Podía haber sido
jueves, pero era viernes. Julito, uniformado entre legañas, se disponía a coger
la vieja moto para proceder al reparto de cada día. Todo era exactamente igual
que ayer y que antes de ayer. La vieja moto no arrancaría a la primera,
recibiría unos buenos días insulsos
de su compañero Gerardo (cartero como él), el nuevo frío otoñal rasgaría su
barba curtida y recién afeitada, y quizás en algún camino perdido encontraría
un bando de gorriones desafiantes que quisieran jugar bailando junto a su moto.
Pero como cada día es inesperado y siempre nos regala matices distintos dentro
de un mismo guión, extrañamente en el último momento, justo antes de salir
pitando, el jefe de repartos Medina, hombre recto hasta en sus andares, se
acercó apresurado a entregarle una última carta extraviada que debía entregar “ya
mismo y sin falta”, según sus propias palabras.
La carta era
urgente y certificada, remitente Delegación de Hacienda, dirigida a Doña María
Benítez. No leyó el destino.
A Julito, por la
monotonía de su trabajo, lo inesperado le excitaba, pero más nervioso aún le
ponía que Medina le diera órdenes en plan general, y esa última carta de última
hora, la colocó Julito justo donde no quería Medina que lo hiciera, la última
dentro de su petada cartera de hebilla y cuero.
La mañana fue como
tantas otras, pero era viernes, y los viernes, por ese gusanillo travieso e
inexplicable que tienen los viernes, la moto corría más, la cartera solía pesar
menos, el barro de ciertos caminos llegaba a ser hasta divertido, y el
melancólico otoño se vestía de primeros días
de marzo. La mañana pasó corriendo como sus destinos (todos conocidos), y la
totalidad de cartas se vomitaron de su cartera naturalmente. Eran pasadas las
trece horas, y solo le quedaba aquella última carta urgente y certificada para
Doña María Benítez. Por fin leyó el destino, C/Libertad, 7, una calle más que
conocida, justo en el corazón del pueblo. Decidió Julito, no sé bien si por eso
que era viernes, que dejaría ya la moto en el trabajo, y que iría andando a
hacer dicha entrega certificada.

Una anciana, que estaba
camuflada entre las horneadas macetas de barro que poblaban el centro de aquel
patio, con voz serena contestó “buenas
tardes, pase, pase…”. Julito poco a poco y a medida que entraba en aquel
patio que un día fue blanco, fue relajándose libremente en su interior, como deshojándose
cual los sauces lo hacían por los caminos; y tras la sincera invitación de la
anciana a sentarse, no rechazó descansar unos minutos.
“Vengo a entregar una carta a Doña María Benítez”,
dijo mientras se miraba en un enorme espejo arañado, que descansaba impávido
justo al final del patio. La anciana sin dejar de coser, llamó levemente y con
afinada voz a María, que del mismo modo liviano respondió, como si de dos
instrumentos orquestados se tratara. “Está
liada con el almuerzo”, dijo la anciana, justificando así su ausencia, y le
ofreció a Julito una cervecita, “que estará
usted cansado de tanto camino”.
Así comenzó una conversación
tan banal como cordial y confiada; una conversación agradable y educada sin
prisas, que trascurrió con la misma espontaneidad que pasaban los minutos y con
la misma sencillez con la se colaba la luz por entre la montera de aquel patio.
El intenso olor del
almuerzo procedía de algunos de los múltiples habitáculos de la vieja casa,
pero se apropiaba de toda ella sin remedio, y aún más de Julito. Ese olvidado y
maravilloso olor a cocido…, la silla que tomó, el espejo y los muebles
desencolados, los quietos y verdes helechos, aquella anciana a su lado
comentándole no sé qué de los tiempos… la luz templada y los dibujos de las
losetas…, sin duda le hicieron volver atrás, le hicieron parecerse así mismo,
le hicieron ser educado y amable.
Dicen que las
relaciones humanas cambian según el espacio vital en el que la gente se mueve. Lo
cierto es que Julito, no sé si porque era viernes, marchó de la casa con la
sensación del deber cumplido y en paz consigo, y con la carta urgente y
certificada dentro de su cartera sin entregar.
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