenizas y por qué fluyen los peligros de cualquier amanecer. Aquellos ojos desnudos de Consolación.

Desde aquel iluminado día gris de octubre, todas las mañanas más tempranas que el sol, Lorenzo entraba en el cielo de aquella interminable cuesta de dormido pueblo blanco. Era entonces cuando entre estantes de imperfecto cristal gastado, asomaba la harina y asomaba el calor, la dulzura se convertía en materia y Francisca, que así se llamaba la dueña del viejo horno, le daba los buenos días más dulces  que jamás nadie conoció.

Quizás no se crea, pero durante mil seiscientas cincuenta y cuatro mañanas, Lorenzo entró de la misma forma en aquella panadería, sin olvidar uno solo el primero de ellos. Con el trascurso de los meses fue capaz de conocer el olor de las baldosas que pisaba,  estrenó modales de dulzura contagiados,  adivinó nuevas formas de pan entre los dedos, liberó su terca soledad de presta juventud,  y aunque no se crea, se serenó caballeroso ante la desnudez de los ojos de Consolación. Nunca conoció su tímida voz, aún amándola, pero supo distinguir cualquier sensación como lejana al profundo olor del perfume limpio, ingenuo y doliente que cargaba el alma de Consolación.

Hace un minuto, y quizás no me crean, salió de su tímida boca callada lo siguiente:

“…tal día como hoy hace treinta y cuatro años, exactamente a esta misma hora, me enamoré perdidamente de usted; le faltaba un botón  a su camisa…”.      

Lorenzo entonces sonrió…      


  

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