Tal día como hoy
hace treinta y cuatro años, exactamente a esta misma hora, entró por primera
vez en aquella maravillosa, vieja y blanca panadería, que se sostenía a duras
penas en medio de aquella interminable cuesta de dormido pueblo blanco. Pudo
ser como entrar en el cielo que Dios creó tantas veces atrás, pudo parecerle
tres escalones de barro que se alzaban mojados, pudo no ser una verdad a
medias. Se tomó unos segundos para asimilarlo sin vehemencia, sin pasión
desmesurada o alucinógena. Entonces profundamente respiró.
¿Existe algún olor
más celeste que el del pan?, ¿no es una panadería como volver a la absoluta verdad
de la niñez?, ¿no se abandona lo que somos para volver a ser lo que fuimos?, ¿acaso
no huele como si sonaran limpios y eternos acordes de lira y flauta?
Tras girar la
cabeza con la soltura y rapidez de un ave serena, Lorenzo se encontró de bruces
con aquellos ojos desnudos de par en par. Era los ojos de Consolación, que
ayudaba. Fue entonces cuando le pareció la calle, que ahora estaba más afuera
que antes, un oscuro pinar sonoro.
Tal día como hoy
hace treinta y cuatro años, exactamente a esta misma hora, cuando las hojas
también caían de los árboles como hoy, Lorenzo comprendió por qué se llueven
los caminos, por qué descansan las cenizas y por qué fluyen los peligros de
cualquier amanecer. Aquellos ojos desnudos de Consolación.
Desde aquel
iluminado día gris de octubre, todas las mañanas más tempranas que el sol,
Lorenzo entraba en el cielo de aquella interminable cuesta de dormido pueblo
blanco. Era entonces cuando entre estantes de imperfecto cristal gastado,
asomaba la harina y asomaba el calor, la dulzura se convertía en materia y
Francisca, que así se llamaba la dueña del viejo horno, le daba los buenos días
más dulces que jamás nadie conoció.
Quizás no se crea,
pero durante mil seiscientas cincuenta y cuatro mañanas, Lorenzo entró de la misma
forma en aquella panadería, sin olvidar uno solo el primero de ellos. Con el trascurso de los
meses fue capaz de conocer el olor de las baldosas que pisaba, estrenó modales de dulzura contagiados, adivinó nuevas formas de pan entre los dedos,
liberó su terca soledad de presta juventud, y aunque no se crea, se serenó caballeroso
ante la desnudez de los ojos de Consolación. Nunca conoció su tímida voz, aún
amándola, pero supo distinguir cualquier sensación como lejana al profundo olor
del perfume limpio, ingenuo y doliente que cargaba el alma de Consolación.
Hace un minuto, y
quizás no me crean, salió de su tímida boca callada lo siguiente:
“…tal día como hoy hace treinta y cuatro años,
exactamente a esta misma hora, me enamoré perdidamente de usted; le faltaba un
botón a su camisa…”.
Lorenzo entonces
sonrió…
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