jueves, 7 de noviembre de 2013

EL CARTERO

Podía haber sido jueves, pero era viernes. Julito, uniformado entre legañas, se disponía a coger la vieja moto para proceder al reparto de cada día. Todo era exactamente igual que ayer y que antes de ayer. La vieja moto no arrancaría a la primera, recibiría unos buenos días insulsos de su compañero Gerardo (cartero como él), el nuevo frío otoñal rasgaría su barba curtida y recién afeitada, y quizás en algún camino perdido encontraría un bando de gorriones desafiantes que quisieran jugar bailando junto a su moto. Pero como cada día es inesperado y siempre nos regala matices distintos dentro de un mismo guión, extrañamente en el último momento, justo antes de salir pitando, el jefe de repartos Medina, hombre recto hasta en sus andares, se acercó apresurado a entregarle una última carta extraviada que debía entregar “ya mismo y sin falta”, según sus propias palabras.

La carta era urgente y certificada, remitente Delegación de Hacienda, dirigida a Doña María Benítez. No leyó el destino.

A Julito, por la monotonía de su trabajo, lo inesperado le excitaba, pero más nervioso aún le ponía que Medina le diera órdenes en plan general, y esa última carta de última hora, la colocó Julito justo donde no quería Medina que lo hiciera, la última dentro de su petada cartera de hebilla y cuero.

La mañana fue como tantas otras, pero era viernes, y los viernes, por ese gusanillo travieso e inexplicable que tienen los viernes, la moto corría más, la cartera solía pesar menos, el barro de ciertos caminos llegaba a ser hasta divertido, y el melancólico otoño se vestía de primeros  días de marzo. La mañana pasó corriendo como sus destinos (todos conocidos), y la totalidad de cartas se vomitaron de su cartera naturalmente. Eran pasadas las trece horas, y solo le quedaba aquella última carta urgente y certificada para Doña María Benítez. Por fin leyó el destino, C/Libertad, 7, una calle más que conocida, justo en el corazón del pueblo. Decidió Julito, no sé bien si por eso que era viernes, que dejaría ya la moto en el trabajo, y que iría andando a hacer dicha entrega certificada.

Cuando Julito descansó en el amable portal de la C/Libertad, 7, se sorprendió de no haberse fijado nunca en aquella céntrica casa. Era una vieja casa, que conservaba por su simple apariencia, la personalidad de un tiempo perdido. El doble portón de madera que daba a la calle, estaba abierto de par en par y sujeto por dos enormes piedras perfectamente redondeadas, y a Julito el simple hecho de no encontrar llamador eléctrico le relajó. Pasado el amplio zaguán, la casa y la vida giraba por completo entorno al patio central, que estaba como encajado en medio de aquel insólito espacio. Asomó medio cuerpo y entonces pegó una voz entre confiada y avergonzada  que curiosamente nunca antes había pegado: ¡cartero!

Una anciana, que estaba camuflada entre las horneadas macetas de barro que poblaban el centro de aquel patio, con voz serena contestó “buenas tardes, pase, pase…”. Julito poco a poco y a medida que entraba en aquel patio que un día fue blanco, fue relajándose libremente en su interior, como deshojándose cual los sauces lo hacían por los caminos; y tras la sincera invitación de la anciana a sentarse, no rechazó descansar unos minutos.

Vengo a entregar una carta a Doña María Benítez”, dijo mientras se miraba en un enorme espejo arañado, que descansaba impávido justo al final del patio. La anciana sin dejar de coser, llamó levemente y con afinada voz a María, que del mismo modo liviano respondió, como si de dos instrumentos orquestados se tratara. “Está liada con el almuerzo”, dijo la anciana, justificando así su ausencia, y le ofreció a Julito una cervecita, “que estará usted cansado de tanto camino”.

Así comenzó una conversación tan banal como cordial y confiada; una conversación agradable y educada sin prisas, que trascurrió con la misma espontaneidad que pasaban los minutos y con la misma sencillez con la se colaba la luz por entre la montera de aquel patio.

El intenso olor del almuerzo procedía de algunos de los múltiples habitáculos de la vieja casa, pero se apropiaba de toda ella sin remedio, y aún más de Julito. Ese olvidado y maravilloso olor a cocido…, la silla que tomó, el espejo y los muebles desencolados, los quietos y verdes helechos, aquella anciana a su lado comentándole no sé qué de los tiempos… la luz templada y los dibujos de las losetas…, sin duda le hicieron volver atrás, le hicieron parecerse así mismo, le hicieron ser educado y amable.

Dicen que las relaciones humanas cambian según el espacio vital en el que la gente se mueve. Lo cierto es que Julito, no sé si porque era viernes, marchó de la casa con la sensación del deber cumplido y en paz consigo, y con la carta urgente y certificada dentro de su cartera sin entregar.  

   


          

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